28 de Noviembre de 2022
Por:
Catalina Uribe Tarazona y Diego Montoya Chica

 

Esta cantante y activista tiene una de las voces más poderosas y amplificadas del Pacífico colombiano. En charla con Credencial, abraza la nostalgia que le produce pensar en su infancia en el Chocó y expresa una de sus mayores preocupaciones: el orden público en ese departamento. 

Goyo: mujer rural, mujer global

 

*Artículo publicado en la edición impresa de mayo de 2022.

EN CONDOTO le dicen “líneas” a las chivas. Pero son la misma cosa: esos vehículos que, aunque vetustos y aparatosos, no se apabullan con golpe alguno en las trochas que serpentean, húmedas o pedregosas, por toda Colombia. Tampoco se desaniman con las maromas que tengan que hacer para encaramarse en donde sea, y tienen otro atractivo: los años les confieren una presencia digna de retrato.

Ese día, en su trayecto hasta el río —no sabemos si hasta el Iró, el Condoto o el San Juan— una de esas chivas cargaba una bulla infantil que, si no fuera por lo tupida que es la selva en ese rincón chocoano, la habrían escuchado quienes estaban en las pocas, poquititas callecitas del pueblo. Los que quizá sí notaron los cantos fueron los barequeros, con el agua por encima de sus tobillos, según buscaban oro y platino en sus bateas. Y es que no son pocos los barequeros de Condoto, un municipio cuyos 14.000 habitantes han sido tocados, de una u otra forma —en cultura y economía—, por esa y otras formas de minería.

“Íbamos a bañarnos al río”, explica Gloria Emilse Martínez Perea, Goyo, que en su propio recuerdo era nomás una niña. “Cantábamos canciones con los guitarristas que iban en el viaje —añade—. Y había una que me gustaba en especial; no era comercial, sino más bien un himno. Decía así:

‘Yo soy chocoano de nacimiento. Tengo por honra ser del Chocó. Y allí mi madre me dio el aliento, allí mi alma se inspiró. Allí los hombres sí son leales, y las mujeres saben querer. Se habla por reales y se trabaja por placer”.

Después de los nueve álbumes lanzados por el trío ChocQuibTown —del que hace parte Goyo, su hermano Slow y Tostao—; tras quince años desde que esa banda irrumpió en el mercado global de la música con el álbum Somos Pacífico (2007), y después de haber recibido Grammys en su versión latina con ese conjunto y hasta reconocimientos por parte de las Naciones Unidas, Goyo se lanza hoy como solista. Y con qué aceptación. Esta entrevista la atendió a finales de abril desde Las Vegas, horas antes de presentarse, en solitario, en la entrega de los Latin American Music Awards 2022.

Usted dice que fue muy feliz en Condoto, el municipio chocoano donde nació.  Pero en otras regiones poco sabemos de él. ¿Cómo recuerda su infancia allí?

Éramos un matriarcado: por un lado estaba mi abuela, Pape, muy conocida; ella trabajaba en la mina, barequeando para sacar adelante a sus nueve hijos. Por el otro lado estaba mi mamá, a quien también le tocaba ir a la quebrada de atrás a mirar si se conseguía algo de oro para tener comida. Cuando yo era pequeña, eso me parecía que era la felicidad: ver cuando mi abuela llegaba en la noche, con el platino, la jagua y el oro ya separados. Cuando prendían el fogón de kerosén porque se iba mucho la luz. O cuando encendían el fogón de leña, que era muy rudimentario.

Tengo otro recuerdo maravilloso: antes de ir al colegio, me encontraba con mis compañeritos del barrio en el río para bañarnos en él antes de ir a estudiar. Y cuando el río subía, no había clases: a veces, nos tocaba limpiar las inundaciones en nuestro salón. Luego, al momento de comer, nos llevaban siempre a un lugar específico y yo pensaba que eran las amigas de mi mamá, que ellas nos hacían almuerzo porque las veía cocinar allí. Ahora sé que eso es lo que hace la cooperación social.

Y hay una cosa que me da mucha nostalgia pero que describe lo difícil que era la situación. Los ‘mecatos’ llegaban al pueblo un día a la semana, pero a veces no podían pasar y nos quedábamos sin nada, así que lo que compraba en el recreo —y me emocionaba mucho con ello— eran 100 o 200 pesos de arroz con queso, una de las comidas tradicionales de allá. Le llamábamos “arroz con Fab”, como el detergente, por la apariencia que daba el queso rallado.

Para mí, esa era una vida tranquila, normal y feliz: en mi imaginario no me faltaba nada.

Quizá no tuvo privilegios tradicionales en lo económico, pero todos sabemos que esa vida también tiene unos privilegios inmensos. ¿Cuáles eran los suyos?

El mayor privilegio es que se fuera la energía. Se iba la luz y ahí era cuando empezaba el show en mi familia: mis tías se ponían a cantar y cada una, a oscuras, empezaba a buscar el tono de su voz. Entre risas se decían: “ese es mi tono”, otra respondía: “no, ese es el mío”. Y mi abuelo, sin haber estudiado nada de música, les enseñaba cuál era su voz. Era como un momento mágico: reíamos hasta que ya se hacía tarde y nos íbamos a acostar sin que llegara la luz. Eso lo muestro en el especial de HBO En letra de otro, dirigido por Simón Brand. Es que uno es el resultado de todas sus vivencias.

Hablando de Quibdó, esa ciudad tiene tasas de homicidio entre cinco y seis veces más altas que el promedio nacional. ¿Cuál es su diagnóstico personal sobre el problema?

Son muchas variables las que hay que tomar en cuenta, pero yo prefiero verlo desde una perspectiva social y bonita: las oportunidades sí cambian a los seres humanos. Y por eso, es difícil encontrarse con que en Quibdó no hay escuelas de arte que uno conozca —además, claro, de que muchos no tienen posibilidades de trabajo para poder comprar comida y tener un sitio donde dormir—. Algunos creen que cuando uno habla de carencias, lo hace desde una posición de merecer más: de que porque es negro y porque con sus comunidades hay una deuda histórica, le tienen que dar. Y no es así: se trata de tener oportunidades.

Mire un ejemplo muy simple, aunque de Condoto: cuando yo vivía allí, nunca tuve un parque de diversiones: solo teníamos una oportunidad parecida cuando lo llevaba un paisa o alguien que iba por unos días. Pero resulta que eso es algo básico que debería tener cualquier territorio. Y tampoco quiero decir que la creatividad, por ejemplo, se dé únicamente si tú vives bien —yo soy un ejemplo claro de que no es así— pero esas cosas sí ayudan a que esta se desarrolle mucho más. No es lo mismo cantar si tengo las cuerdas vocales tensionadas que cuando las he usado y las he movido, como si las hubiera entrenado en un gimnasio.

Así que cuando la gente me pregunta: “Goyo, ¿qué pasa con tanta gente del Chocó? ¿Por qué los ‘pelaos’ se ponen a tomar y se desvían?”, yo respondo: “No soy nadie para juzgar”. ¿Dónde están las oportunidades para que ellos encuentren un camino mejor?

¿Y ve alguna relación entre esa falta de oportunidades y que el pueblo del Pacífico sea racializado, es decir visto desde el interior del país a través del lente de la raza?

¡Claro que sí! Cuando estudias historia te das cuenta de cómo pasamos de ser esclavos a estar libres, pero en un país donde se conservan comportamientos de esclavitud. Por ejemplo, a pesar de la abolición, las mujeres tuvieron que devolverse a las casas de familia a trabajar, no en condición de esclavas, pero también esclavizadas. Se trata de un tema histórico que se ve reflejado en los comportamientos y en la estructura del país. Por ejemplo, ¿cómo está construida Cali? El margen de Cali es el Distrito de Aguablanca y eso ayuda a entender...

Usted ha declarado su admiración por Teresa Martínez de Varela, poetisa e intelectual nacida en Quibdó. Pero se reconoce más al hijo de ella, Jairo Varela, quizá porque le tocó vivir en un entorno difícil para la mujer. ¿Cuál es su relación con ella?

Le cuento una cosa: Eladio Martínez, el papá de Teresita Martínez, era mi bisabuelo por línea paterna. Y ellos vivían en un pueblo que se llamaba Puerto Martínez porque la mayoría de la gente era familia. Fueron los primeros que armaron los cañaduzales y la fermentación de la caña. Teresita fue a estudiar a Cartagena. Siempre soñé con conocerla, por lo que se decía sobre ella y porque era familia. Compuso el himno de mi colegio, por ejemplo, y cuando allí hablaban de ella, era como si fuera la escritora más importante, una heroína. Se le percibía como un poco loca, pero porque era muy inteligente y artística. Mis tías dicen que ella y yo nos parecemos, que tenemos comportamientos y pensamientos similares, y eso me enorgullece. Desafortunadamente, el día que la conocí fue cuando falleció. Mi papá me llamó en la mañana a decirme: “Goyo, vámonos que se murió mi tía Teresa”. Yo quedé en una tristeza profunda.

Y en su caso, ¿cuál ha sido su mayor encontrón con la inequidad de género en su carrera?

Sin duda, en la maternidad, porque la gente te juzga y cree que no puedes educar bien a alguien solo porque eres artista y porque estás viajando. Pero yo me esfuerzo mucho y estoy atenta a la estructura del día a día de mi hija. Le enseño por qué debe estudiar, por qué es importante hacer un deporte, conversar, leerse un libro o tocar un instrumento. Todas esas cosas bonitas que le forjan a uno el carácter, y que enseñan a ser coherente con su vida. Y es que yo no soy una artista y ya: soy mujer, soy negra, soy rapera... soy lo que me proponga ser: no tengo que tener una postura por obligación ni ser lo que la gente espera que sea un artista.

A propósito de su hija, Saba, ¿cómo es educar a una niña afrolatina en el contexto de hoy?

El trabajo de una mamá en el día a día es enseñarles a sus hijos a que quieran su cuerpo, que valoren su piel, que quieran su cabello y todo eso que los hace únicos. Un día, la discriminaron en el salón de clases porque su pelo era crespo y le crecía para arriba. Me tocó ir a hablar con la profesora y pedirle que hiciéramos un conversatorio con los niños para explicarles con amor por qué nosotros somos diferentes. En otra oportunidad, le dijeron: “¡Saba, estás tomando sol porque como tú eres de la selva...!”, y en otra, ella escuchó: “No juguemos con Saba, porque no me deja ver con ese pelo que le crece como una esponja”. Son situaciones en las que uno como madre aprovecha para educar. Pero el dolor es doble porque a ti también te pasan esas cosas y te afectan, solo que aquí tienes que enseñarle a tu hija a que no le afecten.

Usted se acaba de lanzar como solista. ¿Cómo fue que la picó ese bichito?

La pandemia me dio tanto tiempo libre que me volví ‘trabajohólica’. Me vine a Miami y empecé a grabar porque sin viajes ni tantas llamadas tuve un espacio para concentrarme. Además, amo el clima aquí porque se me parece al del Chocó. Y así llegó la creatividad. También salió el proyecto de HBO, que inicialmente estaba pensado como un disco pero que, según lo fuimos trabajando, vimos que debía ser un documental. Todo eso me fue dando la vibra para enfocarme solamente en mí.

¿Es mayor la presión de salir sola al escenario?

Mire que a mí me daba más presión ‘ChocQuib’ porque cualquier cosa que hiciera tenía que hablar por mi hermano —Slow— y por Tostao [los otros dos integrantes de la banda]. En este proyecto solo hablo por mí. No es que me dé miedo estar con ellos, sino que, cuando estamos juntos, cuidamos algo del otro y entonces hay muchas más cosas por las cuales preocuparse. Con lo mío no hay tanta preocupación, sino gusto. Y es que a mí me encanta meterme en todo: en los videos, en la puesta en escena, en el outfit...

Ahora que la comida del Pacífico está en boga: ¿qué es lo primero que come apenas regresa al Chocó?

Mi familia sabe que a mí me encanta el queso frito: es de lo primero que como. Pero también mis vecinas me mandan comida. Y yo ni llevo pijama porque Mamá Elda —una señora que conocemos desde chiquitos— me trae. Yo me dejo consentir. También hay niños a veces que quieren tomarse una foto conmigo. Entonces, yo me río porque es chévere. Cada vez que voy trato de recordarme todo lo que fui ahí, porque uno tiene que recordar su vida y reconocer su propia alma para poder avanzar y poder con todo lo que uno vive en el día a día.