Mefistófeles, que juega al ajedrez contra Fausto en esta pintura de autor anónimo, conquistó la imaginación de Gounod para una de sus óperas. Foto: Creative Commons
13 de Febrero de 2024
Por:
Emilio Sanmiguel: emiliosan1955@gmail.com

Villanos en la ópera, al contrario de la vida real, los personajes retorcidos aportan una deseable cuota de picante. 

Benditos villanos

 

CUANDO SON DESLEALES, traidores, abyectos o sinvergüenzas, son “villanos”. Vaya a saberse cómo terminaron llamándoles de esa manera. Quizá etimológicamente eran inofensivos vecinos de las villas, y se distinguían de hidalgos y nobles. Así es el idioma: la misma palabra sirve para los capaces de cometer fechorías y actos viles. Son indispensables si hemos de aceptar que la ópera es drama —la forma menos realista del teatro, tanto así que, en lugar de hablar, los personajes cantan—. Claro, algunas obras prescinden de ellos, como La Bohème de Puccini, o Werther de Massenet, pero casi pueden contarse con los dedos de la mano. Aparecieron en escena desde la primera ópera, Dafne de Jacobo Peri (1597): cuando Apolo perseguía a la ninfa para poseerla, esta suplicó ayuda a los dioses que la transformaron en laurel, para dicha de los gourmets.

No siempre ocupan el rol antagónico, hasta pueden erguirse en protagonistas.  Cuando de ellos se trata, la inspiración invade a libretistas y compositores, que les escriben páginas memorables. Al contrario de personajes bondadosos, angustiados o atormentados, que pueden defenderse solo con el canto, los villanos no tienen escapatoria: tienen que jugarse la vida en las tablas por el doble compromiso del canto y actuación. Si lo hacen bien, se roban el favor del público y terminan ovacionados hasta el delirio a expensas de sus colegas.

EN EL BARROCO

Digamos, con mucha arbitrariedad, que la ópera barroca se desarrolló entre la mencionada Dafne y Orfeo de Gluck (1762). Durante 165 años no se escribieron cientos, sino miles de óperas con villanos de todos los pelambres. Descollan por sus méritos los protagonistas de L’incoronazione di Poppea, de Claudio Monteverdi (1642): Otón descubre que su mujer, Popea, le es infiel con Nerón, marido de Octavia. Para allanarse el camino al trono, Popea instiga para que el emperador decrete la muerte de su maestro Séneca, que prefiere el suicidio. El dios Amor baja de los cielos para salvar a Popea de un atentado, Nerón repudia a su mujer y manda ejecutar a Otón. La amante no solo es coronada y aclamada, como cualquier reina de Inglaterra, sino que los dioses, desde el Olimpo, bendicen la unión.

VILLANOS “CLÁSICOS”

En esto de fechas arbitrarias, el "clasicismo", menos prolífico, fue de 1762, quizá a 1807, cuando cuando Gaspare Spontini estrenó en París La vestal. Algunos de los villanos más infames son de esta época. En Medea, de Luigi Cherubini (1797), la hechicera envenena a la prometida de Jasón, su amante, y tras asesinar a sus propios hijos, le prende fuego al templo para desaparecer, triunfal entre las llamas. De otro calibre, Pizarro, en Fidelio Beethoven, (1805), no escatima esfuerzos para asesinar a Florestán, su prisionero; no lo logra gracias a la audacia de la esposa, Leonora, que, disfrazada de hombre, lo salva.

En la galería mozartiana se destacan el Conde de Almaviva, de Le nozze di Fígaro (1786) —un acosador de miedo— y la reina de la noche de Die Zauberflöte (1791), mentirosa, manipuladora y perversa. Pero el oro va para don Juan, de Don Giovanni (1787), libertino por excelencia, amoral e inmoral, misógino y violador, asesino, enemigo del orden social, un demonio que ni siquiera teme las fuerzas ultraterrenas a las cuales desafía ante la muerte. Pero cómo canta, qué música le escribió Mozart: sublime, aterradora, cruda, realista, tenebrosa. 

LOS DEL BEL CANTO

Este periodo, que cubrió el primer tercio del siglo XIX, puso el virtuosismo vocal al servicio de tragedias y comedias de un calibre sin precedentes, con villanos asombrosos: sultanes inescrupulosos dados al secuestro de indefensas muchachas europeas, como Mustafá, de L’italiana in Algeri de Rossini (1813), o Enrique VIII, de Anna Bolena de Donizetti (1830), que se inventa un pretexto para condenar a muerte a la segunda de sus cinco esposas. Sin embargo, lugar de honor para la protagonista de Lucrezia Borgia (1833), porque en venganza por un insulto sirve a sus invitados vino envenenado, aunque por un descuido, envenena a Gennaro, su propio hijo, quien, aterrado y solidario, se niega a beber el antídoto que esta le ofrece.

LOS DEL ROMANTICISMO

Aquí toca abrir subcapítulos. En el de la ópera alemana habría que empezar con Caspar de Der Freischûtz, de Carl Maria von Weber (1821), porque es emisario de Samiel, el demonio, y porque convence al ingenuo Max para usar balas embrujadas y acceder a la mano de Agathe. La culminación está en Richard Wagner porque la perversidad y ambición de Telramund y Ortrud, su mujer, en Lohengrin (1830), es demoniaca. Todos palidecen ante Alberich de Das Rheingold (1854), primera jornada de la tetralogía Der Ring des Nibelungenel enano, para robar el oro del Rin, maldijo el amor, esclavizó a los nibelungos, forjó un anillo que luego maldijo y desencadenó el ocaso de los dioses.

Abundan en la ópera francesa. Como no hay nada peor que Satanás, necesariamente toca citar a Roberto, duque de Normandía de Robert le diable de Meyerbeer (1831). Él sigue los consejos de Bertram, quien le propone profanar el cementerio de Santa Rosalía, pero desconoce que este, Satanás, es su padre, quien al final es derrotado y vuelve a los infiernos. Al diablo, bajo la seductora forma de Mefistófeles, lo encontramos de nuevo en Faust de Gounod (1859), donde también sale derrotado porque Margarita, moribunda, se arrepiente de sus pecados y va al cielo; Fausto también se lamenta y sale bien librado de su pacto con el diablo.

A riesgo de desatar polémicas, Carmen de Bizet (1875) es una galería de delincuentes, estafadores, contrabandistas y asesinos: por suerte, los temores hicieron que compositor y libretistas atenuaran la historia original, donde Carmen no era lo que terminó siendo: una alegoría de la libertad y posterior empoderamiento de la mujer. Era, más bien, una gitana inescrupulosa, políglota eso sí, y José, su celoso enamorado, casi un asesino en serie.

La ópera romántica italiana está dominada por Giuseppe Verdi, que le puso música a una constelación de personajes temibles. A Abigaille de Nabucco (1842) nada la detiene para acceder al poder y desde el trono abusa de él inescrupulosamente. Macbeth y su mujer, en Macbeth (1847), también por ambición, asesinan a todo aquel que se les atraviese para lograr la corona escocesa, empezando por el mismo rey. En 1853, Verdi escala otra cumbre con Azucena de Il trovatore, cuya sed de venganza no será óbice para desencadenar la muerte de Manrico, su hijo adoptivo. La princesa de Éboli en Don Carlo (1867) acusa de adulterio a Elisabetta, esposa de Felipe II, siendo ella amante del rey, para vengar su amor frustrado por el infante don Carlos.

Ahora bien, la cima, en parte gracias a Shakespeare, es Yago de Otello (1867), que probablemente no tenga parangón en toda la ópera italiana. Es el eje de la tragedia y manipula con perversidad hasta conseguir que Otello asesine a la inocente Desdémona. Verdi estaba en estado de gracia y firmó una ópera que, para muchos, sencillamente es perfecta.

Agotando espacio y paciencia, cabe una mención final a Giacomo Puccini y su Barón Scarpia de Tosca (1900), quien abusa de su poder para saciar su deseo de poseer a la gran diva de la ópera romana. Pero baja la guardia y, en un descuido, Tosca lo apuñala y se siente victoriosa de haberlo hecho. Con una salvedad: sí lo asesina, pero ella no es una villana, sino una mujer celosa enamorada, una diva. Pero esa es otra historia y, esta, apenas una selección, no una antología.