ILUSTRACIÓN: SHUTTERSTOCK
23 de Noviembre de 2022
Por:
JUAN CARLOS ECHEVERRY

Fue Ministro, Presidente de Ecopetrol, Director de Planeación Nacional y Precandidato presidencial. ¿Su mejor consejo para los jóvenes? Ahondar en ese surco de epifanías que provee la lectura constante. 

¡Lea!

*Artículo publicado originalmente en la revista impresa de julio del 2022. 

REVISTA CREDENCIAL me ha planteado una de las preguntas más gratas: ¿Qué lee y por qué? Intentaré responder esos interrogantes en los siguientes párrafos.

Uno puede oír una cantidad infinita de historias. La vida, de hecho, puede no ser más que el número de relatos que uno escuchó, saboreó, entendió, descreyó, criticó, volvió a contar, memorizó u olvidó. Cuentos que hacen que uno sea lo que es. Por ejemplo: ¿qué es una familia si no una mitología íntima que comparten 100 o 200 personas con iguales apellidos? Narraciones de abuelos y bisabuelos, episodios con padres y hermanos de los que queda un recuerdo y que, luego, uno transmite bien sea con risa o lágrimas.

Al mundo venimos a oír, vivir y contar historias. Desde el chisme del colegio hasta el chiste que uno repite; desde la anécdota que revela la personalidad de una persona específica hasta el recuerdo que describe lo que le pasó en un trabajo, y así, sucesivamente, hasta relatar la vida entera.

La lectura es eso mismo, pero en esteroides. A través de ella accedemos a más relatos, a un repertorio infinito, escrito en múltiples lenguas, por los mejores contadores de historias —o, al menos, los que se pusieron a la tarea y perfeccionaron el oficio—.

Puede bien tratarse de las narraciones que cuenta la tribu de los matemáticos para los iniciados en esa lengua. Para ellos, el relato consiste en un teorema que usa una notación accesible solo a ese círculo, y se centra en el trayecto mental de cómo nació, qué pregunta llevó a él, cómo intentaron responderla y a cuál verdad aspira. Puede fascinar hasta el desquiciamiento, y existen tribus enteras tratando de probar teoremas planteados hace dos siglos.

Asimismo, podemos atestiguar cómo sobrevivió una mujer a punta de contar historias mientras enamoraba a un rey, por espacio de mil y una noches, armada con el solo recurso de la intriga y la curiosidad por un relato más: por una noche más. Pasado ese lapso, terminaron casados, teniendo hijos y salvando al rey de su odio por las mujeres.

Eso es leer: una forma de seguir un surco con la emoción como guía. Y construimos nuestra identidad en ese surco, con base en las historias a las que les ponemos atención. Cuando uno le pregunta a un amigo qué está leyendo, realmente quiere averiguar a dónde lo ha llevado ese camino: qué de ahí le puede a uno interesar, de qué se ha perdido. Igual ocurre cuando uno averigua por una película, un pódcast, una serie de televisión, e incluso por la prensa y por las redes sociales: de nuevo, la sed del relato.

Por todo lo anterior, el mejor consejo que me han dado en la vida es una sola palabra: ¡Lea! No me dijeron que leyera algo en particular; tampoco me aclararon que en la lectura encontraría mis propios caminos, mis Holzwege, como dijo alguien en alemán: los surcos en el bosque. Por esa vía encontré muchas aficiones, y descubrí que procrastinar de una lectura con otra es un placer recóndito y secretamente fructífero.

 

No importa si se trata de novela o de divulgación científica. Todo ello, dice Echeverry, es, en últimas, narración. FOTOS: CORTESÍA

 

  • UNA PÁGINA TRAS OTRA

Las primeras narraciones que me produjeron ensoñación fueron las de la Historia Sagrada, en segundo elemental. Las contaba una monja a quien podía escuchar por horas, y quien dejaba que recostáramos la cabeza sobre los brazos en el pupitre mientras hablaba de Job, José y sus hermanos. Acerca de Moisés de bebé, abandonado por su madre, meciéndose en una canasta en el río Nilo, y teniendo la fortuna de ser encontrado por una princesa, hija del mismo rey que quería matar a todos los niños. ¿Qué puede haber más cautivador? Escuchábamos sobre el peor infortunio, seguido de un golpe de suerte indecible. Luego, venía otro revés que, a su vez, le daba paso a un anuncio Divino. Así hasta el final.

En la adolescencia, leí los cuentos profanos de Rulfo y García Márquez, que me iniciaron en el gozo por la literatura. Después, en la universidad, me cautivaron y preocuparon las disímiles historias que contaban los economistas sobre por qué a una gente le iba a bien y a otra mal. Por qué unos eran pobres y otros ricos.

Cuando uno se inicia con pasión en un tipo de relato, no lo abandona, pues entre más lee, más matices y fascinación encuentra, más se mete uno en ese bosque, a veces por caminos que no llevan a ningún lado —y de los que hay que retroceder— y, otras, por senderos que terminan en prados soleados, con pastizales gratos y amables donde tenderse a descansar.

Así llegué a leer historia, geografía, geopolítica, estadística, biografías, a los libros sobre cómo escribir y, recientemente, a las publicaciones de divulgación científica. Estas últimas, por ejemplo, narran cómo surgió la química, la genética, la geometría y la física. Son fascinantes, ya sea porque el científico tiene la virtud de contar historias o porque están escritos por periodistas que saben capturar al lector y traducir, en lenguaje llano, las cosas intrincadas y sofisticadas que piensan y hacen los científicos.

Carlo Rovelli, un físico teórico, escribió La realidad no es lo que parece, que es una lectura obligada antes de abandonar este mundo. Los botones de Napoleón, en química, de Le Couteur y Burreson, así como la historia de la geometría en La Ventana de Euclides, de Leonard Mlodinow, son iluminadores. Todos los colegiales deberían leer estos libros antes de graduarse, al igual que Armas, gérmenes y acero, de Jared Diamond, en mi criterio la mejor introducción a la economía y la historia.

 

Echeverry utiliza su espacio en 6AM Hoy por Hoy, de Caracol Radio, para recomendar un libro semanal. 

“Me preocupa que la gente no solo haya perdido el hábito de la lectura, sino también el de pensar, cosa que reemplazan por repetir. Así lo hacían los candidatos presidenciales”.

  • LOS SALVAVIDAS DEL FUTURO

Mencioné que procrastino con la lectura, y la explicación al respecto es sencilla: si para mi trabajo tengo que leer economía, un litigio o un decreto, me distraigo con historia o una novela. Y viceversa. La obligación de leer algo me concentra en leer otra cosa, y me reporta el placer sigiloso de incumplir, de ‘capar clase’.

Por eso, a mis alumnos siempre les digo que lean lo que sea. Desde una revista de novedades donde “la marquesa de Santurbán nos abre las puertas de su casa”, hasta las entrevistas de deportistas que, de hecho, considero valiosas: se trata de seres humanos que han estado sometidos, por años, a pruebas de altísimo rendimiento, así como al desafío continuo de ganar o perder; a levantarse con tesón de las derrotas, a soportar y apropiarse de dolores terribles, e incluso a no dejarse marear por las victorias. Llegado su retiro, con frecuencia escriben la síntesis de su vida, y esos relatos se quedan ahí, sin saber cuándo puedan venir a nuestro rescate.

En algún sitio leí, por ejemplo, que antes de un partido del Campeonato Mundial, le preguntaron a René Higuita, justo en el momento de pisar la gramilla: —¿Cómo se siente? — y él respondió: —Tensito, bacano.

Muchos años después, cuando entré como presidente de Ecopetrol, vendíamos a 35 dólares el barril de petróleo que nos costaba 65 dólares producir. Manejaba una empresa de 50.000 personas angustiadas por sus puestos y por el futuro. Y entonces recordé la frase de Higuita: le dije a mi gente de Ecopetrol que el que no se sintiera “tensito bacano”, no tenía la actitud necesaria para salir de esa situación crítica y volver a ser competitivos mundialmente. Eso ayudó a volcar la angustia cotidiana de todos en concertación y trabajo productivo, gracias a lo cual bajamos el costo del barril a 35 y, para entonces, el precio había subido a 55. No solo ganamos el partido con ello, sino que coronamos el campeonato y, de paso, salvamos a la empresa. Qué más demostración de que es la poesía lo que realmente transforma a la gente y de que, luego, la gente, con base en sus epifanías, transforma las cosas.

¿Qué sabemos de Jesucristo?, los cuatro evangelios. De Nietzsche, sus libros intensos y dolorosos. ¿Cómo nos enteramos del maltrato a los okies en las granjas frutales de California durante la gran depresión?, por Las uvas de la ira de John Steinbeck. ¿Cómo puede un loco, en un lugar de La Mancha, hace 500 años, hacerlo sonreír a uno y decirle cosas inolvidables?, por la poesía. ¿Cómo podía a los 18 años conmover a una compañera de la universidad que quería conquistar?, con Salinas, Bécquer o Neruda.

De igual manera, ¿cómo debatir acerca de qué hacer en Colombia o en América Latina? Toca leer a Friedrich Hayek, John M. Keynes, Robert Gordon, Jared Diamond y Adam Smith, y, de los locales, a Vargas Llosa, Nicolás Gómez Dávila, Carlos Rangel y Moisés Naím, y biografías de exministros de Hacienda, entre otros. Se debe comparar con aquello que funcionó en Asia o en Europa, y todo ello se logra únicamente si uno lee. Y mucho.

De hecho, lo que paga nuestras cuentas cada mes —la matrícula del colegio de los hijos, el agua, la luz, el teléfono y las vacaciones— es la biblioteca que mi esposa y yo no paramos de ampliar y horadar. Ella puede embarcarse en libros de 6.000 páginas, como Mi Lucha, de Karl Ove Knausgaard (se lo regalé, pero a mí me pudo, hasta hoy al menos). Lo que hablo en la radio por la mañana, las clases que dicto, los análisis por los que cobro, las conferencias, los puestos de ministro de Hacienda, Planeación Nacional o Ecopetrol: todo ello ha sido resultado de los libros que he leído, procesado e intentado comprender.

Inclusive de aquellos que aún no acabo de entender y con los que sigo luchando. Todo lo he sacado de los libros, y en especial de las ideas que se me ocurren cuando los ojos se levantan de la página y se elevan en alguna reflexión. Así accede uno al mejor regalo que puede dar la lectura: a la epifanía. Literalmente, a “ver la luz”. Los escolios, como los llamaba el bogotano Gómez Dávila.

Por eso me sorprenden los jóvenes que no leen y se preguntan por qué no les va bien en su desempeño profesional. Durante la campaña presidencial de 2021-2022, un periodista me preguntó acerca de qué tenía para decirle a los jóvenes de Colombia. Se sorprendió cuando respondí: —Que lean. —¿Eso es lo mejor que se le ocurre? —me dijo asombrado—. Claro. —repliqué— ¿Qué quiere que les diga?, ¿que no lean?

Mientras tanto, otros candidatos les pro- metían plata desde los 18 hasta los 30 años. Para mí, eso equivalía a corromper a los jóvenes, convertirlos en mantenidos del Estado y comprometer su autonomía. Odiaría a quien le dijera a mi hijo, a sus 18 años, que va a recibir por parte del Estado un millón de pesos al mes. Todos los resortes de la inventiva, la intuición para resolver problemas, los acicates de la dificultad, el apremio que nos pone en alerta y nos hace buscar y crear oportunidades, se adormecerían para toda la juventud colombiana. Aparte de que no hay plata para eso, equivaldría a un suicidio espiritual y colectivo. En lugar de eso, yo les digo lo que ha funcionado para mí desde que tengo 15 años: ¡Lean!

 

  • ESCOGER NUESTRAS PEDAGOGÍAS

A propósito, me preocupa que la gente no solo haya perdido el hábito de la lectura, sino también el de pensar, cosa que reemplazan por repetir. Así lo hacían, como loros, los candidatos presidenciales en campaña: pocos pensaban, pero repetían mantras “de algún economista difunto”, como decía J. M. Keynes. O peor: de algún economista vivo.

El mundo puede ser “información”, pero hay una fuerza poderosísima de entropía a raíz de que nos volvimos una especie de periódico personal transmitido por las redes sociales: el material visual y de lectura explotó exponencialmente. El único método que conozco para contrarrestarlo es desarrollar el gusto y el olfato: filtros para saber qué no leer y qué no ver; qué huele a podrido y qué vomitar después de engullido.

Imagine este problema en las cabezas de mi hija, de 11 años, y de mis hijos, de 14 y 16. Cuando les digo que lean, ya vienen “preleídos” y “previstos” con mucha basura de las redes sociales. Lo digo sin caer en el argumento de que todo es malo en ese universo. No quiero exagerar el peligro, pues la mente humana es muy poderosa y sabrá encontrar la cura. Pero me enfoco en las pedagogías que aceptamos hoy. Todo es pedagogía: cada uno de nosotros es fruto de varias o muchas de ellas. Son una especie de ADN del espíritu.

Hoy se han pervertido las pedagogías. O quizá siempre lo han estado y la historia humana es la lucha de pedagogías por prevalecer. En la medida en que las envilezcamos, nos empobrecemos, nos hacemos menos agudos y profundos, y a la vez presas fáciles de malos pedagogos. Nos convertimos en peores personas, dejamos corromper espiritualmente a nuestro entorno, y descendemos a círculos sucesivos del infierno.

Eso está pasando por toda América Latina. Un continente que parece empeñado en la irrelevancia. Leer bien, con olfato seleccionador, buscando epifanías para refinar nuestro pensamiento, es el antídoto, la vacuna contra malas pedagogías. Una vacuna de la que se necesita un refuerzo diario.