Fotografía | Gustavo Martínez
30 de Mayo de 2018
Por:
Fernando Gómez Garzón

García Márquez lo bautizó libroviejero por el hermoso oficio de encontrarles amantes furtivos a libros viejos, que adora como fetiches. 

Álvaro Castillo: “Los libros buscan su momento para encontrarnos”

Nació en Bucaramanga, pero ha pasado toda la vida en Bogotá. Estudió Literatura en la Universidad Javeriana, pero no se graduó, quizás porque mucho antes de tener que elegir estudios superiores ya un oficio lo había escogido a él: el de librero. Más especializado aún: librero de viejos, que consiste básicamente en comprar y vender usados, ediciones que nunca se reimprimirán, joyas literarias por el año de su publicación, por la escasez de ejemplares, o simplemente por raras.

 

Para vencer la timidez, Álvaro Castillo se refugió en los libros desde niño, y fue construyendo con ellos una manera de ser para enfrentar el mundo. Esa manera de ser, para su dicha, es también su profesión. Tanta fue la fama alrededor de su gestión para conseguir lo inconseguible entre los aficionados a la lectura y los coleccionistas, que, sin buscarlo, se convirtió en “datero” anónimo de Gabriel García Márquez. Eligio García, hermano de Gabriel, le había hecho saber que había un librero por ahí que no solo tenía una memoria prodigiosa sino que lo que ignoraba, sospechaba dónde conseguirlo. De hecho, por intermediación de Eligio, García Márquez le pidió la biografía Fidel, un retrato crítico, de Tad Szulc, que quería regalarle a Fidel Castro. Como el libro no se conseguía, Castillo sacó el único ejemplar que tenía en su biblioteca y se lo envió. Más tarde, García Márquez le encargó, de nuevo por intermediación de Eligio, la primera edición de ¿Arde París?, de Dominque Lapierre y Larry Collins, porque era la única edición que conservaba mapas. En adelante, cuando se veía varado en sus pesquisas literarias o históricas, García Márquez solo decía, sin conocer a su cómplice: “Llamen al librovejero”. Finalmente el librero y el escritor se conocieron en La Habana y de ese encuentro nació una amistad que perduró hasta la muerte del Nobel.

 

Castillo lleva más cerca de veinte años dedicado a los usados en San Librario, su tienda de viejos que administra en Bogotá, en un apretado local al pie de la avenida Caracas. El negocio no es sino la consecuencia de un antiquísimo amor correspondido con los libros, que, desde que tiene uso de razón, se le aparecen como si fueran obra del destino.

 

¿Cuál fue la primera lectura por placer?

Siempre he leído por placer. Los libros fueron desde el principio un refugio contra la timidez enfermiza de la que padecía, y que sigo padeciendo de manera disimulada. En los libros encontraba una vía de escape y de regocijo. De las lecturas que no he hecho por placer sino por obligación, no guardo recuerdo. Las primeras lecturas por placer son: Corazón, de Edmundo de Amicis; Las mil y una noches, en versión para niños; Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain, y tres libros de Julio Verne: De la tierra a la luna, Viaje al centro de la tierra y Miguel Strogoff. Los libros de mi infancia son esos. Como no tenía muchos libros, los releía todo el tiempo y para mí eran infinitos. No tener muchos libros me permitió descubrir el gran placer de releer. Porque encontraba que los libros cada vez eran diferentes porque yo era diferente.

 

¿Y cuándo empezó a buscar libros?

Desde muy niño. Me la pasaba mirando libros, aunque no pudiera comprar ninguno. Pero hacía listas mentales de lo que quería leer. Por esa misma época, en los ochenta, con mis amigos del colegio iba a la calle 19, entre séptima y décima, donde estaban las casetas de libros y de discos usados. En aquel momento conseguir discos de algunos grupos, si uno no iba a la 19, no había manera de conseguirlos. Íbamos a comprar discos, y yo también compraba libros, porque eran más baratos y porque no necesariamente los encontraba en librerías. A mí me pasaba que yo me enamoraba de un autor o de un tema, por ejemplo Rudyard Kipling, y quería leer todos sus libros. Iba a la librería de nuevo y encontraba cuatro o cinco. Iba al mercado del usado y encontraba 10 o 15. Así empecé a comprar libros usados.

 

¿Qué autores le gustaban?

Hay un hecho que divide mi vida en dos: leer Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, cuando yo tenía 12 años. Con ese libro descubrí que el mundo era gigantesco, que había cantidades de cosas que me llamaban la atención y que había cantidades de autores que podían gustarme porque le gustaban a Neruda. Entonces una de las formas que encontré para entrar a la literatura fueron los poetas o narradores que nombraba Neruda. Ese libro fue mi bitácora en lugares, paisajes, personajes, compromisos. Todo salió de ahí. Cuando tenía 12 años y leí a Neruda, comencé a leer a los autores que él nombraba. A esa edad yo ya estaba buscando libros de Federico García Lorca, de Miguel Hernández, por Neruda. Y empecé a comprar ese tipo de libros. Y, por ende, comencé a comprar todos los libros de Neruda o a intentar comprarlos todos. Ahí nació otra cosa que hace parte de mi vida, que es la bibliofilia. 

 

¿Pero ya era consciente de que ya era un bibliófilo?

No, por supuesto. No tenía forma de saber que todos esos libros que venía comprando eran primeras ediciones. No tenía ni idea. Las compraba porque eran más baratas, o porque eran los libros que encontraba. Muchas veces para mí ha sido más fácil encontrar una primera edición que el libro nuevo. En esa época iba también a las librerías Panamericana, que eran con mostrador. Si uno se hacía amigo del librero, lo dejaban entrar y descubría la virtud maravillosa, en esa época, de que no actualizaban precios. Entonces uno encontraba libros arrumados con el precio de cuando habían llegado. Encontraba libros de mil pesos o de quinientos pesos. Cuando empecé a estudiar con atención por mi cuenta ciertos temas, leía bibliografías. Y al leer las bibliografías y confrontar las referencias bibliográficas con los libros, me di cuenta de que eran primeras ediciones. 

 

¿Por qué, si estudió en una universidad, se considera autodidacta?

Porque me he dedicado a estudiar solo lo que me interesa y eso no necesariamente coincide con lo que estudié en la universidad. La universidad me brindó muchas cosas. Lo más importante fue una novia y aprenderme a relacionar con tranquilidad con las mujeres. También algunos autores que me hicieron leer profesores que recuerdo con mucho cariño. Gracias a Jaime García Mafla, descubrí a Rainer María Rilke. Gracias a Rodrigo Argüello, leí Tristam Shandy, de Laurence Stern; gracias a Felipe Prieto, leí a George Steiner. No es que la universidad no me hubiera enseñado nada, sino que lo que a mí me interesa lo aprendí por mi cuenta. 

 

¿Cuáles son los temas que le interesan?

De los autores que me llaman la atención, quiero saberlo todo, no solo de su obra sino también de su vida y de su tiempo. Me interesa mucho la literatura latinoamericana y colombiana de la segunda mitad del siglo XX en adelante. Y cuando hablo de la literatura, incluyo los fenómenos históricos, políticos y culturales de ese tiempo, que parece muy reducido pero es gigantesco. Para mí es una aventura comprar: un libro lleva a otro y este último a otro, y así.

 

¿Cuándo se convirtieron los libros en un fetiche?

Eso ocurrió cuando tenía unos 18 años, cuando me di cuenta que ciertos libros que había comprado, en el caso de Neruda, eran importantes. Y, como objetos, me parecieron bonitos. Porque los libros para mí, fuera de ser, como diría Foucault, una caja de herramientas y un objeto para transmitir conocimiento, son objetos bonitos. Generalmente las primeras ediciones son más bonitas que las reimpresiones. Qué hacemos, es así. Así sean de un papel más humilde, así tengan una carátula más modesta, resumen algo que es del tiempo. Y el paso del tiempo es algo que me apasiona y me interesa muchísimo. A los 18 años me interesé, entonces, en encontrar las primeras ediciones de los libros que a mí me interesaba leer. Pero nunca por el valor económico.

 

¿Y simplemente empezó a buscarlos?

Empecé a buscarlos sin buscarlos. Un amigo mío, que ya murió, Armando Orozco, tituló un libro de poesía Radar del azar. Para mí la cosa es simple y compleja al mismo tiempo: yo sé que quisiera encontrar ese libro en la primera edición. Pero no me la paso buscando la primera edición de ese libro, sino que yo me la paso con mis sentidos abiertos y permeables y dispuestos a encontrarla. Puede que la encuentre o puede que no. Estoy buscándola sin buscarla, estoy esperándola. El radar del azar lo pone a uno en situación. Y lo va encaminando hacia allá.

 

Como en Rayuela: anda sin buscarlos pero anda para encontrarlos.

Exactamente. Oliveira y La maga. Es eso.

 

¿Y en qué momento se vuelve un tipo intermediario entre lectores y libros?

El 30 de noviembre de 1988 empecé a trabajar en librerías gracias a la oportunidad que me dio Gloria Moreno, esposa de Germán Castro Caycedo, en una librería que tenían ellos que se llamaba Enviado Especial. Yo quería ser librero, aunque no sabía qué quería decir ser librero. Cuando empecé a trabajar, lo más complicado era la timidez. Yo estaba en segundo semestre de universidad, tenía 19 años. Y aparte de aprender a vencer la timidez, me tocaba aprender cómo esperaban ser atendidos los clientes de esa librería. Todo esto yo lo puedo teorizar ahora, pero en ese instante no era así: qué es lo que la gente espera de mí y yo voy a intentar cumplir con lo que la gente espera de mí en ese lugar. Los clientes fueron descubriendo que la persona que los atendía sabía algo de libros y no les iba a meter el dedo en la boca para vender cualquier libro. Así se fueron generando unas relaciones de simpatía con mucha gente. Poco a poco me di cuenta de que todo lo que hacía en la vida estaba al servicio del librero que yo soy. Al estar todo en función del librero que yo quiero ser, vivo en función de eso. Lo que aprendo, lo que leo, las películas que veo, todo se relaciona. 

 

¿O sea que fue autodidacta en el negocio de comprar y vender libros?

Se supone que iba a trabajar de librero treinta días, por vacaciones. Y los treinta días se han convertido en treinta años. Yo quería ser una persona que vendía libros, pero no sabía qué era el oficio. Y el oficio me esperó y me fue convirtiendo en el librero que yo habría querido encontrarme.

 

¿Y cómo terminó siendo intermediario entre los libros y la gente que los buscaba?

Por el boca a boca. Porque para mí buscar libros es como respirar. Llegaban a la librería en busca de libros que por algún motivo no se encontraban y yo los conseguía. La gente comenzó a decir que yo podía ayudar a conseguir libros y así empezó todo, como un favor, no como un negocio. Cuando Enviado Especial se acabó, en 1995, en ese mismo local se abrió una librería que se llamó Norma Ramos Libros. Me volvieron a contratar y les propuse una sección de libros usados y el servicio de consecución de libros. Ahí pude hacerlo más intensiva y extensivamente. Eso fue hace 23 años. Cuando dejé de trabajar en Norma Ramos en 1998, nos juntamos con tres amigos más y creamos San Librario.

 

A propósito Un librero, el libro de relatos que acaba de publicar, ¿cómo procede usted para comprar esos libros? ¿Hay gente que lo llama a ofrecerle su biblioteca?

En el mercado del libro del usado, a veces lo llaman a uno de casas en las que por algún motivo hay gente que necesita desprenderse de la biblioteca. Entonces voy y escojo lo que creo que se pueda vender en la librería.

 

¿Es gente a la que no le interesan los libros?

No necesariamente. Los motivos para desprenderse de una biblioteca son múltiples, desde necesidades económicas, hasta traslados de país o de ciudad, pasando por decepciones amorosas y separaciones.

 

¿Le cuentan la historia de los libros que le van a vender?

Cuando son personas que han amado la lectura y los libros, se establecen unos encuentros muy bonitos que a veces son un poco dramáticos porque esas personas le están entregando al otro parte de su vida. Hacer una biblioteca es construir la vida. Los libros hacen parte de determinados momentos de nuestra existencia: uno puede acordarse de cuándo lo compró, quién se lo regaló, en qué circunstancias lo leyó. Y al entregar o vender a otra persona, uno no solo está entregando el objeto sino parte de su autobiografía. Y uno es el heredero de eso. Muchas veces cuando a uno le cuentan algo relacionado con el libro que nos entrega, surge la necesidad de que uno lo sepa y lo transmita. Pasa que alguien me compra un libro y yo le digo: mire, ese libro pertenecía a esta persona, y esa persona lo compró en Alemania porque tal cosa. De alguna forma se establece esa continuidad. Puede que ya no se  recuerde el nombre del propietario, pero sí las circunstancias, y eso va permaneciendo, se va volviendo como la pátina de tiempo que va adornando a los libros usados. Ese es el encanto. Cuando uno compra un usado, no solo está comprando un objeto sino también tiempo transcurrido, que es el que ha permanecido en las manos de sus antiguos poseedores. Es un tiempo que se le añade a uno. Y uno comienza a ser dueño del tiempo propio y del tiempo del otro.

 

¿Ha encontrado libros en situaciones insólitas?

Me pasa muchas veces, pero hay un encuentro con un libro que es muy significativo. En la búsqueda de todos los libros de Neruda en primeras ediciones, uno de los libros que en la bibliografía me faltaba en esa época, 1992, era uno que salió en el 55 que se llama Viajes, un libro de conferencias de Neruda, publicado por la editorial Nascimento que solo salió dos veces. En ese año fui por primera vez a Chile y estaba buscando encontrarme con ciertos libros. Cuando iba a alguna librería, preguntaba por Viajes y en ninguna parte estaba. Siempre he creído que mi oficio se facilita si yo veo el libro. Es más fácil buscar desde la carátula, porque así la forma de reconocernos va a ser más fácil.  

 

Estaba buscando Viajes y quería saber cómo era. Yo sabía que Neruda había donado a la Universidad de Chile, en 1954, su biblioteca personal y allí, después de una serie de casualidades, me lo mostraron. Ya lo tenía en mi memoria visual. Seguí mi viaje. Fui a Argentina y llegué hasta Brasil. Cuando venía de vuelta, un día antes de regresar a Colombia, me reencontré con un español y una brasileña que me había encontrado en un hostal de Buenos Aires. Había ido hacía unos días a Isla Negra y esa primera visita, que la llevaba esperando toda la vida, había sido un desastre porque la guía tenía afán o estaba de mal genio y fue una visita rapidísima y aburridísima. Salí frustrado con ese encuentro mítico con Isla Negra. Lo más bonito de esa visita fue que, al salir, llegué a una plazoleta, un cruce de cuatro caminos y pregunté dónde podía almorzar y me dijeron que donde la tía Chana. Era una campesina que cocinaba empanadas y que había sido cocinera de Neruda. Entones almorcé empanadas en su cocina, mientras me contaba anécdotas de Neruda. Cuando me reencontré con el español y la brasileña, me dijeron que querían ir a Isla Negra. Yo me fui con ellos a sabiendas de que me había ido mal. Ese día el sol estaba espléndido, con el cielo sin una nube. Llegamos a Isla Negra y esta vez la visita fue larguísima, bonita y entrañable. Salimos. Yo estaba muy emocionado. Ellos también. Les propuse almorzar donde la tía Chana. Llegamos a ese cruce de caminos y a mí se me olvidó por cuál de esos cuatro caminos tocaba coger para llegar allá. Ese día en la plazoleta había artesanos vendiendo pulseras y aretes. Me encantan las pulseras, me puse a mirar las pulseras mientras me acordaba de cuál era el camino y vi de repente un libro y, detrás de ese libro, otro libro. Y entonces yo me dije: Detrás está Viajes. Y era: la primera edición de Viajes, con el celofán, perfecta. Le pregunté al artesano cuándo valía: 20 dólares. Y no los tenía en el momento, porque me iba al otro día. Pucha: encuentro el bendito libro y no tengo dinero. Y el español me dijo: “no te preocupes, yo te los presto”. El español se llamaba Pablo. En ese momento recordé dónde era la tía Chana y nos fuimos a almorzar donde la tía Chana. Esa historia reúne todos los elementos de visualización, azar, de magia, de Neruda. 

 

O sea que los libros lo buscan a uno.

Los libros buscan su dueño. Ese libro estaba esperando el momento preciso para llegar a mí.

 

¿Qué consejos le da usted a la gente para empezar a construir su propia relación con los libros?

El consejo que yo le doy a cualquier persona es que lea única y exclusivamente lo que quiere leer, lo que le gusta o lo que le llama la atención. Que parta de su gusto, o de una recomendación de alguien afín que conozca su gusto. Y, si al primer impulso que ocurra entre un libro y él y tiene el dinero, lo compre sin pensarlo. El encuentro con un libro, con una obra de arte, con una canción, con un ser humano, es una cosa de afinidad, de magia y de amor a primera vista. Puede que resulte malísimo, pero fue parte del gusto de tenerlo entre las manos. Después eso se va transformando en algo que, retomando un libro de Rafael Rojas, se llama “arte de la espera”. Uno espera a ver qué lo llama, qué lo motiva, qué libro le hace señas. Lo importante es estar dispuesto a ver o a escuchar las señas.

 

¿O sea que usted también ha comprado libros malos dejándose llevar por esa sensación?

Sí, claro. García Márquez decía que empezó leyendo poesía mala. Pero a partir de la poesía mala que uno lee, llega a la poesía buena. Uno puede empezar leyendo a Campoamor o a Gaspar Núñez de Arce. Y después pasa uno a Gustavo Adolfo Bécquer, y después llega a Lorca, a Rafael Hernández o a Rafael Alberti. Y así sucesivamente. Va uno afinando el gusto. Y así uno emprende el camino, a través del gustico.

 

*Publicado en la edición de abril de 2018.