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24 de Mayo de 2024
Por:
Emilio Sanmiguel: emiliosan1955@gmail.com

En 1824, Beethoven la estrenó en Viena. Y al hacerlo, marcó un antes y un después en la historia de la música. 

La novena sinfonía cumple 200 años

 

“LA OPORTUNIDAD de cantar en el estreno de Novena no la iba a perder. Mi voz era de bajo, pero yo no era miembro de la Coral Bach. Olav Roots me permitió incorporarme desde los últimos ensayos”. Así recordó Manuel Drezner para Revista Credencial el estreno de la Sinfonía n.o 9 en re menor Op. 125, de Ludwig van Beethoven, en Bogotá, la noche del 29 de noviembre de 1957, en el Teatro Colón. En sus palabras queda implícito que esa fue una noche histórica para la música en Colombia.

 

Al frente de la orquesta, la hoy desaparecida Sinfónica de Colombia, estuvo Olav Roots (1910 - 1974), el director estonio que cinco años antes había asumido su liderazgo en calidad de titular, para protagonizar uno de los capítulos más memorables de la música en el país.

Roots, consciente de que Bogotá necesitaba un aparato coral de primera categoría que permitiera la interpretación de grandes obras que, hasta ese momento, no habían formado parte del repertorio, también se puso al frente de la dirección de la Sociedad Coral Bach, fundada por la pianista Elvira Restrepo de Durana. Con la Novena se celebraron los cinco años de la creación de la orquesta como para marcar un punto de inflexión: la Sinfónica escalaba la mayoría de edad.

Mercedes Pardo de Caro, en ese momento secretaria de la coral, cantaba en el grupo de sopranos y recuerda que Carmiña Gallo —luego, la primera soprano de Colombia— cantó también esa noche. El cuarteto solista lo conformaron: la soprano ecuatoriana Gina Lotufo y la contralto colombiana Emilia Arciniegas Price, el tenor colombiano Vicente Calero y el bajo Gerardo Sáenz Montes. Mercedes y Manuel recuerdan que al escenario llegó una ovación atronadora. Teresa Morales de Gómez, exdirectora del Museo de Arte Colonial, el musicólogo Jorge Arias  de Greiff y la pianista Helvia Mendoza rememoran esa como una noche inolvi- dable. En el Colón no cabía un alfiler; las únicas localidades vacías eran las del palco presidencial: eran los años de la dictadura.

Tampoco cupo un alfiler hace 200 años en el estreno vienés. Nadie quiso perderse semejante acontecimiento, todo el mundo estaba al tanto de que Beethoven estrenaría una nueva sinfonía, una que demandaba una orquesta mucho más numerosa que lo habitual y que estaría coronada por la intervención de los solistas, un coro monumental y el compositor en el podio. Como en Bogotá, la única localidad vacía era el palco imperial, pese a que Beethoven, poco dado a esas audacias, se tomó el trabajo de invitar personalmente a “sus majestades”. Ni siquiera el archiduque Rodolfo, su alumno y dedicatario del número más significativo de sus composiciones, apareció en el teatro, corroborando lo que el compositor había dicho un par de veces: que era un pelmazo.

Beethoven accedió hacer el estreno en Viena un poco a regañadientes, porque su música no estaba de moda en la capital del imperio, que vivía una especie de frenesí musical por las óperas de Rossini. Habría preferido hacerlo en Londres, porque el encargo de su nueva sinfonía provino de la Sociedad Filarmónica de esa ciudad, aunque sus problemas de salud no hacían viable ese viaje. O en Berlín, la capital prusiana, hecho que explicaría que dedicase su obra maestra, no al emperador austríaco, sino a Federico Guillermo III de Prusia.

Es de sobra conocida la anécdota de que, al final de la interpretación, por su sordera, no se percató de la ovación, así que fue la contralto de la noche la encargada de tomarle del hombro para que viera el triunfo de su sinfonía. Menos conocido es el hecho de que, cuando se hicieron las cuentas y descubrió que sus ganancias habían sido peor que magras, su ánimo se agrió más que de costumbre.

 

"Los vieneses de su tiempo no lograban saber si el compositor era un genio o un loco". 

Semanas más tarde se repitió el concierto, también en Viena, pero no hubo público ni para llenar la mitad del aforo y mucho menos unas buenas ganancias; uno de sus invitados a cenar esa noche sugirió “recortar” la sinfonía para hacerla más accesible al gran público y los gritos de su cólera se oyeron a varias cuadras de distancia. Semanas antes, durante los ensayos, la soprano le suplicó modificar algunos pasajes de su parte: “Eres un tirano de la voz”, argumentó, pero Beethoven le advirtió que no cambiaría una sola nota.

No se trató de un capricho. Si bien es cierto que la composición —o mejor, trasladar la música de su mente al papel pautado— fue asunto de un par de años, la Novena es el producto de una reflexión de más de 30 años. Cuando leyó por primera vez en 1792, el texto de la Oda a la alegría de Friedrich Schiller (1759 – 1805), quedó deslumbrado. Lo adoró porque creía ciegamente en el pensamiento del autor. Tomó la decisión de ponerlo en música, pero el texto mismo y la figura de Schiller lo intimidaban. La génesis de la Novena es larga y compleja, y va muchísimo más allá de la anécdota de tratarse de un experimento sinfónico al incluir solistas y coro en el movimiento final, cosa que ya había meditado en 1808, cuando compuso su Sinfonía pastoral.

La Novena establece un antes y un después, tanto desde lo estrictamente musical como desde la profundidad de los contenidos. En ella, el compositor reflexiona sobre sí mismo y plantea una declaración y un manifiesto universal que no ha perdido vigencia 200 años después de su estreno —que el lanzamiento en Bogotá haya ocurrido 133 años tarde no tendría que sorprender—.

Los vieneses de su tiempo no lograban saber a ciencia cierta si el más famoso de sus compositores, que no era vienés, era un genio o un loco. La inmensa mayoría pensaba que su música era imposible y, durante todo el siglo XIX y principios del XX, oír la Novena era más una rareza que algo habitual.

Ahora, sería lícito pensar que Olav Roots, un estonio que vivió los horro res de la guerra, haya resuelto dirigir en Bogotá ese monumento a la concordia en plenos años de la dictadura. Algo audaz. Beethoven también desafió en su momento al temible Metternich.