La batalla de Marignano (1515) inspiró a Clément Janequin para componer una obra precursora en el tema.
La batalla de Marignano (1515) inspiró a Clément Janequin para componer una obra precursora en el tema.
5 de Marzo de 2024
Por:
Emilio Sanmiguel: emiliosan1955@gmail.com

La guerra también ha sido musa. Al fin y al cabo, lleva al límite las emociones de la especie humana. 

Belicosidades en do mayor

 

LA GUERRA SE CUENTA entre los peores inventos de la humanidad. Por eso, su asociación con la música, que pretende suscitar emoción como experiencia estética, resulta, por lo menos, desconcertante. Desde la antigüedad, los guerreros acompañaban con bandas semejantes faenas. Do mayor es la tonalidad que más se asocia con ese fenómeno que, en segundos, regresa la humanidad a la caverna.

 

 

Pero una cosa es acompañar la guerra con música y otra, hacer del belicismo un tema de inspiración. Eso se remonta al Renacimiento, a finales del siglo XVI, cuando a Clément Janequin se le ocurrió escribir, en 1515, La Bataille, para celebrar la victoria de los franceses sobre los suizos en la batalla de Marignano. Janequin se sirvió de su ingenio para pintar el horror con el ruido de los cañones, el clamor de las trompetas y el lamento de los caídos en la llanura lombarda.

Sin pretenderlo, aunque había antecedentes, inventó un género que los italianos denominaron Battaglia y alcanzó su máxima popularidad durante el Renacimiento y el Barroco, en dos vertientes: la vocal y la instrumental. En esta última hizo grandes aportes con la técnica col legno, donde
el sonido en las cuerdas no nace del roce de las crines del arco, sino del golpeteo de la varilla de este sobre ellas, un sonido inquietante; también con estrepitosas fanfarrias de los metales, campanas en triunfo y el órgano como metáfora de la paz.

 

La lista de obras y compositores podría ser infinita: el belga Matthias Hermann Werrecore (1500 – 1574), en 1725, escribió La Battaglia di Pavia; en Venecia, Giovanni Gabrieli (1557 – 1612) hizo lo propio con Aria della Battaglia, y su tío Andrea (1533 – 1585) con Battaglia à 8 per strumenti da fiato.

De escalar la cumbre se encargó Claudio Monteverdi (1567 – 1643) con Il combattimento di Tancredi e Clorinda, de 1624, un madrigal de tinte melodramático que relata un episodio de La Jerusalén liberada, de Torcuato Tasso, durante la primera cruzada. Tancredo de Hauteville, un personaje histórico, se enamora de la musulmana Clorinda, que es de ficción; el destino lo obliga a enfrentarse a ella vestida de guerrero y la mata. La magistral partitura trajo la división de las cuerdas en cuatro grupos, el primer uso importante del pizzicato —que indica soltar los arcosy pellizcar las cuerdas con los dedos— y el tremolo —que exige repetir insistente y rápidamente una nota, algo tan audaz que los músicos se negaban a ejecutarlo—.

EL CONCIERTO, EN SÍ, UNA BATALLA

Los compositores del Barroco, en particular Antonio Vivaldi (1678 – 1741), legaron esa maravilla que se llama “concierto para solista y orquesta”. Vivaldi, asombrosamente prolífico, los escribió por centenares. Si bien la palabra sugiere el acuerdo entre los músicos, etimológicamente deriva de concertare, que es combatir o batallar: eso es un concierto, una guerra a muerte entre el solista y la orquesta, entre David y Goliat, un instrumento indefenso que enfrenta a un monstruo para, al final, vencer. Johann Sebastian Bach (1785 – 1750) admiró a Vivaldi y fue más allá, cuando ascendió al clave “de instrumento acompañante a protagonista”, abriendo la puerta por la que, décadas después, desfilaron los pianistas, como herederos naturales de los clavicembalistas.

 

UNA MISA BÉLICA

Franz Joseph Haydn (1732 – 1809) debe haber sido uno de los compositores menos conflictivos y uno de los más geniales. Componía con envidiable facilidad y en buena medida inventó la sinfonía y el cuarteto de cuerdas, que de las formas musicales es la menos belicosa. Escribió en agosto de 1796 su Missa in tempore belli (Misa en tiempo de guerra) cuando se movilizaba el ejército austriaco contra los franceses. En ella se destaca el uso dramático de los timbales y a lo largo de la partitura hay tantas inestabilidades musicales que resulta evidente que acataba
la orden del Gobierno: “Ningún austriaco debe hablar de paz hasta que se haya rechazado al enemigo o puesto de regreso a sus fronteras”. Hacer música guerrera con el texto de la misa es faena de romanos, 
pero Haydn lo consigue en medio de una atmósfera aparentemente alegre.

 

Así imaginó el artista Alexandre-Évariste Fragonard la batalla de Marignano. A la izquierda, una versión atribuida a Maître à la Ratière. Foto: Creative Commons

BEETHOVEN BATALLANTE

Si Haydn era pacífico, Ludwig van Beethoven (1770 – 1827) era belicoso y buscapleitos. Su obra es una batalla existencial contra el orden establecido. No sería descabellado afirmar que si pudiera borrar una composición, esa sería La Victoria de Wellington, op. 91, de 1813, que escribió por encargo, bastante bien pago, para celebrar la victoria del Duque de Wellington sobre José Bonaparte en la batalla de Vitoria, en España.

Como suele ocurrir con obras menores, al momento del estreno vienés, con 100 músicos en escena, el éxito fue estruendoso, como estruendosa es la música. No todos se mostraron complacientes, Corina da Fonseca-Wollheim dijo que “se trataba de un asalto acústico y el inicio de una carrera armamentista musical demasiado fuerte”. Otro manifestó: “Estaba compuesta para que el oyente quedara tan sordo como el compositor”. Con el paso del tiempo, la percusión se enriqueció con el añadido de salvas de cañón, que desde luego llevan a los oyentes al paroxismo. Beethoven no era tonto. La calificó como “una estupidez” y no le faltó razón.

LA 1812 DE TCHAIKOVSY

La premisa belicista de La victoria de Wellington, más o menos, fue la misma de la Obertura 1812, op. 49 de Piotr Ilich Tchaikovsky (1840 – 1893), de 1880: la derrota napoleónica en Rusia. El encargo vino del zar Alejandro II para conmemorar esa victoria, una humillación histórica para el ejército francés que, diezmado, supo lo que era morder el polvo de la derrota.

Como Beethoven, Tchaikovsky escribió para una orquesta monumental con el añadido de las 16 salvas de cañón y fue decididamente descriptivo; recurrió a La marsellesa para ilustrar la llegada de los franceses a la incendiada Moscú y el himno Dios salve al zar, para la victoria. Es probable que en el triunfo de la 1812 juegue un papel decisivo el talento de Tchaikovsky como orquestador, uno de los mejores de toda la historia.

Es capaz de someter por completo la gigantesca orquesta, incluidas las salvas de cañón, que deben funcionar con precisión cronométrica, aunque en la práctica eso no es posible en las salas de concierto, sino a campo abierto.

OTRAS GUERRERAS

Las óperas de Giuseppe Verdi (1813 – 1901), salvo un par de excepciones, son un catálogo de guerras y batallas. Una se titula La Battaglia di Legnano; Aída se trata de la guerra entre etíopes y egipcios, y en La forza del destino la gitana Preziosilla se planta ante el público para proclamar: “¡Viva la guerra!”

Una de las páginas más logradas de Sergei Prokofiev (1891 – 1953) es la Batalla en el hielo de Alexander Nevsky. Y el británico Benjamin Britten (1913 – 1976) escribió tal vez la última gran composición de este incompleto recorrido con su Réquiem de guerra, de 1962. Porque la beligerancia hoy en día prescinde de la banda de guerra.