03 de diciembre del 2024
Fotografía | Gustavo Martínez
16 de Enero de 2018
Por:
Redacción Credencial

La novelista colombiana habla sobre Tiempo muerto, el asfixiante clima entre el que se va desvaneciendo un matrimonio, que constituye su más reciente trabajo.

“He descubierto que me interesan muy poco las tramas de los libros”: Margarita García Robayo

Uno nunca sabe si ya están separados o están a punto de hacerlo; si es tan solo una crisis pasajera o los síntomas de la debacle. Lucía y Pablo, los protagonistas de la más reciente novela de Margarita García Robayo, viven ese tiempo muerto en el que nadie es capaz de decidir para dónde coger y, mientras lo resuelven, solo atinan a dejarse roer por la vida. En el medio de los dos están los niños, los hijos que tanto buscaron y los que ahora han puesto una barrera entre ambos.

 

Tarde o temprano, los matrimonios se enfrentan a sus propios tiempos muertos, de los cuales salen redimidos o irremediablemente condenados. La novela es, sobre todo, la composición de ese clima, ese momento de suspensión que precede a algo que nadie quiere nombrar y que, por eso mismo, siempre aplaza.

 

 

Da la sensación de que esta novela no es ni siquiera la narración de una historia, sino el clima de un tiempo muerto que no tiene garantía de que va a solucionarse. ¿Fue deliberado?

Sí, absolutamente. Esta novela es quizás la única en la que me planteé que lo más importante era el clima que iba a generar, lo que emotivamente pudiera generar el texto, y no tanto el argumento. El argumento no me importaba nada, era una excusa para hablar de lo que quería hablar: el paso del tiempo en los vínculos afectivos, la maternidad, la paternidad, la construcción súper conflictiva de la identidad y de la pertenencia, que es algo que orbita en todos mis libros pero que también busco como lectora. De unos años para acá he descubierto que me interesan muy poco las tramas de los libros. Las termino olvidando. En cambio, me quedo más con lo que los libros pueden transmitirme a nivel emotivo, con la potencia de una frase, una imagen que un autor es capaz de transmitirte con las palabras.

 

 

¿De dónde partió la idea de la novela sobre ese par de personajes desencantados?

Suelen decirme que los personajes míos son fatalistas, pesimistas y tristes. Es cierto que me interesa mirar esas fisuras, esos quiebres de la vida, momentos que no son del todo armónicos ni felices, como separaciones, enfermedades. Tiene que ver con que a mí me parece que en esos momentos, en circunstancias extremas, brota algo de la condición humana que es muy esencial: alguien te puede demostrar realmente cómo es en una circunstancia extrema.

 

Con el paso del tiempo he ido afinando la mirada sobre el entorno para encontrar imágenes que sugieran algo, de las que pueda partir una historia. Eso me sirve para armarme ideas sobre el mundo. A medida que voy escribiendo, yo misma me las voy explicando. No lo tengo resuelto de entrada. Empiezo a escribir como en esa búsqueda: qué pienso sobre el paso del tiempo en los vínculos afectivos. Qué le pasa a la gente cuando lleva mucho tiempo junta. Y llego, por ejemplo, a que las construcciones familiares, los matrimonios, son construcciones muy problemáticas de entrada, forzadas. Sé de lo que quiero hablar pero no sé exactamente lo que quiero decir. Es una indagación constante mientras estoy escribiendo. Cuando llego a algo que es un cierre, trato de darle una forma. Para mí eso es escribir: toda la parte de redondear, de corregir, de sacar mucho. Yo soy fanática del formato de la novela corta. Me fascina como lectora y como escritora. Pero nunca me sale eso de entrada. De entrada me sale una cosa enorme, vomitiva. Lo que trato de hacer siempre, el trabajo en el que más invierto y el que más me esfuerza, es tratar de dejar lo esencial.

 

¿O sea que escribir es quitar?

Escribir es quitar, exactamente.

 

En la novela, los hijos son muy importantes, están siempre cuestionando a sus propios padres. Y los padres los usan para cuestionarse a sí mismos.

Era otro de los temas neurálgicos: la maternidad y la paternidad. Soy mamá y mí me cuesta trabajo hablar de lo bueno de ser mamá porque es tan irracional que uno no puede explicarlo. Mientras que toda la parte ‘mala’, digamos, la tenemos muy identificada y es fácil racionalizarla. Sabemos que los hijos nos cercenan, nos cortan la libertad. Me interesaba indagar todo esto en cierto tipo de clase: una clase media latinoamericana educada, intelectualizada, progresista, que accede a becas en Estados Unidos, como tantos colombianos, y ya se sienten que son de una casta superior. Y que tienden a atravesar incluso las discusiones más domésticas con un discurso ideológico muy fuerte. Eso hace que la maternidad de Lucía sea una cosa confusa, incómoda. Lucía se enfrenta a una contradicción muy grande: haber sido madre después de tanto esfuerzo en el laboratorio, después de un deseo muy profundo; y luego no saber qué hacer con eso.

 

Uno puede pensar frente a este conflicto que los hombres eligen mientras que las mujeres se sacrifican. ¿Qué piensa?

La novela da vueltas sobre algo todavía muy nuevo que no hemos procesado: esta especie de empoderamiento de las mujeres de decir “‘este es mi cuerpo y hago lo que quiero”’ y el padre que, casi, está excluido. Lucía lo necesito a él para que hiciera su aporte en el tubo de ensayo y después hizo su experiencia suya: sus hijos eran sus hijos, ella fue la que eligió los nombres, etcétera. Eso muy propio de estas mujeres. Me incluyo un poco en este tipo de aproximaciones a la maternidad. Se le ha dado como tanta vuelta a la cosa, que el hombre es casi una pieza accesoria. Su relación con sus hijos es residual. Ella se apropia de todo lo demás. Ya no acepta que es solo el recipiente para hacer los hijos de él. Al contrario: ella lo trata como “‘tú pones un poco de ti para que yo pueda tener mis hijos”’. Después él, Pablo, percibe que ella no se ve del todo frustrada ni del todo satisfecha nunca, y no sabe exactamente para qué ha tenido los hijos.

 

Suele pasar en las relaciones de pareja. Y eso se nota en el libro. Cuando ya han exprimido la vida en pareja, se preguntan: ¿Y ahora qué hacemos? Pues tengamos hijos.

Por eso creo que todo esto del matrimonio y la familia son conceptos muy anacrónicos que uno vive reproduciendo. Me sorprende que los gaiys quieran casarse, porque fueron ellos los que reivindicaron, desde un lugar marginal, “"yo no necesito que nadie me autorice a dormir con quien quiero”". ¿Por qué ahora necesitan tan fuertemente que el Eestado les diga que pueden dormir juntos y compartir su dinero? En el jardín de mis hijos tengo varias familias gaiys amigas que son hiperconservadoras. Uno se volvió del otro lado. El matrimonio es una estructura anacrónica y lo que lo sostiene es un acto de fe. Y creer es muy difícil, sobre todo en esas clases, porque implica luchar todos los días con cosas que hacen tambalear tus convicciones. Mientras que no creer es fácil porque estamos acostumbrados a no creer en nada. Creer es un esfuerzo.

 

¿Entonces el amor es abnegación?

El amor es fe, creerse capaz de sostener algo porque sabes que hay una recompensa que tiene que ver con un bien superior. Cuesta mucho verlo. Pasan los días y uno dice “pero no veo la luz”, sobre todo cuando los niños están pequeños. Para aferrarse a creer que está bueno, hay que tener razones muy claras de por qué está bueno. Si no las tienes, estás perdido. Olvídate, es mejor estar solo. Tienes que aferrarte a creer, porque la práctica  te muestra todos los días que es mejor estar solo.

 

 

*Publicado en la edición impresa de diciembre de 2017.