¿Tiene Haití alguna esperanza?
EMILE DURKHEIM, considerado uno de los padres de la sociología moderna, acuñó el término “anomía” para describir la inexistencia de un orden o la incapacidad de configurar una estructura social que garantice a los individuos las condiciones necesarias para la satisfacción de los propósitos colectivos. Este concepto se ajusta perfectamente para describir no solo los hechos recientes en Haití, sino casi que toda su historia, marcada por intentos fallidos orientados a establecer acuerdos sociales mínimos que permitan la marcha de una sociedad funcional.
Entre las razones que explican esta penosa situación se pueden contar las secuelas de una historia colonial y la injerencia sucesiva de las potencias que pesan como un lastre, los conflictos políticos internos ahora alimentados por la multiplicidad de bandas criminales que operan en pequeños feudos fracturando todo el territorio, y el desatendido drama humano marcado por la pobreza, el hambre y la desigualdad. Todos estos factores se han entrelazado y forman un nudo complejo de desafíos para el pueblo haitiano. Sin embargo, lo que una vez parecía ser un estado de crisis constante ha alcanzado nuevas connotaciones, hundiendo a Haití en una desesperanza que amenaza con condenarla a una oscuridad perenne.
Este caso, ya de por sí dramático, en esta América que ha adoptado la tragedia por costumbre, resulta particularmente preocupante en la medida en que la posibilidad de construir un proyecto nacional es cada vez más remota. De alguna forma, parece que el país estuviera destinado a desafiar la lógica de la viabilidad a toda costa, mientras se mantiene sumido en un laberinto de problemáticas económicas, políticas y sociales de hondo calado. Por todo esto, la pregunta de qué se requiere para que el amanecer finalmente llegue a esta tierra martirizada aún sigue sin respuesta. Y se mantiene vigente ahora, cuando el líder más buscado de las pandillas, Jimmy Chérizier, ofrece sin pudor sendas conferencias de prensa, como hace más de 50 años, cuando el pueblo haitiano estaba bajo el yugo dictatorial de François Duvalier.
La solución más evidente a este interrogante parece ser el desarrollo de un sistema institucional sólido y eficiente. No obstante, esta aparentemente simple respuesta resulta, sin duda, insuficiente. En Haití se han ido agotando, una a una, las fórmulas para hacer viable un proyecto nacional. Esto ha incluido la participación de agencias de cooperación internacional, la presencia de organizaciones humanitarias de asistencia, el establecimiento de misiones de las Naciones Unidas y el acompañamiento internacional para la puesta en marcha de procesos democráticos. Todos estos intentos han sucumbido frente a sucesivos golpes de Estado y al reciente magnicidio del presidente Jovenel Moïse, que tuvo lugar justo antes de que un brutal terremoto exacerbara aún más la crisis política y social.
Es como si el destino estuviera empeñado en castigar al país más pobre de la región. Dado que el establecimiento de un Estado eficaz no puede lograrse de manera inmediata, en particular en una nación habituada a la corrupción, la inseguridad, la desigualdad y la falta de recursos, entre muchos otros problemas, resulta imperativo abordar la crisis con un enfoque multidimensional que se aparte de la receta sistemáticamente fracasada de instalar instituciones formales —no reales— que colapsan ante el más simple de los desafíos. En este sentido, cualquier iniciativa des- tinada a establecer incluso el más básico de los órdenes sociales debe ser diseñada considerando la importancia de crear condiciones que fomenten la legitimidad y centrándose en atender las demandas redistributivas de la población. Estas acciones deben abordar de manera integral la desigualdad sistémica y la injusticia que han afectado a la nación durante generaciones.
En este contexto, la situación en Haití no solo representa un desafío para su misma sociedad, sino también un reflejo sombrío de los fracasos más amplios de la comunidad internacional para responder, de forma efectiva, a las necesidades de muchas naciones en desarrollo. Las cicatrices de la historia colonial y la presencia extranjera no han terminado de sanarse, y por esta razón la posible creación de una nueva misión internacional para el restablecimiento del orden provoca más dudas que certidumbre con respecto a su éxito. Esto no quiere decir que la acción internacional directa deba descartarse como opción, sino que plantea la necesidad de que la orientación de su accionar se concentre en dos aspectos fun- damentales: primero, en asegurar la infraestructura vital como aeropuertos, hospitales, centrales de energía y centros de suministro de combustibles; y segundo, en generar un ambiente de confianza entre la población
y las fuerzas de intervención internacional. Este último punto es fundamental y se logra a partir de obtener resultados tangibles de forma expedita, aunque su alcance no derive en la pacificación inmediata del país. En la medida en que los logros se vayan concretando de la mano de la presencia de fuerzas internacionales, estas podrán ser reconocidas como legítimas, algo que resulta determinante en este contexto, en especial, dados los antecedentes no tan gratos que involucran a algunos miembros de las misiones anteriores de Naciones Unidas con escándalos de violencia sexual y la introducción del cólera en el país. Todo esto pone de relieve la importancia que tiene un cambio en el enfoque de la acción de las organizaciones internacionales, en particular de la ONU, y paralelamente, lo urgente que resulta lograr el compromiso político y económico con el que deben responder las potencias históricamente responsables de la inestabilidad de Haití.
La situación no solo representa un desafío para Haití, sino también un reflejo sombrío de los fracasos más amplios de la comunidad internacional.
Dos elementos adicionales pueden ser considerados y, eventualmente, marcar la diferencia en la isla en esta ocasión. Por un lado, esta coyuntura puede ser la oportunidad para lograr un mayor nivel de compromiso (político y financiero) por parte del éxodo haitiano distribuido en países como Estados Unidos, Canadá, Francia, España y República Dominicana. Y por otro lado, resulta esencial adoptar un enfoque práctico con respecto a las pandillas y sus líderes, pues la reconstrucción nacional no podrá materializarse enfrentando de forma directa a unas organizaciones empoderadas, con capacidad económica y conocimiento del terreno. Las opciones para tratar con las pandillas deberán estar abiertas y deben contemplar alternativas que pueden ir desde el ofrecimiento de amnistías e indultos, hasta la incorporación de algunos de sus representantes al proceso político.
Esta nueva crisis haitiana, aunque desgarradora por su magnitud, también puede ser percibida como una oportunidad crucial, un punto de inflexión para el renacimiento de esta nación, aprovechando, además, el nivel de atención global que ha despertado. Sin embargo, la materia- lización de esta posibilidad está intrínsecamente vinculada a una combinación de factores interrelacionados. Requiere el compromiso decidido de la comunidad internacional, el respaldo activo de la diáspora haitiana, así como una finan- ciación sostenible para la reconstrucción del país. Solo a través de esta sinergia de esfuerzos y recursos diversos, Haití podrá salir de ese ocaso perpetuo en el que ha estado sumida, a pesar de ostentar el título de primera república negra del mundo.
*Profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana.