03 de noviembre del 2024
Los reyes de España junto con su hija Leonor, Princesa de Asturias. Esta última acapara la atención de relevo generacional, tema predilecto en el cubrimiento a la monarquía. Foto: Shutterstock
Los reyes de España junto con su hija Leonor, Princesa de Asturias. Esta última acapara la atención de relevo generacional, tema predilecto en el cubrimiento a la monarquía. Foto: Shutterstock
27 de Febrero de 2024
Por:
Fernando Cepeda Ulloa. Diplomático y exembajador de Colombia en varias naciones, incluido el Reino Unido.

Nunca escampa en el departamento de escádalos reales. Sin embargo, para el autor de esta reflexión, reyes, reinas y sus familias tienen un rol en la construcción de identidad, unidad y prosperidad para las naciones a las que pertenecen. 

¿Sirven las monarquías?

LA CLASIFICACIÓN de las diversas formas o tipos de gobierno es tan vieja como la vida política. Y, por supuesto, ha sido un tema de reflexión por parte de los principales filósofos políticos en toda las épocas. Platón y Aristóteles se ocuparon del asunto y, desde entonces, la clasificación que ellos establecieron es la que sirve de punto de referencia para nuevos pensamientos sobre el tema. Recordemos, porque es como un ritual, la que nos dejó Platón: el gobierno de uno, el gobierno de unos pocos y el gobierno de muchos.

En términos conceptuales, se trata de la monarquía, la aristocracia y la democracia. Y sus correspondientes formas impuras son la tiranía, la oligarquía y la oclocracia. Esta taxonomía ha perseverado a lo largo de los siglos. El tema ha dado para muchas especulaciones y nuevas clasificaciones, más sofisticadas. En nuestro tiempo, aunque parezca sorprendente, Occidente tiene el mayor número de diferentes tipos de monarquías y estas no son extrañas en África o en Asia. Ya no hay en América Latina.

México y Brasil en algún momento contaron con monarcas. Por su parte, Canadá y algunas islas del Caribe forman parte de la comunidad de naciones de la Gran Bretaña. La pregunta fundamental es: ¿cuál es la ventaja que un régimen monárquico ofrece para el gobierno de una nación? La respuesta es diferente en cada caso. Algunas tan consolidadas como la del Reino Unido (Inglaterra o Gran Bretaña) suponen un símbolo histórico de unidad y de orgullo nacional. Y, muy importante, un formidable factor de estabilidad institucional. Se trata, precisamente, de una monarquía constitucional, es decir, una en la cual el monarca no gobierna pero sí reina.

Otro papel significativo que cumple la monarquía es el de preservar la majestad del Estado. De ahí tanta pompa y circunstancia, tanta parafernalia, tantas reliquias históricas en las costumbres, en los títulos, en los oficios, en las maneras. En muchas democracias se ha perdido esa altura y por ello se ha pagado un precio muy alto. Desde la antigüedad hasta la revolución francesa, los monarcas gozaban de un derecho divino: todo poder provenía de Dios. Esa sublevación puso al pueblo como intermediario de ese poder y de allí la teoría de la soberanía popular. Pero aun después de ese proceso, en Francia, la majestad del Estado democrático —la que rodea al presidente, a sus ministros, al congreso, a los jueces, gobernadores y alcaldes— es casi equivalente a la de una monarquía. Despreciar este concepto es un error mayúsculo.

Estas breves consideraciones históricas ayudan a entender lo que ocurre con las monarquías existentes. Buena parte de ellas tienen que coexistir con las autoridades elegidas democráticamente. Y el poder reside en las instituciones y personas que el pueblo ha elegido. El papel del monarca es ceremonial, protocolario y, como vimos, de defensor y protector de la unidad y la majestad del Estado. En algunos casos, de la propia religión.

Que las monarquías resultan muy costosas, dicen algunos. Quizás una de las más caras es la del Reino Unido. No tanto la de España. Y supongo que lo mismo ocurre con la de los países del norte de Europa. Lo que no se suele valorar es lo que la monarquía significa para la gobernabilidad de una sociedad, su estabilidad, su unidad y su orgullo nacional. En nuestro tiempo, no se puede negar que hay una explotación turística de estas instituciones. Y no sé si alguien, en algún país, haya calculado lo anterior en términos monetarios.

A manera de anécdota, relato mi experiencia personal cuando presenté credenciales como embajador de Colombia ante la reina Isabel II. Fui testigo y protagonista de todo el ceremonial que rodea este trámite, muy sencillo en otros países. 

"El libro del periodista Peñafiel sobre la reina de España me produjo un enorme desagrado". 

Y recuerdo que nos desplazamos en un coche real acompañado de jinetes muy bien y tradicionalmente vestidos, junto con el jefe de protocolo, con todas sus condecoraciones. Cuando recorríamos la breve distancia entre la residencia de Colombia y el Palacio Real, él me preguntó si quería que el vehículo hiciera su trayecto en forma descubierta. No supe qué responder y entonces añadió: “Uno de sus antecesores, Jaime García Parra, prefirió el coche descubierto y resolvió ir saludando a la gente, que se inquietaba curiosamente por saber quién iba en ese coche real”. Y me explicó: “Señor embajador, es que nosotros utilizamos esta ceremonia de presentación de credenciales como un evento para satisfacer la curiosidad de los miles de turistas y por eso la hacemos coincidir con el cambio de guardia en el palacio”.

Buena parte de la vida de la familia real es un espectáculo para el mundo, cosa que le confiere prestigio a la monarquía y a su país. Se convierte en un objeto de admiración único para los turistas que no quieren perderse este tipo de ceremonias, por demás, muy frecuentes en el Reino Unido: que la coronación de un nuevo rey, que el funeral de un miembro de la familia real, que un matrimonio, que el nacimiento de un descendiente de uno de los príncipes o del monarca, que la presencia de uno de ellos en una ceremonia de cualquier orden... Esos factores son importantes en la vida diaria de este país y estimarlos en dinero sería un ejercicio complejo: la monarquía le otorga un toque de magia a la vida política que no tiene precio.

Históricamente, las familias reales no han sido modelo de comportamiento virtuoso. Con frecuencia digo que no hay que confundir un matrimonio real con un matrimonio angelical. Son tan humanos como todos nosotros, así alguna vez los hubieran identificado con los dioses. Y ahora que masivamente se han presentado documentales o películas que muestran cómo es el diario vivir de esos grupos familiares, no todo el mundo considera que sería fabuloso llevar ese tipo de cotidianidad. Una llena de reglas, de restricciones, de jerarquías y limitaciones. Su libertad está recortada: pagan un precio muy alto por pertenecer a la monarquía. Y con las nuevas tecnologías, con los paparazis que persiguen a sus miembros a corta distancia y en la lejanía, el derecho a una vida íntima, a una vida privada, prácticamente desaparece y cualquier desplazamiento se convierte en una verdadera tortura, en una pesadilla. Lo vivimos todos con la princesa Diana y lo hemos vuelto a vivir con la situación de la esposa del príncipe Harry. Es terrible: es un castigo que no se le desea a nadie. Solamente esa limitación sería razón suficiente para no envidiarlos.

El contenido de la serie de Netflix sobre la corona británica me dejó un gran sinsabor. Me parece injusta en muchos casos, exagerada, y no se salva sino la reina Isabel II. Por su parte, el reciente libro del periodista Peñafiel sobre la reina Letizia de España me produjo un enorme desagrado. Escribí sobre el mismo sin ganas. Hubiera preferido no hacerlo. Siempre consideré que la decisión del príncipe Felipe de casarse con una mujer de origen muy humilde y que, por supuesto, no había recibido una educación para formar parte de una familia real había sido un acto muy corajudo y arriesgado. Que la reina no haya estado a la altura de una dignidad tan alta —insisto, para la cual no fue educada— era previsible, máxime si, como cuenta el periodista, ella, siendo presentadora de televisión y en el cuchitril donde vivía en un barrio pobre en Madrid, le narró al príncipe Felipe lo que había sido su tormentosa vida amorosa.

La vida íntima de una familia real o de una familia presidencial —recordemos el caso de Clinton—, debería ser respetada, así sea escandalosa, mientras no afecte los intereses de una monarquía o de una República. Recuerdo la frase de uno de los clásicos, con respecto a la esposa del emperador: ella debe ser casta, impecable, apropiada, y debe aparentar serlo así. Un debate complejo, matizado por diversas percepciones moralistas, pero en el cual deben ser preservadas la respetabilidad, credibilidad y confianza de la máxima autoridad del Estado.