Fotografías AFP
4 de Febrero de 2013
Por:

Ahora, cuando acaban de salir la autobiografía de Cohen y un nuevo disco de Dylan, de nuevo el mundo se pregunta quién es mejor entre estos dos inmensos cantantes, poetas y narradores, que, dicen por ahí, jamás se han caído muy bien.

Por Jacobo Celnik

Leonard Cohen vs. Bob Dylan: Batalla de juglares

Leonard Cohen

Creció en un hogar judío de la Montreal de habla inglesa. Su padre dirigía una empresa que confeccionaba ropa de calidad, de ahí su amorpor los trajes. Sus antepasados construyeron sinagogas, colegios y entidades dedicadas a la filantropía judía. La escritura llegó a su vida al cumplir nueve años, justo cuando tuvo que soportar la pérdida de su padre. Este suceso lo hizo madurar más rápido de lo normal. La calle Sainte-Catherine fue el escenario donde vio a marineros, turistas y prostitutas. Calles llena de una lujuria a la que anhelaba llegar pronto. 

Estas experiencias quedaron plasmadas en sus primeros escritos, donde todavía se notaba una inocencia normal para su edad. Luego llegó la poesía de García Lorca: “Mis vellos se erizaron, sus versos iluminaban un paisaje por el que sólo yo transitaba. Quería responder a aquellos poemas. Cada poema que nos afecta es como una llamada que necesita respuesta, queremos responder con nuestra propia historia”, dice Cohen en su autobiografía Soy tu hombre, de Sylvie Simmons (Lumen, 2012). 

El universo literario que construyó Cohen a partir de 1956 con la publicación de Let Us Compare Mythologies giró en torno a las mujeres, la depresión, la religión, el nazismo, el humor negro, el whisky y el sexo. Cohen legitimó la melancolía como forma de vida, como puente que nos permite atravesar la oscuridad del ser humano. En 1967, tras viajes por Inglaterra, Grecia y Cuba, se instaló en la Nueva York de Andy Warhol, donde Janis Joplin y Joni Mitchell se rindieron a sus pies. Nico, de Velvet Undergroud, lo rechazó. Ese año, Albert Hammond, el mismo que llevó a Dylan a Columbia, se fijó en él como cantautor. 

Desde su debut musical con Songs of Leonard Cohen (1967), nos ha dejado en la memoria doce álbumes en estudio, algunos magistrales como Old Ideas (2012), The Future (1992), Death of a Ladies' Man (1979) y Various Positions (1984), el disco que la CBS rechazó argumentando: “Leonard, sabemos que usted es grande, pero no sabemos si es el disco es bueno”. Allí, además de incluir ‘Hallelujah’ (su canción más conocida después de ‘Suzanne’), y ‘Take This Waltz’, está ‘Dance Me to the End of Love’, el tema que junto a ‘I'm Your Man’ ha conquistado a más mujeres que todos los discos de Dylan juntos. 

También son doce libros publicados, varios de ellos traducidos al español por Visor. Su producción musical es menor a la de Dylan, pero es más intensa y profunda. Cayó en las garras de otra religión por cuenta de un descalabro financiero, pero jamás renunció a su fe judía, la misma que salvó a su hijo Adam de morir. España le debe mucho a él y él a esta tierra. El Premio Príncipe de Asturias de 2011 sitúa a Cohen al mismo nivel de Paul Auster, Amos Oz, Philip Roth y Arthur Miller. Un músico abierto y transparente que ha sabido envejecer modernamente.

Bob Dylan

Su vida ha girado en torno a los enigmas. Tal vez porque aún no hemos entendido que una cosa es Robert Allen Zimmerman, su nombre de pila, y otra, Bob Dylan. Hijo de un hogar judío de Duluth, Minnesota, su infancia fue menos ostentosaque la de Cohen. Abe, su padre, era hijo de inmigrantes de Europa Oriental, fue lustrador de zapatos, repartidor de periódico y músico. Acá no había trajes de lujo, ni casas glamurosas. 

Al terminar la secundaria hizo un año en la Universidad de Minneapolis y escapó hacia Nueva York, al igual que Cohen, en busca de un ‘yo’. Ya lo había dicho Antoine de Saint-Exupéry en Vuelo a arrás: “Vivir es ir naciendo despacio”. Eso es lo que hizo Dylan cuando llegó a la Gran Manzana, también a redescubrir el legado de cantantes como Woody Guthrie, Peggy Seeger, Josh White y Ricky Nelson. En noviembre de 1962, gracias a Albert Hammond, lanzó su disco debut. Nadie lo entendería hasta el siguiente año con The Freewheelin' Bob Dylan. Lo veían como un vocero de los derechos civiles, de la igualdad de género, de las libertades individuales, era un juglar dispuesto a contar historias alegres o de amor, o tragedias que podían alterar el estatus quo de su país. Su canción ‘Blowin' in the Wind’ era vista como himno. Pero él no quería ser vocero de nadie. 

Siempre fue un visionario, y con el tema ‘Like a Rolling Stone’, de 1965, cambió el rumbo del rock. Atrás quedó el sencillo de tres minutos con estribillos pegadizos que engrandeció a The Beatles. Fue el comienzo de un camino para romper barreras. El año pasado lanzó Tempest, su disco número treinta y cinco en estudio (veintitrés más que Cohen). Lo poco de su vida privada está codificado en trabajos como Blood on the Tracks (1975) y Desire (1976), donde da cuenta de su separación de Sara, la madre de sus hijos. A diferencia de Cohen, renunció al judaísmo a finales de los 70 y se convirtió al cristianismo. Le cantó a Jesús y besó a Juan Pablo II. A David Gates, de Newsweek, le dijo que la mayor parte del tiempo no sabe quién es. “Me despierto y soy otra persona, ni siquiera me importa”. 

¿Quién es Dylan? “Yo mismo”, le respondió a un reportero de Los Ángeles Herald en 1988. No es el prototipo de artista que nutrirá con contenidos banales a la prensa, ni salvará el mundo, ni cambiará nuestras vidas. Las facetas de su personalidad se explican en la imperante necesidad de evitar ser categorizado. Lo dice en sus crónicas: “La definición destruye”. 

Con él nos entendemos cuando sentimos la profundidad de su música. Sus letras mantienen viva la esencia del poeta que desnuda su alma sin tapujos, ese poeta que morirá en el escenario, sin recibir un premio literario, aunque suene eternamente para el Nobel de Literatura. No hay mucho que entender; hay mucho por leer y escuchar. Ahí encontraremos al verdadero Dylan.