Arriba: Elogio del horizonte, del asturiano Eduardo Chillida. Abajo: Maíz, de Édgar Negret. Foto: Creative Commons
Arriba: Elogio del horizonte, del asturiano Eduardo Chillida. Abajo: Maíz, de Édgar Negret. Foto: Creative Commons
16 de Mayo de 2024
Por:
Emilio Sanmiguel: emiliosan1955@gmail.com

En la música ocurre como en la escultura: aquello que es objeto de favoritismo no es, necesariamente, lo mejor. Y con frecuencia, lo mejor no es lo más popular. 

¿Un artista es, también, su público?

 

EL ECO DEL CENTENARIO del nacimiento de Eduardo Chillida (1924 – 2002) saltó el Atlántico y retumbó en Latinoamérica. Gran escultor el vasco que, por una lesión, abandonó la cancha de fútbol para iniciarse en el arte. Hasta nos mandaron decir desde la península, el 10 de enero, que se trataba “de uno de los artistas más universales e influyentes del siglo XX”. No se trata de controvertir. Ni de falsos nacionalismos. Pero como el arte es de todos, flotó en el aire la duda de si Chillida sería, en realidad, más grande que sus contemporáneos Edgar Negret (Popayán, 1920 – Bogotá, 2012) o Eduardo Ramírez Villamizar (Pamplona, 1922 – Bogotá, 2004).

Que cada quien piense lo que quiera o crea, porque no hay verdades absolutas y “si al arte se lo encasilla, se inquieta”. Lo cierto es que ni el centenario de Negret, ni el de Ramírez Villamizar, retumbaron en la península. Parodiando a los romanos: “Hispania locuta, causa finita”. España ha hablado, el caso está cerrado. Así son las cosas.

En materia artística, si la última palabra no viene de Europa, procede de Nueva York.

Puse el tema sobre el tapete —local, desde luego—, y nuestros compatriotas salieron favorecidos entre los nacionales, con una salvedad: “Conocí la casa de Chillida y el museo que alrededor de ella se erigió”, recordó alguien. “Un artista es también su público y los nuestros no han contado con el que merecían. ¡En eso son mejores los españoles!”.

En materia musical, las cosas se radicalizan, pues ya ni la misma Nueva York manda la parada. Los compositores americanos, los de la bien o mal llamada “música clásica”, tal parece, resultan ser, cuando mucho, una curiosidad. Algo inevitable. De los de Estados Unidos, parece, solo George Gershwin (1898 – 1937) y un poco Aaron Copland (1900 – 1990) atraen la atención; John Cage (1912 – 1992) es ejemplo de la modernidad, y un genio de la talla de Charles Ives (1874 – 1954) apenas se incluye en la constelación de los grandes.

Del río Grande hasta la Antártida, poco o casi nada. Con suerte Carlos Chávez (1899 - 1978), de México, y Heitor Villa-Lobos (1887 - 1959), de Brasil. De ser verdad el aforismo de que “un artista es también su público”, vale la pena meterse en “camisa de once varas”. Pues si por acá llueve, por Europa no escampa. Y los que tienen el favor de las mayorías son europeos y con reparos.

LOS POPULARES

Seguramente, a la cabeza de los grandes maestros en popularidad debe estar Ludwig van Beethoven (1770 – 1827) con tres de sus composiciones: la Quinta Sinfonía, Op. 67, cuyo tema reconoce cualquiera, melómano o no; la aparentemente inofensiva Para Elisa, WoO 59, pieza magistral del “suspenso” pianístico, y en tercer lugar, la Oda a la alegría, cuarto movimiento de la Novena sinfonía, Op. 125 —no así con los otros tres movimientos—. Bueno, de pronto el Adagio de la Sonata Claro de luna. Pero no siempre fue así: en tiempos del compositor, la favorita fue el Septeto, Op. 20, cosa que le fastidiaba sobremanera; sus contemporáneos pensaban que muchas de sus creaciones eran ‘ininterpretables’.

Wolfgang Amadeus Mozart (1756 – 1791) es casi eso que hoy en día llamarían una “marca”. El favor de las mayorías seguramente se iría por los primeros movimentos de la Pequeña serenata, K. 525, del de la Sinfonía 40, K. 550 y el del Concierto 21, K. 467 —que hasta ha servido  para promocionar jabones—. En menor grado, un par de fragmentos del inconcluso Requiem, K. 626 y el aria de La reina de la noche de La flauta mágica, de la que hasta se han servido un par de ídolos del rock.

Es probable que cada día en este planeta, no una, sino varias veces, se toque la Marcha nupcial de El sueño de una noche de verano, Op. 61 de Felix Mendelssohn- Bartholdy (1809 – 1847) durante los matrimonios. También, que durante la ceremonia nupcial se oigan, casi siempre mal cantadas, el Ave Maria de Franz Schubert (1797 – 1828) o la de Charles Gounod (1818 – 1893) sobre un Preludio de Johann Sebastian Bach (1685 – 1750).

Georg Friedrich Händel (1685 – 1759) la ‘saca del estadio’ con el Aleluya de su oratorio Mesías, y no se queda atrás Antonio Vivaldi (1678 – 1741) por obra y gracia de Las cuatro estaciones.

El quizás más famoso de los compositores nacionalistas, Antonín Dvořák (1841 – 1904) tiene su cuarto de hora con el movimiento final de la Sinfonía n.o 9, Del nuevo mundo, que ha servido de ‘tema’ para el cine y series de televisión.

Pero, con la salvedad de Beethoven, quienes mandan la parada en la materia son Giuseppe Verdi (1813 – 1901) y Giacomo Puccini (1858 – 1924). Entre los hits de Verdi están el Brindis de La traviata, el Coro de los martillos de El trovador, la Marcha triunfal de Aída, el Coro de los esclavos de Nabucco y, por supuesto, La donna è mobile de Rigoletto. Muchas de las arias de las óperas de Puccini están en la cresta de la ola, pero desde el Mundial Italia del 90, Nessun dorma de Turandot es de irritante popularidad.

Injusto dejar por fuera Una furtiva lágrima de Elíxir de amor de Gaetano Guitarra, del santandereano Eduardo Ramírez Villamizar.

Donizetti (1797 – 1848), la Marcha nupcial de Lohengrin de Richard Wagner (1813 – 1883) y la Danza de las horas de La Gioconda de Amilcare Ponchielli (1834 – 1886). En conciertos para piano, el de Piotr Ilich Tchaikovsky (1840 – 1893).

 

Guitarra, del santandereano Eduardo Ramírez Villamizar. 

Hasta aquí una incompleta antología de los favores del público.

GRANDES SIN SUERTE

La historia de la música no se podría dar el lujo de prescindir de compositores de la talla, por ejemplo, de Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525 – 1594), Claudio Monteverdi (1567 – 1643) o Georg Philipp Telemann (1681 – 1767). O los mismísimos Johann Sebastian Bach o Franz Joseph Haydn (1732 – 1809); el primero, el más grande compositor de todos los tiempos, y el segundo, padre de la sinfonía y del cuarteto de cuerdas: casi el que se inventó el clasicismo, que perfeccionó Mozart. Su grandeza musical es pasada por alto por las mayorías.

UNA ANALOGÍA...

De regreso al principio: Edgar Negret, llevado a términos musicales, por su virtuosismo podría ser comparado con Niccolò Paganini o con Franz Liszt, nadie pondría en duda su dominio intelectual sobre la materia. Ramírez Villamizar, en su rigor constructivista, permitiría evocar a Haydn o Bach, recordando sí que de su amor por la música dejó testimonio escultórico con un Homenaje a Vivaldi, unas fabulosas Guitarras y hasta una Catedral para oír a Bach, pero esa es otra historia. A la final de este asunto, probablemente, la permanencia de la obra de arte no dependa del público, sino del tiempo. Toca esperar.