El ron es el destilado de caña más popular en todo el trópico americano, pero nomás en Colombia hay otros tantos, como el viche, el ñeque y la tapetusa. Foto: Shutterstock
El ron es el destilado de caña más popular en todo el trópico americano, pero nomás en Colombia hay otros tantos, como el viche, el ñeque y la tapetusa. Foto: Shutterstock
3 de Mayo de 2024
Por:
Diego Montoya Chica. IG: @chinocarajooo

¿Por qué México, Guatemala o Venezuela se dan a conocer en el mundo mediante sus destilados de calidad, mientras que nosotros, teniendo la posibilidad, no lo hacemos en igual medida?

En busca de los rones perdidos de Colombia

UNA BEBIDA DESTILADA no es únicamente una serie de químicos en forma líquida que, tras la ingesta abundante, embriaga a los seres humanos. Es mucho más que eso: sus dimensiones de aroma y sabor —lo organoléptico, que llaman— describen a la sociedad que la gestó, pues cada trago carga con un pedacito de su historia, su cultura, su ecosistema y hasta su realidad climática.

 

Hay razones puntuales, rastreables en una larguísima línea de tiempo, por las que existe la categoría codiciada del whisky ahumado. Cuando no había de otra, se quemaba turba —un combustible fósil joven y abundante en el paisaje escocés— para secar la cebada; en el proceso, el grano se impregnaba de los aromas del humo en una práctica que aún conservan algunas destilerías. En México, el uso del agave para hacer bebidas tiene antecedentes precolombinos; de hecho, en náhuatl, “mezcal” significa “agave cocido al horno”. Por su parte, el coñac es un destilado de uva: es comprensible entonces que exista en la tradición francesa. Y tampoco es gratuito que el sake se elabore en Japón a base de arroz.

 

Así, de escala en escala, llegamos al Caribe. En los países del trópico americano sobra la caña de azúcar desde que la trajeron los europeos a América en el siglo XVI. Originaria del sudeste asiático, la planta provee jugos azucarados de fácil extracción. Y se dio tan bien en este rincón del mundo que la región se convirtió en exportadora, ya no solo de azúcar, sino también de ron, elaborado con las mieles de esta especie. El destilado resultante se usó, incluso, como moneda de cambio: es la única manera de explicar que el bacalao, un pez de aguas frías, sea típico en Jamaica —en cuyas aguas no existe—, y que, mientras tanto, el ron sea típico en Terranova, Canadá, donde nunca habrá caña: en el siglo XVIII tuvo lugar un intercambio de tal magnitud y constancia entre esos dos productos, que terminaron por ‘folclorizarse’ en las respectivas sociedades receptoras.

 

¿Y COLOMBIA QUÉ?

En esa lógica histórica y geográfica, Colombia pertenece al ecosistema tropical ‘ronero’ y tiene la fortuna de ver crecer la caña todo el año, cosa que no sucede en otros países de la región. ¿Cómo es, entonces, que esta nación no sea conocida por rones de tradición bicentenaria? ¿Por qué la mayoría de rones que se venden como colombianos —incluso los más baratos y populares— no son siquiera elaborados con destilados nacionales, sino con alcoholes líquidos traídos de otros países como Ecuador o Panamá? ¿Cómo es posible que nuestros rones prémium — como Parce, La Hechicera y Dictador— estén hechos con insumos importados que se mezclan y maduran en zonas francas del país, para, finalmente, ser exportados, así su destino final sean los supermercados nacionales? Y si vamos más allá del ron, ¿cómo explicar que a uno le toque buscar viche y otros productos artesanales —como el ñeque, de Córdoba— en una suerte de ‘mercado negro’, salvo contadas excepciones?

 

La mayoría de las respuestas las ofrece el histórico monopolio estatal. En Colombia, el sector público, a través de las gobernaciones departamentales, ha detentado por más de dos siglos la exclusividad casi total de la producción y de la distribución de bebidas alcohólicas, más aún las derivadas de la caña. Es una herencia colonial: en el siglo XVIII, con las reformas borbónicas se establecieron impuestos asociados al aguardiente y al tabaco, entre otros bienes de consumo, tributos reforzados con la persecución a defraudadores. La cosa no cambió surtida la independencia y, entonces, el monopolio pasó de la corona al Estado naciente.

“En la primera República se abolieron los impuestos de tabaco y aguardiente, pero se volvieron a implantar porque crecía la deuda con los países que apoyaron la guerra”, explica el antropólogo Carlos Andrés Meza y añade: “En 1826, Bolívar, siendo presidente, firmó un decreto de persecución a los defraudadores de rentas”. Meza, autor de Monopolio de licores y proscripción de destilados en Colombia (Revista Antípoda, 2014), analizó otra ley promulgada un siglo después de Bolívar: la antialcohólica de 1923, que impedía a los destiladores ilegales vender su aguardiente, so pena de cárcel, multas o confiscaciones. “Incluso, el anís estrellado era ilegal” por utilizarse en la elaboración de la bebida, dice el antropólogo, y concluye: “Es pura economía moral. La lógica de ese monopolio licorero es la de cooptar la fuente de riqueza y «alejar a los pobres del vicio». En criterio del académico, el privilegio hizo que floreciera una suerte de mafias asociadas a las gobernaciones. Pero hay más consecuencias. Al concentrarse en suplir al mercado productos masivos, el Estado no raja —no le interesa innovar para competir fuertemente en calidad— ni presta el hacha —tampoco le permite hacerlo a los particulares—.

Así se han perdido dos siglos de experimentación y desarrollo de una industria potencial en manos de comunidades y emprendedores cuyo llamado natural sería el de destilar caña, entre otros productos orgánicos, según sus preceptos culturales y ecosistémicos. “Lo que deberían hacer es cobrar impuestos a los licores, independientemente de quién los haga”, dice Brojen Fernandes, uno de los gestores de Ron Parce. “Y es que el Estado es supremamente ineficiente al tener unas cargas laborales y pensionales muy fuertes, y al contratar roneros que no dejan de ser funcionarios”.

Al acaparamiento de la producción se suma entonces el de la comercialización, igualmente nocivo. Lo saben aquellos que importan licor, que deben, todavía hoy, tramitar unos permisos quijotescos, gobernación por gobernación, para introducir sus productos en el mercado.

DOS LEYES ESPERANZADORAS

La más reciente norma ‘marco’ en reafirmar el monopolio de la rentas departamentales es la 1816 de 2016, que le hizo algunas modificaciones a las reglas de juego, pero no liberó la destilación en manos de privados.

 

En San Francisco de Sales, Cundinamarca, tiene lugar una operación precursora: la del ron Amuleto, uno de los primeros que le saca provecho a la Ley de la panela (2005 de 2019). Foto: cortesía Ron Amuleto 

En 2019, sin embargo, sí llegó a buen término una norma que estableció excepciones: la llamada Ley de la panela, que “genera incentivos a la calidad, promoción del consumo y comercialización de panela, mieles vírgenes y sus derivados”. Entre estos últimos están los destilados, desde que sean hechos a partir de trapiches de economía campesina.

“La base de la transformación de la caña se apoya en la existencia de 25.000 trapiches esparcidos por el territorio, los cuales, a su vez, dan sustento a 250.000 familias, lo que revela la escala social del segmento”, escribió el experto en licores Hugo Sabogal en una columna de diciembre de 2023, titulada Despegue de rones artesanales.

Daniel Estrada es el abogado del equipo de Fugitivos, un ente que promueve la producción y comercializacion de bebidas tradicionales de Colombia y que comenzó con el viche Monte Manglar. La Ley de la panela —dice él— permite que “los licores producidos bajo los requisitos de estas normas sean de libre producción e introducción y, por lo tanto, no sean objeto del monopolio rentístico del Estado”. Nomás con este paso, el paisaje panelero de Colombia está viendo la germinación —muy poco a poco, dadas la inversiones requeridas en dinero, tiempo y conocimiento— de rones artesanales elaborados, ahora sí, con 100 % de insumos locales. Sin necesidad de comprar el alcohol a otros países ni de conseguir caña con los ingenios. Y, sobre todo, con chances de conseguir lo esencial: registro sanitario y acceso a un mercado legal.

Uno de los pocos rones que ya anduvo el camino es Amuleto, elaborado en el idílico municipio de San Francisco de Sales, en Cundinamarca. “En el mar de las bebidas alcohólicas, somos un charquito que se va expandiendo poco a poco”, explica Erick Samudio, embajador de la marca. “Y es que nosotros podemos ofrecer una historia de elaboración que los masivos no: nuestros clientes ven quién, dónde y cómo se hizo su ron. Sobre todo, cuando sabemos que el consumidor de hoy está buscando innovaciones en añejamiento y producción de calidad”. La ley es entonces oportuna, en tanto que lo artesanal es codiciado por el mercado de hoy.

¿Los zapatistas, en su gesta por reivindicar al campesinado mexicano, plantaron las semillas de un mercado más libre?

EL VICHE

La segunda norma nueva es la llamada Ley del viche, la 2158 de 2021, que tras dos años de espera, finalmente fue reglamentada en enero de este año, en una resolución firmada por los ministros de Salud y Cultura. El viche es un destilado de caña tradicional en cuatro departamentos del Pacífico colombiano. Sus notas vegetales y terrosas, acaso húmedas, son singulares. Lo más parecido son, quizá, algunas cachazas o rones agrícolas de las islas del Caribe. Pero lo que le da unicidad es su arraigo cultural, exhibido cada agosto en el Festival Petronio Álvarez de Cali, una de las pocas ventanas que comunican al interior del país con la olvidada y subvalorada riqueza cultural de la costa pacífica.

“La Ley del viche toma la excepción del monopolio rentístico de la Ley de la panela y además establece unos requisitos un poco más ajustados a la realidad del viche en cuanto a qué se le pide al productor en términos técnicos para la elaboración del producto. Además, pone reglas puntuales en cuanto a quién puede acogerse: tienen que ser ‘vicheros’ tradicionales de algún municipio del PES: el Plan Especial de Salvaguarda para el paisaje cultural vichero. No lo puedes hacer en Bogotá”, comenta el abogado consultado.

 

Bueno: es un avance, incluso si aún quedan pasos por dar, como que el Ministerio de Cultura establezca el registro nacional de maestros vicheros —al que los ‘legales’ deberán pertenecer—, y que el Invima, nuestra autoridad sanitaria, expida permisos a quienes cumplen con lo ya reglamentado. Y es un avance, también, pese a los “peros” que algunos le ven a la ley: que, por ejemplo, permitirá vender como ‘legal’ solo aquel viche elaborado con una serie de criterios técnicos y comerciales que los pequeños difícilmente conseguirán, de manera que los primeros beneficiados serán solo los que ya estén consolidados. Y que la norma vela por el aval comercial —por su existencia como un producto para la venta—, pero no preserva ni promueve su cultura como un patrimonio no transaccional.

LA PARADOJA MEXICANA

Que haya un boom de mezcales en México y que el mercado de este destilado crezca exponencialmente se debe, en parte, a que los privados allí tienen menos talanqueras, aun teniendo que respetar las reglas de arraigo cultural, de origen geográfico, entre otras, establecidas por el Consejo Regulador del Mezcal —la senda que abre la Ley de la panela—. Lo que llama la atención es uno de los orígenes de esa liberalización: “En México hubo una revolución hace más de 100 años que acabó con muchos de los ordenamientos jurídicos coloniales que existían”, explica Meza. ¿Es decir, que los zapatistas, en su gesta por reivindicar al campesinado y su derechos sobre la tierra, plantaron las semillas de un mercado más libre o menos regulado por el Estado? A Colombia, entonces, quizá le falte aún andar la senda de la decolonización más profunda: la cultural, la mental. Sea cual sea el caso, y reconociendo que el panorama mexicano tiene sus propios líos —de sostenibilidad ecosistémica, por ejemplo—, pueda ser que las nuevas normas colombianas calen y nos sumemos a la exploración “etílica” de nuestra identidad.