El descontento  popular es una bomba de tiempo. La  derecha es sorda a los reclamos sociales y el Gobierno se apoya en  un Congreso desprestigiado. Foto Shutterstock.
El descontento popular es una bomba de tiempo. La derecha es sorda a los reclamos sociales y el Gobierno se apoya en un Congreso desprestigiado. Foto Shutterstock.
23 de Enero de 2023
Por:
Clara Elvira Ospina*

Ese país empieza 2023 con una situación social explosiva. El fallido intento de golpe de estado de Pedro Castillo generó violentas protestas que, reprimidas por el ejército, dejaron un saldo de, al menos, 48 muertos. La presidenta Dina Boluarte busca un imposible equilibrio, amparada en el congreso más desprestigiado de los últimos años. Presidentes latinoamericanos como Petro y Amlo Azuzan el fuego.

Perú, del Castillo al laberinto

El 7 de diciembre, cuando Pedro Castillo, entonces presidente del Perú, dio su mensaje de golpe de Estado en el que ordenaba cerrar el Congreso y declaraba en reorganización todo el sistema judicial, el poder judicial, la Fiscalía, la Junta Nacional de Justicia y la Defensoría del Pueblo, se cerró un ciclo de crisis que vivió el país prácticamente desde abril de 2021, tras la primera vuelta presidencial. Pero la caída de Castillo no amainó la tormenta política, sino que dio origen a una nueva.

Castillo no contaba con ningún apoyo para el golpe y el temblor de sus manos cuando leía el mensaje hace suponer que, al menos, lo intuía. Tres horas después, estaba preso por rebelión y conspiración. Se abría así un nuevo capítulo doloroso, y sangriento, en el que los que más han perdido han sido los mismos de siempre, aquellos que vieron en el nuevo presidente una oportunidad de, por fin, ver cumplidas sus expectativas, de ser comprendidos y de salir de la pobreza y la postergación. Los 48 muertos que al cierre de esta edición habían dejado las protestas en el primer mes tras el fallido golpe y la juramentación de Dina Boluarte, hacen parte de ese grupo de ciudadanos, pobres, olvidados y maltratados históricamente.

Esos sectores son los más decepcionados porque fueron ellos, los ciudadanos de los departamentos del sur, los de los sectores socioeconómicos más bajos, quienes creyeron en la promesa de Castillo: “No más pobres en un país rico”. Pensaron que había llegado la hora de que alguien que los entendía, que era como ellos, resolviera sus problemas. Pero Castillo fue una promesa traicionada. Incapaz de conformar un equipo competente, pasó 16 meses tomando decisiones erráticas en casi todos los sectores del Gobierno, aumentando las promesas y defendiéndose de una oposición obcecada que quiso, inicialmente, impedir que reconocieran su triunfo, y luego sacarlo del cargo desde el día uno. La defensa de Castillo se concentró en dos estrategias: la primera fue entregarse en los brazos de Vladimir Cerrón, el fundador del partido que lo llevó al poder, condenado por corrupción y cuyos actos confirmaron que vio el Estado como su botín. Cerrón le garantizaba los votos en el Congreso que impedían que la oposición lograra el cometido de sacarlo de la presidencia. La segunda estrategia fue dedicarse a hablarle a “su pueblo”. Por un lado, victimizarse frente a los ataques que recibía, muchos de ellos de tinte racista y clasista, y por otro, aumentar la apuesta: hacer promesas para mantener el apoyo de ese casi 30 % que nunca lo abandonó. Viajaba a las zonas donde contaba con más respaldo, recibía en palacio a representantes de organizaciones sociales y les daba beneficios a sindicatos afines a él, particularmente los de maestros. Así mantuvo una base popular que fue la que, tras el ilegal golpe de Estado que intentó consumar, salió a las calles a pedir que lo liberaran, negándose a reconocer la legitimidad de su sucesora, Dina Boluarte.


Sigue siendo una incógnita qué pasará con Pedro Castillo después de su detención. En diciembre, esta foto del expresidente en un carro de la policía le dio la vuelta al mundo. Foto: Getty Images. 

La nueva presidenta asumió el cargo el mismo día que Castillo intentó el golpe y el proceso fue producto de la sucesión presidencial prevista en la Constitución. Es la primera mujer presidenta del Perú y ha tenido que enfrentar una situación de estallido social muy grave. El desborde de las protestas la llevó a declarar el estado de emergencia y sacar al Ejército a la calle. Las primeras investigaciones señalan que la mayoría de los 48 muertos de las primeras semanas de protestas, casi todos jóvenes y varios de ellos menores de edad, recibieron impactos de bala en la cabeza o en el tórax. El ejecutivo, responsable político de la decisión de sacar las tropas a la calle para contener la movilización social, se ha mostrado indolente y desconectado: por ejemplo, interrogada por las víctimas, la presidenta dijo en una entrevista que lamentaba la muerte de sus hermanos peruanos, pero que el Gobierno no cedería a la presión de los violentos. El enfoque que le ha dado el Gobierno de Boluarte al estallido social ha sido considerar que todo es el resultado de una campaña de “agitadores” que engañan al pueblo y que quieren generar caos. Es verdad que hay agitadores promoviendo las protestas, como asociaciones de mineros ilegales y hasta narcotraficantes del Vraem, la principal zona cocalera del país, pero también es una realidad que más allá de Lima hay mucha gente que está cansada del abandono y que, a pesar de la precariedad de su Gobierno, sienten que Pedro Castillo los representaba.

Pese a la precariedad de su Gobierno, mucha gente siente que Castillo los representaba.

Desde prisión, Castillo se ha encargado de azuzar a “su pueblo” diciendo que está injustamente detenido. Dos grandes aliados para la propagación de ese discurso han sido los presidentes de Colombia, Gustavo Petro, y de México, Andrés Manuel López Obrador, quien no solo le dio asilo político a la familia de Castillo, sino que dice estar dispuesto a recibir en la misma condición al expresidente golpista. En cuanto a Petro, sus permanentes mensajes a favor de Castillo encienden a una opinión pública peruana cada vez más radicalizada. Desde el primer día que Castillo intentó el vergonzoso golpe de Estado, Petro ha minimizado la gravedad de lo que hizo y lo ha justificado de diversas maneras. Primero, pidió que la CIDH le diera medidas cautelares, en un intento por equiparar el caso de Castillo al suyo cuando fue sacado de la alcaldía por decisión del procurador Ordóñez. Después, en una entrevista con la periodista Vicky Dávila, dijo que siente a Castillo como una víctima, que “lo tumbaron porque es de la sierra, porque es pobre (…)”, que “no está procesado por corrupción, está procesado por rebelión” y que lo apresaron “por intentar aplicar un artículo que está en la Constitución”, en referencia a la disolución del Congreso. Realmente, Petro utiliza datos erróneos para su análisis. Castillo no lo intentó disolver constitucionalmente, con el procedimiento legal, pues ese mecanismo solo es posible cuando el Congreso ha rechazado dos veces una cuestión de confianza y ello no había ocurrido. Adicionalmente, la disolución del Congreso no permite intervenir el Poder Judicial, la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo y mucho menos la detención de la fiscal general, como pretendió Castillo. También desconoce Petro los casos de corrupción que pesan contra Castillo. Tiene siete investigaciones fiscales avanzando y la mañana en la que pretendió dar el golpe de Estado se conoció la primera declaración de un aspirante a colaborador eficaz, una especie de testigo que recibe beneficios por sus delaciones, que dijo haberle entregado una coima personalmente a Castillo, al menos 100 mil soles, que equivalen a unos 100 millones de pesos colombianos. Él es el primer testigo que no habla de intermediarios para los envíos de dinero, porque los otros señalan a sus ministros y secretario general de palacio como los receptores del dinero y que una parte de esos sobornos irían para Castillo. Los indicios son fuertes pero las evidencias aún no existen y las investigaciones continúan.


El apoyo expresado por el presidente Petro hacia Castillo minimiza la gravedad de las acusaciones contra el peruano”, sostiene la autora de este artículo. Foto Shutterstock. 

En lo que sí tiene razón Petro es en que Castillo tuvo una oposición que siempre quiso sacarlo del cargo y que una parte del Perú nunca le quiso conceder siquiera el título de presidente por su origen. La segunda vuelta entre Castillo y Keiko Fujimori desató resentimientos y fracturas sociales y a muchos sectores no les dio pudor ser racistas públicamente. El hoy alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, uno de los líderes de la oposición a Castillo y representante de la derecha más radical del país, dijo el día que ganó la elección que su tarea al frente de la alcaldía sería “sacar al burro de Palacio”. Decirle burro al presidente era normal en esos sectores. Por episodios como este, quienes sentían que Castillo hablaba como ellos y que era producto de la postergación y la falta de oportunidades, siguieron sumando un resentimiento que hoy se nota en las protestas en todo el país.

Ante el rechazo de los sectores populares y de la izquierda que se ha quedado sin libreto con Castillo legítimamente recluido en prisión, Boluarte se refugió en las bancadas de derecha, las que siempre quisieron sacar del cargo a Castillo y que incluso hace pocos meses intentaron destituirla e inhabilitarla para ejercer cargos públicos. Al inicio de su Gobierno se convirtieron en sus aliados y principal soporte. Fue la derecha la que le dio el voto de confianza al gabinete del primer ministro Alberto Otárola, mientras que la izquierda votó en contra. Esa alianza con las bancadas de derecha es frágil, considerando que el Congreso tiene 82 % de desaprobación y solo 10 % de aprobación a su gestión. La esperanza de la presidenta es que ese Congreso, desprestigiado y rechazado por la mayoría de los peruanos, le dé la gobernabilidad y estabilidad que necesita.

El descontento popular es una bomba de tiempo. La derecha es sorda a los reclamos sociales y el Gobierno se apoya en un Congreso desprestigiado.

Ante el descontento popular, el Congreso ha aceptado adelantar a abril de 2024 las elecciones generales, de presidente y parlamento, que estaban previstas para 2026, aunque aún falta una segunda votación para confirmarlo. Pero esa decisión no satisface a los que siguen protestando, cuyo reclamo único es “que se vayan todos”, desconociendo que alguien tiene que quedarse gobernando mientras llegan las nuevas autoridades. El descontento popular es una bomba de tiempo. La Defensoría del Pueblo señala que antes del golpe había 127 conflictos sociales en todo el país, más de 70 % de ellos por causa de la extracción minera. En el inicio de 2023, esos conflictos se agudizan por las protestas contra la clase política: es por eso que el pronóstico para este año es tan preocupante. Perú tiene una derecha sorda a los reclamos sociales, un Gobierno que se apoya en un Congreso desprestigiado, unos grupos de interés ilegales a quienes les conviene el caos y un grupo de gente que no tiene nada que perder. La presidenta necesita reconectarse con la población, abrir espacios de diálogo y buscar respaldo en los sectores que apoyaban a Castillo para terminar su periodo en 2024 y no pasar a engrosar la lista de presidentes breves y olvidables. La incógnita es si lo conseguirá. 

 
*Periodista colombiana, exdirectora de Noticias RCN. Hoy está radicada en Perú, donde dirige el medio Epicentro.Tv.


 

Brasil: cuando se elige presidente, pero sin consenso


Hecha a imagen y semejanza de lo ocurrido hace dos años en Estados Unidos, la toma brasilera dejó más de un millar de arrestos, incluyendo el de un exministro de Bolsonaro. Foto: Agencia EFE. 

Perú no fue la única democracia latinoamericana sacudida durante el último mes. El manido concepto de la polarización, ya casi paisaje en el debate público contemporáneo, pocas veces se manifiesta con la contundencia del pasado 7 de enero, en Brasilia. Una intentona de golpe de Estado fue puesta en marcha por parte de una turba de detractores del recién posesionado presidente, el repitente Lula da Silva, quienes invadieron varios edificios gubernamentales en la capital. La jornada replicó las noticias de hace dos años en Estados Unidos, cuando simpatizantes de Donald Trump hicieron lo propio en el Capitolio, en Washington, con miras a impedir que se oficializara la legítima elección de Joe Biden.

Es verdad que la “réplica” brasilera es un nuevo eslabón en la larga cadena de amenazas que se ciernen sobre un buen número de democracias occidentales que, hasta hace poco, presumían de su estabilidad. Pero lo sucedido en Brasilia va más allá, dado el peso de esa nación en el mapa regional. Se trata de la economía más grande de América Latina y, por lo mismo, es estructural en la red de nodos comerciales que hoy le hacen frente a la crisis inflacionaria global. Además, ese 49 % de electores que votó contra Lula —y que lo hizo por el saliente ultraderechista Jair Bolsonaro—, equivale a 58 millones de personas: la población de un país no tan pequeño. Con esos números, no se puede hablar de marginalidad, sino de un desbalance de fuerzas determinante, por lo menos en lo que a apoyo popular respecta. Por fortuna, la polaridad interna contrasta con la manera unánime en que la comunidad internacional ha cerrado sus filas en torno al nuevo Gobierno de Da Silva y a la defensa de las instituciones que le representan.