Archivo Particular
18 de Mayo de 2018
Por:
Enrique Serrano

¿Cómo se explica la irrupción incontenible de los plebeyos en el orden aristocrático? El escritor colombiano Enrique Serrano analiza a partir de un cuento de Bioy Casares la forma en que la realeza ha perdido su brillo y se ha convertido en un simple cotilleo de farándula.

Los plebeyos se toman la realeza

En uno de sus cabales cuentos fantásticos, Adolfo Bioy Casares nos deleita con el breve “La pasajera de primera clase”, en el que reseña con ironía la esencia de la relación entre nobles y plebeyos. Se refiere en este cuento a un viaje en barco, un mítico paquebote de comienzos del siglo XX, en el que uno de los pasajeros de primera comenta con gracia su trágico vínculo con los de segunda. Para ilustrar el asunto, dice con vehemente convicción la refinada protagonista: “Yo viajo en primera clase, pero reconozco sin discusión que hoy todas las ventajas favorecen al pasajero de segunda”. Lo demuestra con ejemplos, y luego concluye con singular franqueza: “nuestra clase perdió todas las ventajas, incluso la del snobismo (que a semejanza del oro, conserva su valor)”.

Para nadie es secreto, ya que todos los vestigios del orden aristocrático que nos han precedido han quedado recluidos en el rincón de las cosas pasadas, caducas, incluido el mentado snobismo, y de las cuales incluso hay que desdecirse, como lo exige a gritos la opresiva corrección política. Las poderosas masas, entretanto, consumen nobleza con desvergüenza, despreocupadas, mientras los viejos valores decaen, dando paso rotundo a un mundo nuevo, inesperado, en el que la tradición y la experiencia enmudecen, mustias, casi sin derecho a replicar.

En efecto, se trata aquí de ver de reojo las mutaciones que explican la irrupción incontenible de los plebeyos sobre las personas y actuaciones de la nobleza, y los efectos sorprendentes que se han derivado de tamaña irrupción. Desde la remota Antigüedad, pasando a caballo por la florida –y cruda– Edad Media, la relación entre aristócratas y plebeyos ha sido tensa y procelosa. Es cierto que los nobles han disfrutado de ventajas y privilegios que casi nunca han conseguido sus oponentes, y también es verdad que, soberbios, muchas veces, o incluso crueles e insensatos, alardearon de ello; pero, desde Espartaco, Robin Hood o Guillermo Tell, las cosas han ido cambiando de sentido, y ha habido muchos desmanes y derroches que pagar por viejos desafueros.

En suma, el privilegio del odio les ha quedado a los plebeyos, sin duda, y algunos autores muy famosos incluso han sacralizado esa inquina, desde Rabelais hasta Eduardo Galeano; en efecto, una de las cosas que más le gusta a la gente, a través de los tiempos, es indignarse con razón contra alguien, y tener algo –o todo– que sacar en cara a su inveterado enemigo…

Además, los plebeyos son muchos; los nobles, pocos. A los primeros se les da por garantizado el derecho a elegir; a los segundos, no. Los antiguos preferidos por la suerte están todo el tiempo en la mira de la gente, y no se les permite responder como simples personas de a pie; se les juzga con dureza, porque no saben, o no pueden, ser desprevenidos o democráticos; a los simples mortales se les exalta porque su arrojo o destreza les permite ascender por encima de su origen. Los nobles solo pueden ser lo que han sido sus antepasados, o acaso degradarse por caer en los vicios que a los plebeyos se les disculpan como propios de su condición. La vida de unos y otros tiene un corte similar, el mismo fin, la misma duración, y los mismos ‘apps’ y shows televisivos. Solo que unos asisten obligados a aburridas reuniones protocolarias, y los otros no.

En fin, como puede verse, ser –hoy por hoy– Walis Simpson, Kate Middleton, el colombiano David Wheeler, Máxima Zorreguieta o Letizia Ortiz, entre otros, ha venido a constituirse en un derecho –y un logro– de plebeyos orgullosos y desafiantes; en cambio, ser los príncipes y reyes respectivos, Eduardo, Carlos, Felipe o Guillermo, sigue siendo tan sólo el inercial reflejo de una gastada tradición que agoniza en penumbras. Las clases emergentes emergieron, en efecto, y con fuerza inusitada, desplazando a los actores monárquicos hasta la función de marionetas. Hoy son ellas las protagonistas, y nunca más sus mentores que, por cortesía o necesidad, las entronizaron en una realeza que, para los recién llegados, es más una prueba onerosa que una verdadera promoción.

Pero, la fascinación con la nobleza no ha desaparecido entre las gigantescas, exigentes –y abrumadoras– clases medias del mundo, y el encanto de espiar en los hábitos y contradicciones de los herederos de reinos y ducados es inmensamente popular. Humanizar, ojalá en demasía, a los reyes, príncipes y princesas, marqueses o condes, es lo que hacen con éxito las series Los Tudor, The Crown, Downton Abbey o Vikingos, y verlos periclitar, y caer de sus pedestales, se ha convertido en algo cotidiano y placentero. Una suerte de magnífica venganza, que estaría fraguada desde siglos atrás, ha caído sobre las cortes, las casas reales, las dinastías y los protocolarios usos que las caracterizaron durante largo tiempo, signándolas con el descrédito, la corrupción o la abulia.

Esta transvaloración se ha efectuado en sordina, pero ya hace mucho que anuncia su gran cabeza, y su advenimiento tiene inmensas consecuencias para las generaciones venideras. En primer lugar, lo noble ya no es algo que se es, sino algo que se consigue. El ideal burgués del parvenu empresario, o el del rapero advenedizo, brutal y muy rico, o hasta el del youtuber excéntrico, se han legitimado con fuerza incesante. La nobleza heredada, por su parte, suele considerarse falta de carácter, debilidad e inmerecida fama. Y hasta la perpetración incólume de una injusticia histórica.

En segundo lugar, lo obtenido por familia y herencia se considera hoy relativamente espurio, e ilegítimo, para las abigarradas mayorías. Un derroche inútil y costoso, y un privilegio impresentable frente a la pobreza y necesidad imperiosa que el mundo sigue teniendo. Un lujo estúpido, al menos para cientos de millones de jueces gratuitos que las estirpes y dinastías han adquirido, y una comedia superflua de intrigas y recatos pueriles, que ya no convencen apenas a nadie.

He ahí, por ejemplo, el secreto de la grandeza indiscutible –e indiscutida– de Diana de Gales, tras su sufrida historia de mujer incomprendida, atrapada en la redes de una realeza británica fría y presuntamente deshumanizada. Mucho más allá de lo que haya hecho o dicho, más allá aún de sus virtudes de madre y de su dulzura, Diana ha sido, desde su muerte trágica en 1997, un ícono de una cultura plebeya segura de sí misma, impaciente y descortés, e instrumento involuntario y deslegitimador a nivel global de realezas y monarquías en todo el mundo, donde las haya –y para que no se envilezcan tan rápido– (incluyendo las del lejano Oriente, como las de Japón, Malasia o Tailandia, que sufren el influjo de ese proceso lenta e indirectamente). Y ¿por qué?, se preguntarán algunos.

Porque toda realeza y toda nobleza tienen intereses y reglas estrictas. Los plebeyos no. Porque las casas reales no son libres, ni promueven libertades auténticas, en el sentido actual del término. Los plebeyos sí. Porque el mundo se ha vuelto estrecho y ultraconocido, y los reyes y princesas son vistos desde arriba, con ojos impacientes y enojosos, y ya no desde abajo, como siempre solía ser. Porque, en fin, ya no tenemos tiempo para todo eso, pues era un ritual complicado y minucioso de cuando el mundo no tenía agendas estrictas, ni el tiempo frenéticamente medido.

En tercer lugar, la gente se siente feliz de conocer esos vericuetos aristocráticos y esos detalles brillantes, pero no siente en verdad deseo de pertenecer a ellos, o acaso de sufrir el desprecio que rezuman. El éxito consiste en ser como los otros, los felices que se sacan innúmeras selfies en todas partes. O parecerlo al menos. En ropa deportiva y descomplicada, desnudos en una playa anónima, en las discotecas atestadas de gente, los escudos, los blasones y las coronas sobran, y los plebeyos reinan con su gigantesca parafernalia de igualadora simplicidad.

Hasta Harry de Gales quiere ser muy light en apariencia, y quizás en esencia, tan sólo uno más de los hedonistas jóvenes de su tiempo. Nunca lo conseguirá, en verdad, pero él creerá haberlo logrado, porque se le ha insistido mucho en que así es como tiene que ser. Se casará con su novia plebeya Meghan Markle, y todos tan contentos. Excepto los viejos consejeros de la corona, excepto la propia Reina en su fuero interno, excepto los que saben que todo esto significa decadencia y renuncia. Y la derrota de aquella distinción histórica será cada vez más cruda.

Al cabo, todo está dado para que así sea, y sin un grito. El escenario del futuro no será algo muy distinto de lo que ya hoy se estila en los casinos de Montecarlo, casi abrumador por su significado, con reyes ebrios revueltos entre la gente, princesas que ocultan con frenesí su origen, y plebeyos que ofrezcan sus servicios a los restantes hijos de nobles para introducirlos en círculos que jamás les pertenecerán de verdad. La relación entre nobles y plebeyos se verá disuelta en el turbio ácido de la indiferenciación, y no serán sus protagonistas quienes defiendan ese pasado, sino algunos vetustos admiradores que, inflamados de nostalgia, recordarán y encomiarán esa perdida grandeza pintada con luces de oro, ante los ojos sorprendidos y cansados de descendientes mestizos de antiguas casas reales. No falta mucho tiempo para que eso suceda.