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28 de Agosto de 2017
Por:
Juan C. Vargas*

La industria automotriz, pulmón de desarrollo de las sociedades modernas, enfrenta el reto de proponer soluciones ingeniosas a las iniciativas ambientales y urbanas que buscan desestimular el uso del carro. ¿Cómo lo está haciendo? 

Amigables con la naturaleza

Hubo una época en que a los automóviles se les tildaba de inventos inútiles y pasajeros, pues ofrecían pocas ventajas frente a las cabalgaduras y sus carretas. Sin embargo, esos odradeks (artículos carentes de valor, al decir de Enrique Vila Matas) pronto se convirtieron en el motor de desarrollo de las sociedades del primer mundo, al punto que hace 100 años se hizo inconcebible el desarrollo de las naciones sin la industria automotriz.

Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Francia, Italia y Japón inventaron a su alrededor importantes cadenas de producción, como el acero y otros metales; los petroquímicos y sus derivados, como los plásticos, las llantas, los aceites y combustibles; los tapizados, los componentes eléctricos y el larguísimo etcétera de componentes. Con el tiempo, otros países ingresaron a ese exclusivo club de productores de tecnología de automoción, como Corea y, últimamente, China e India, con similares resultados.

Pero al tiempo que florecía la industria aparecieron tres grandes problemas: primero, la infraestructura, que limitaba el alcance de los automóviles y hacía tortuosos los viajes; segundo, la contaminación inherente al funcionamiento de sus motores de combustión y a la disposición de sus repuestos usados al término de su vida útil, y tercero, la accidentalidad.

A construir vías

Si el automóvil estaba hecho para reducir los tiempos de desplazamiento en virtud del aumento de la velocidad, en principio esta promesa no fue cumplida. Primero, porque las redes de distribución del combustible del momento tardaron muchos años en ocupar debidamente los caminos. Paralelamente, las redes de carreteras en Europa no comenzaron a construirse sino a mediados de los años treinta (las famosas autobahn alemanas y autostradas italianas). En Estados Unidos, solo a partir de los años cincuenta (los freeways).

La construcción de autopistas dinamizó el sector de la ingeniería civil que, como se sabe, es intensivo en capital y mano de obra, y arrastra consigo desarrollo y bienestar para muchas personas.

En la medida en que las redes de autopistas nacionales crecieron, asimismo se construyeron autopistas urbanas que delinearon el urbanismo del siglo XX. Calles y avenidas, puentes y túneles, las señales de tránsito y los semáforos comenzaron a ser parte del paisaje de las ciudades. Así nacieron las junglas de cemento. Pero tener automóvil ya no fue un lujo sino una necesidad y las ventas crecieron más rápido que la infraestructura. Hoy los embotellamientos son cada día peores y no hay planes viales que los desatasquen.

Contaminación del planeta

Antes de que las tecnologías de los motores de combustión interna y de la refinación de los combustibles se desarrollaran plenamente, la electricidad surgió como una alternativa de fuente de energía para los automóviles. Claro, estaba también por desarrollarse, pues las baterías del momento no ofrecían una autonomía aceptable y los tiempos de recarga desilusionaban al más fervoroso.

Justo en ese momento surgió el señor Rockefeller y su Standard Oil Corporation, quienes convencieron a todos de las bondades de los combustibles líquidos derivados del petróleo, con lo que el desarrollo de la electricidad aplicada al automóvil pasó a un segundo plano. Los amigos de las teorías conspirativas dicen que las consecuencias derivadas del uso del petróleo fueron ocultadas por Rockefeller. Dada su capacidad de proveer rápido enriquecimiento, el petróleo fue gran patrocinador de políticos y mandatarios alrededor del mundo.

El punto es que, desde el primer momento en que el potencial industrial del petróleo estalló, ocurrieron consecuencias ambientales desastrosas porque en ese entonces, principios del siglo XX, no había regulaciones sobre exploración, perforación, extracción ni distribución del petróleo y sus derivados.

Esto sin hablar de elementos puntuales, como baterías o cajas de cambios, para cuya producción se requiere tanto la manipulación de derivados del petróleo, como el uso de plomo y ácido sulfúrico, ambas materias primas ultracontaminantes.

Precisamente hablando de plomo, ante las limitaciones tecnológicas de la refinación del petróleo de entonces, Thomas Midgley –ingeniero mecánico de la época– encontró en el tetraetilo de plomo la solución para el bajo octanaje de la gasolina de principios del siglo pasado. A pesar de que él mismo se intoxicó con esa sustancia y ocultó el hecho, recomendó su uso y por más de 60 años fue el aditivo principal para contrarrestar el autoencendido de la gasolina en los motores y, de paso, una de las principales causas de cáncer en el mundo.

El señor Midgley, no contento con el tetraetilo de plomo, inventó los clorofluocarbonos (CFC), fundamentales para la refrigeración doméstica, industrial y automotriz, y principal agente destructor de la capa de ozono. ¡Qué personaje!

La fabricación y el uso del automóvil tienen su impacto en la naturaleza. Pero también desecharlos. Basta con leer la prensa reciente para enterarse del embrollo ambiental que tiene Colombia con las llantas usadas, las cuales, mientras no haya una política para reciclarlas, continuarán ensuciando por doquier. Y ni hablar del automóvil completo, que es considerado como desecho peligroso. Únicamente en el Primer Mundo hay esquemas organizados para su disposición final. Y si tenemos en cuenta que en el mundo hay un parque automotor de más de 1.000 millones de vehículos, y que salen de servicio alrededor del 1% anual, estaríamos frente un problema ambiental de un millón de autos al garete, contaminando la naturaleza.

Por estas razones, desde finales de los años sesenta del siglo pasado los gobiernos norteamericanos y europeos tomaron cartas en el asunto. Ante los fenómenos de lluvia ácida, de defoliación de los bosques y del incremento de diversas formas de cáncer, establecieron los estándares máximos de emisiones de las fuentes móviles (o sea, los automóviles) y les exigieron a sus fabricantes la reducción de emisiones con cronograma en mano.

Electricidad e hidrógeno

Aun así, el incremento del número de vehículos parece inatajable. Solo en el 2015 el ingreso de vehículos nuevos al mercado automotor fue de 72 millones. Semejante panorama ha obligado a los gobiernos locales a buscar soluciones contra la congestión y la contaminación: mejorando la oferta del transporte público, fomentando la movilización en bicicleta, gravando el uso mismo del automóvil.

Por su lado, los fabricantes también han hecho sus propuestas. Una solución preliminar ha sido la de los autos híbridos, es decir, que combinan pequeños motores de combustión interna (sean de gasolina o diésel) con motores eléctricos. Estos híbridos cuentan con baterías de acumulación eléctrica que bien pueden ser alimentadas por el motor de combustión o por corriente tomada de alguna red doméstica.

Hay varias marcas que desde hace un par de décadas ofrecen esta tecnología, sobre todo en los mercados desarrollados: Toyota, Honda, Nissan, Chevrolet, BMW, Ford… En fin, hay oferta y hay competencia. Lo importante de los híbridos es que, al usar un motor de combustión de la mitad del tamaño de un modelo regular, reducen en esa misma proporción la potencia y las emisiones. Pero al combinarse con el eléctrico, se complementa la energía disponible, con la ventaja de que la tecnología eléctrica entrega el torque (la fuerza de arranque) inmediatamente se le solicita.

Basadas en el sueño de Julio Verne, según el cual “el día en que el hombre encuentre en los elementos básicos del agua la fuente inagotable de energía”, desde hace varias décadas BMW y Toyota, y últimamente, Hyundai, han anunciado sus investigaciones en el hidrógeno como combustible y en la tecnología de las celdas de ósmosis invertida como una forma de eliminar las emisiones.

Como se sabe, el hidrógeno reacciona con el oxígeno para producir agua, y lo hace con una violenta reacción exotérmica que puede ser aprovechable como fuente de energía. Sin embargo, para obtener el hidrógeno deben usarse fuentes renovables económicamente viables (como los campos solares de Arizona) y comprimirse a altísimas presiones en tanques especiales que lo mantienen en estado líquido. Esta tecnología se viene usando de forma experimental con resultados prometedores, pero de no próxima implementación.

De otra parte, luego de la crisis económica mundial del 2008, el asunto de la movilidad eléctrica volvió a la palestra. Ante los avances de la tecnología de acumulación de energía –especialmente con el desarrollo del ion de litio– Nissan presentó su modelo Leaf; Mitsubishi, el i-Miev; Renault, su cuadriciclo Twizy y la furgoneta Kangoo Zero; BMW, la submarca i con el modelo i3, y Tesla con sus deportivos y, últimamente, con una SUV.

Sin embargo, el lado flaco de esta tecnología está en la corta autonomía que ofrecen (entre 100 y 200 kilómetros por carga), y los tiempos de recarga, los cuales toman hasta 2 horas. Unido a lo anterior, el peso mismo de las baterías hace necesario reducir el peso general del auto que las porte. Para esto, BMW, por ejemplo, partió de ceros y, renunciando al acero, utilizó fibra de carbono y aluminio para reducir peso sin afectar la rigidez y resistencia. Pero todo esto apenas son ensayos; ensayos que, sin embargo, prometen larga vida a los automóviles y, en estas nuevas circunstancias, a toda la naturaleza.

 

 

 

* Periodista especializado.

*Publicado en la edición impresa de junio de 2017.