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15 de Septiembre de 2023
Por:
Margarita Vidal

Este 15 de septiembre se dio a conocer la noticia de la muerte de Botero. Este texto, escritor por la periodista Margatira Vidal para celebrar los 80 años de vida del artista es un repaso sus tristezas, alegrías, fracasos y triunfos. Un resumen de lo vivido en su carrera artística y ahora una memoria de lo que fue uno de los artistas más importantes del país. 

Los 80 años de Fernando, “El magnífico”

Artículo publicado en febrero del 2012*

En 1951, el renombrado crítico austríaco Walter Engel registró que el joven Botero, casi un niño aún (tenía 19 años) había llegado de Medellín para montar su primera exposición en la galería de fotógrafo Leo Matiz, en Bogotá. Con llamativa clarividencia, el crítico escribió: “Fernando Botero se encuentra en vísperas de un viaje a España. Se propone estudiar y aprender y opina que es mucho lo que le queda por hacer: aprovechar todos los adelantos, todos los hallazgos de la pintura y, equipado con este patrimonio, ‘volver a la concepción’. Eso, que suena sencillo, entraña un programa de dimensiones heroicas, renacentistas. Queda por ver si el ambicioso artista logra realizarlo”.

Sesenta años después, como en diálogo con el pasado, Juan Carlos Botero, el hijo menor del artista, da respuesta al crítico, en su libro El arte de Fernando Botero, para demostrar que su padre cumplió con creces el cometido, y revelar que una de las revistas de arte más prestigiosas de Europa, Art Review, publicó los nombres de los diez artistas vivos más cotizados del mundo y que su padre, en el quinto lugar, fue el único latinoamericano incluido en la lista.

Ni Engel ―ni el mismo Fernando― pudieron imaginar jamás las dimensiones del éxito que llegaría a alcanzar el pintor antioqueño, cuyas numerosas exposiciones no han tenido precedentes en la historia del arte. Aquí cabe recordar que la primera vez que Fernando Botero expuso sus obras en la vía pública, fue frente al Casino de Montecarlo, y que, en vista del éxito, su marchante pidió permiso para exponer 32 esculturas monumentales en el parque Monceau, de París. El secretario de cultura, admirador de la obra del colombiano, decidió que debía hacerse en los Campos Elíseos, la más famosa arteria de la Ciudad Luz.
Poco después el comisionado de Parques y Avenidas de Nueva York, lo invitó a exponerlas en Park Avenue, seguido por el alcalde de Chicago. De ahí en adelante llovieron invitaciones de autoridades políticas y culturales de diferentes partes del mundo, que querían ver las esculturas monumentales en las grandes avenidas de sus ciudades. Marejadas humanas, como ocurrió en Florencia, Italia, cuna del arte renacentista, pudieron, por fin, acariciar las curvas de sus mórbidas mujeres yacentes y se maravillaron con la rotundez de sus formas. Siguieron Madrid, Tokio, Washington, Jerusalén, Sao Paulo, Santiago, México, Venecia, Singapur… Veinticinco capitales del mundo y un sinnúmero de museos. De todos los artistas vivos, Botero debe ser el que más exposiciones ha realizado. Sobre su obra se han escrito más de cincuenta libros de gran formato, sin contar los catálogos.

LA HISTORIA

Don David Botero era un paisa de corazón y de carriel, buen mozo y arrojado. Sus tres hijos, Juan David, Fernando y Rodrigo, ya habían nacido cuando llegó el colapso financiero del 29 y se armó el despelote mundial. Inmensas riquezas se perdieron y muchos se suicidaron al ver esfumarse sus fortunas. 

El patriarca, con su calma habitual y su disposición antioqueña a no vararse jamás, se dedicó al comercio y, como agente viajero, armó una recua de cuarenta mulas que cargaba con setenta maletas repletas de muestras de la industria antioqueña. Recorría la intrincada geografía occidental colombiana, anotando pedidos y tertuliando en cafés y posadas, durante meses enteros, al cabo de los cuales veía a su mujer, doña Flora, y a sus tres retoños. La muerte se lo llevó cuando Fernando tenía sólo cinco años.
Juan David y Fernando recuerdan que mientras los niños ricos de su entorno tenían gatos de angora y perros pequineses, ellos criaban arañas, que tejían sus redes en las begonias florecidas del patio, o criaban tiernos pollitos amarillos que les habían dado como sorpresas en alguna fiesta infantil.

 Su mamá, Doña Flora Angulo Jaramillo.

Todo el mundo sabe de su frustrada carrera como torero y que la ‘espantá’ ―como se dice en jerga taurina― lo atropelló al enfrentar su primera vaquilla. Pero su profunda afición le ha durado toda la vida y nutrió de imágenes la bellísima etapa de su obra titulada La corrida. Sobre la polémica desatada por la intención de Gustavo Petro, alcalde de Bogotá, de acabar con la fiesta de los toros, Botero tercia: “Es increíble que alguien se abrogue el derecho de acabar con una tradición que es parte de nuestra herencia hispánica. Una tradición de siglos, que ha producido grandes obras de arte, literatura y música, que llena las apetencias de los apasionados taurinos que sueñan con la próxima temporada y que, además, da trabajo a miles de personas. Puede que los aficionados sean minoría, pero esos derechos están consagrados en las más importantes constituciones del mundo y en la Carta de las Naciones Unidas. ¿El argumento es que hay crueldad? Yo tengo la teoría de que el toro no siente dolor, como tampoco lo sienten los diestros cuando son corneados (me lo han confirmado varios) por el altísimo grado de adrenalina que producen al salir al ruedo. A veces tienen que mirarse para poder comprobar que están heridos. Lo mismo le pasa al toro, que vive un momento de máximo estrés y de adrenalina, después de haber vivido años de apacible vida en el campo”. Y añade, con su conocido sentido del humor: “Claro que nadie le ha preguntado al toro si eso es cierto”. Y ríe.

LA VIDA SIN PLATA (Y CON PLATA)

Con su ego maltrecho se fue para Marinilla y allí, en un momento de inspiración y de rabia, se prometió a sí mismo ser el mejor pintor del mundo. Sin cinco en la faltriquera, escuálido pero muy buen mozo, le preguntó a su tío Joaco dónde podía vivir sin dinero. ‘Tolú', fue la respuesta concisa de su pariente, conocedor, como todos los antioqueños, del primitivo y recóndito balneario en el golfo de Morrosquillo. Allí dio inicio a sus andanzas pictóricas, que combinaba ayudando a los pescadores, pintando avisos para almacenes y restaurantes, y hasta acompañando a algún vendedor de pócimas de amor, por los andurriales de Sucre. 

 Botero es el tercero de izquierda a derecha, con algunos de sus amigos de juventud: Fausto Cabrera, Jaime Piedrahita y Carlos Jiménez Gómez.

Como he contado en alguna ocasión, en la soledad de Tolú su estilo no pudo definirse y era una mezcla de muralismo mexicano con toques de Gauguin y algo de los personajes fantásticos de la costa, como las tocadoras de caránganos y los entierros de carnaval. 

Luego de un largo periplo por las sabanas de Sucre viaja a Bogotá con sus lienzos debajo del brazo, expone por primera vez en la galería de Leo Matiz, vende parte de su exposición y unos meses después gana mención especial en el Noveno Salón de Artistas con la obra Mujer sentada. 

Con el dinero recaudado emprende una travesía de veinte días en barco a Europa. Estudia en la Academia de San Fernando y, como los profesores casi no iban, prefiere seguir por su cuenta y se marcha a París con el cineasta Ricardo Iragorri, su gran amigo. Allí viven de vender botellas y comer papas y se inventan su famosa ‘sopa de pintor', verdadera orgía de sobras recalentadas. 

La necesidad de ahondar en los maestros del Renacimiento italiano aguijonea a Botero, que convence a Iragorri de viajar a Florencia. Y aunque parezca mentira, viajan ―como hormigas humanas― en una pequeñísima Vespa, cargada con un enorme domo de ropa, carpa, ollas, pinturas, pinceles y lienzos. 

En Florencia estudia en la Academia de San Marcos, analizando con pasión a los grandes pintores renacentistas, develando secretos y trucos, aprendiendo la técnica y buceando en sus obras maestras, hasta dar con la clave que le permite pensar y pintar como uno de ellos. Arranca a pintar sin parar nunca más. En sesenta años ha pintado todos los días de todas las semanas de todos los años. 

Regresa a Bogotá a mediados de 1955. Se casa y tiene sus primeros tres hijos. Pocos años después se separa, y decide viajar a Nueva York, donde alquila un pequeñísimo estudio en la calle Mcdougall, sin aire acondicionado en los sofocantes calores veraniegos, ni calefacción en los tremendos inviernos. Hoy día, cuenta que para decorar el pequeño lugar recogió parte de su menaje en los andenes cercanos, gracias a que el Día del Ejército de Salvación, todo el mundo tira a la calle muebles y enseres. 

Unos años después, el primer triunfo importante llega con la curadora del Museo de Arte Moderno, que compra su Mona Lisa a los 12 años. Empieza a vender mucho mejor sus pinturas. También compra su primera propiedad, una finca en East Hampton. 

Sus hijos, que también han ido a vivir en Nueva York, se reúnen los fines de semana con él. A Botero le gusta contar cómo inventaba historias fantásticas para entretenerlos: desde monstruos de los tenebrosos vericuetos del metro en lucha interminable por el dominio de las tinieblas, hasta visitas al cementerio, cuando los retaba a poner una flor en la tumba más lejana, sin arredrarse, mientras él se quedaba en la puerta, sudando, porque nunca le han gustado las necrópolis.

 En su obra ha tocado todos los temas: los religiosos, eróticos, costumbristas y hasta de protesta. Aquí la ´Crucifixión`una de sus más recientes pinturas.

Años después se va a vivir a París. Se casa de nuevo y tiene un hijo, Pedrito, que muere en un accidente automovilístico en España, a los cuatro años de edad. Según cuenta Juan Carlos Botero en el libro ya citado, “abrumado por un dolor sin fondo y una tristeza indescriptible, Botero, con el coraje, la voluntad y la determinación de siempre, se encerró en su estudio y se dedicó a pintar a Pedrito”. Y agrega que, de todo lo que ha pintado su padre a lo largo de su vida, estas obras pueden ser las más hermosas y conmovedoras, “porque cada una está dotada de una poesía extraordinaria y una hondísima espiritualidad, pintada en colores que no son festivos pero tampoco fúnebres”. 

Sentado en uno de sus restaurantes preferidos de Nueva York, Botero me habla de sus inicios en esta ciudad, en 1960, en medio del auge del expresionismo abstracto. Quien no estaba en esa línea no era digno de ser considerado artista. Por eso le fue tan difícil nadar contra la corriente, afincado en sus convicciones. Recuerda que, años después, Dietrich Marhlow, un museólogo alemán, lo ‘descubrió’ y lo invitó, en 1970, a presentar cinco exposiciones en museos de su país, que resultaron un éxito. Muchos de los grandes marchantes del mundo empezaron a buscarlo. Dice con sencillez que su vida artística se divide en ‘antes y después’ de Alemania. 

 La escultora griega Sophia Vari es su compañera desde hace más de treinta años.

Está convencido de que para ser honesto, un artista debe tener raíces en su propia tierra porque de lo contrario se convierte en seguidor de una moda. Y, a pesar de haber vivido fuera de Colombia durante 55 años, dice que nunca se ha sentido otra cosa que colombiano. Añade que habla varios idiomas en ‘paisa’.

Dice que Picasso fue el artista más importante del siglo XX, pero que a la vez su influencia fue, en cierta forma, nociva, ya que de ahí en adelante todos los pintores se sintieron genios y el arte empezó a desintegrarse en manos de sus seguidores. Cita a Poussain diciendo que Caravaggio vino al mundo a ‘asesinar’ la pintura y que ‘casi’ se podría decir lo mismo de Picasso.

¿Cómo se define el estilo?
-Son muy pocos los artistas que pueden desarrollar un estilo. Para empezar, hay que estar en desacuerdo con lo que se pinta en su momento. El verdadero artista viene a innovar y, a veces, a corregir lo que se está haciendo.

¿Qué es el ‘lenguaje estético'? ¿Es universal, o es individual de cada artista?

-El arte se vuelve universal porque el hombre es sensible al color, a la armonía, al equilibrio de la composición y a todos los elementos que contiene la pintura, además de la poesía que pueda comunicar.

Casi todos los pintores se declaran atemorizados ante el lienzo en blanco. Usted no, ¿por qué?
-Nunca me ha pasado que quede estático frente a un lienzo sin que se me ocurra qué pintar. Al contrario, no tengo tiempo de hacer todo lo que quisiera y, respecto a la tela blanca, no me asusta sencillamente porque antes de empezar la pinto toda de algún color: ocre, gris… (risas).

¿Cuando empieza un cuadro lo tiene resuelto en la cabeza? Según Miguel Ángel un hombre “pinta con el cerebro, no con las manos”.
-Cuando empiezo un cuadro ya tengo aproximadamente un 10% de lo que va a ser. Y mientras estoy pintándolo voy inventado el resto, porque si supiera el resultado final no tendría la curiosidad de saber qué va a pasar y me aburriría trabajando.

Usted dice no creer en el arte explicado…
-La buena pintura no necesita explicación, habla por sí sola. Posiblemente el no iniciado verá sólo el tema, su aspecto exterior, o el más trivial, pero el conocedor disfrutará, capa a capa, hasta llegar la profundidad de la obra, como quien pela una fruta.

 Pedro. 1974. Óleo sobre lienzo. Colección Museo de Antioquia.

¿Goza más la pintura quien tiene mayor educación y cultura?
-Obviamente quien se interesa en la pintura la goza más. Es como el que conoce de historia: si pasa por un campo de batalla importante, se emocionará, mientras que el que no sabe qué pasó allí, sólo admirará el paisaje.

Para usted no fue fácil llegar a donde está. Sus inicios fueron duros: fue pobre y la crítica fue incomprensiva por un tiempo. Sin embargo su obra inspira diversión, ironía, cierta crítica dulce. Sus cuadros son profundos pero no dramáticos. ¿Cómo filtró los malos momentos?
-La verdad es que, a la luz de hoy, no me parece que esos momentos hubieran sido tan terribles. Tuve ratos de estrechez, como en Nueva York, donde a veces sólo tenía trece dólares en el bolsillo, pero he tenido la suerte de vivir siempre de la pintura. Todo lo he compensado con el inmenso placer y la felicidad extraordinaria que me produce pintar. Pobres, en otro sentido, me parecen los artistas de hoy, los que hacen instalaciones y una suerte de arte conceptual totalmente efímero, porque no gozan los pinceles, las paletas, los tubos de color y el olor a trementina, además de la felicidad de hacerlo con sus propias manos. No saben de lo que se pierden. Mucho del arte de hoy se manda a hacer. Yo amo la pintura, además, porque en los momentos dramáticos de mi vida me sacó adelante; fue la tabla de náufrago que me permitió salir a flote. Mi hijo Juan Carlos tiene razón, la muerte de Pedrito fue el más duro golpe de mi vida y la pintura me ayudó a sobrevivir.