David Manzur en su estudio en Barichara - 2014. Foto cortesía.
David Manzur en su estudio en Barichara - 2014. Foto cortesía.
7 de Enero de 2023
Por:
Diego Montoya Chica

Visitamos al artista en el recinto donde, a sus 92 años, aún intenta responder sus interrogantes, pincel en mano. Allí, la trascendencia de este caldense para el arte del Siglo XX en Colombia se hace manifiesta.

David Manzur: el pulso de la memoria

*Artículo publicado en la edición impresa de enero de 2022.

EL TALLER DE DAVID MANZUR podría ser una de esas capillas pequeñitas que hay en el pueblo de Barichara, alguna de las que hay a contados pasos de allí. Es que hasta tiene un balcón interno en donde bien podría ubicarse el coro. Y ese espacio de doble altura, con techo a dos aguas y gruesas paredes –que, intuye uno, son de tapia pisada, la técnica de construcción ancestral del pueblito santandereano–, orbita alrededor de una plataforma de madera sobre la cual el artista pinta casi todas las tardes, hasta entrada la noche, según escucha la música del estoniano Arvo Pärt. O la del catalán Jordi Savall y la del italiano Claudio Monteverdi, entre tantas posibilidades. Lo hace a todo volumen, de manera que el éxtasis se siente incluso afuera, sobre las piedras de la calle 10.

Con otros ojos, el interior del taller también puede describirse como una ciudad a escala, pues los objetos allí contenidos –en orden sistemático, funcional– componen cientos de líneas verticales, largas y cortas, como si se tratase de un skyline o de una gran maqueta urbana. Esa es la sensación que dan los objetos pequeños y medianos –pinceles y brochas de distinto pelambre, tubos de pintura acrílica y lienzos que descansan contra las paredes–, pero también los grandes, como el caballete para pinturas de gran formato que descansa en una esquina y que, posiblemente, sostuvo la gestación de colosos santos apasionados, de caballos casi que de escala uno a uno, y de meninas fantasmagóricas flanqueando ciudades en decadencia. También como el espejo de ruedas, que es un cuadrado casi tan alto como un camión y que Manzur utiliza para pescar errores elusivos de proporción y composición en sus pinturas. Y, finalmente, como el arco casi tan alto como esta ciudad-capilla, en cuya viga están agarradas varias lámparas como aves en la rama de un árbol sin follaje.

Felipe Achury, fiel compañero para Manzur y un ayudante cuyo criterio el pintor valora como el de muy pocos, acciona una de las mencionadas bombillas con el golpe de un interruptor. El espacio, entonces, se baña en una luz blanquecina y difusa que no produce muchas sombras. “Esta es la de ver: tiene 5.200 grados Kelvin”, explica Manzur, de pie sobre la plataforma central. “Es la temperatura de color de la luz del día”.

El artista no da la sensación de tener los 92 años que certifica su cédula de ciudadanía. Es frecuente que las personas que parecen más jóvenes de lo que realmente son revelen su edad en la apariencia de sus manos, pero las de Manzur gesticulan con agilidad, y aun cuando sí son arrugadas y tienen las manchitas de rigor, también aletean tal como cuando, a mediados del siglo XX, el artista se debatía entre la pintura y el teatro.

Los vestigios de esa teatralidad están, de hecho, por todas partes. En su pintura, por supuesto: él mismo la reconoce, en parte, como un producto de los movimientos gestuales de las manos y los brazos con el lápiz y el pincel. Como en el arte dramático o como la música –otra de sus musas–, la pintura de Manzur tiene silencios conscientes y hasta un desarrollo temporal con picos de tensión y valles de calma.

 

En todo caso, si de teatralidad se trata, nada como su propia corporalidad. Apenas Manzur siente sobre sí la mirada del lente del fotógrafo de este reportaje, el hombre libera sus dedos, brazos y cejas en una sinfonía histriónica y alegre que, sobre todo, denota vitalidad.

EL DESARROLLO DE UN LENGUAJE

La biografía de Manzur está manoseada ya en las páginas del periodismo cultural. Así lo deja él claro frente a las puertas de su taller. Es verdad: se ha hablado mucho ya de su infancia en Guinea Ecuatorial; de aquel barco encallado que allí fue su primer juguete y de la espuma blanca que sobre el óxido en esa estructura dejaba el golpe de las olas. Ha sido suficiente ya de las menciones a los internados católicos del sur de España en plena Segunda Guerra Mundial; de su periplo de aprendizajes en Norteamérica y de la consolidación de su carrera en Colombia hasta convertirse, casi, en un activo nacional.

Por el contrario, manifiesta un interés en la comprensión de su papel en el relato del arte contemporáneo colombiano. Y la pregunta que le permite extenderse en ese campo es: ¿cómo hizo para capotear las tendencias del arte abstracto y conceptual, elogiadas por críticos y galeristas en su momento? ¿Cómo hizo para, por el contrario, mantenerse firme en esa devoción por la materialidad, por la maestría del oficio y por la pintura figurativa?

Entretejida en un collar de recuerdos, la respuesta de Manzur puede destilarse en cuatro elementos fundamentales. Primero, en una búsqueda de identidad que, quizá, en algún momento de su juventud, sintió que debía solidificar: sus varias migraciones desde la infancia, que parecen sacadas de la literatura, aunadas a algún vacío en los lazos familiares que, da a entender, vivió de niño, le dejaron el sabor de una identidad personal difusa. “Esa cierta identidad no clara, esa especie de mentalidad vagante en el mundo del ‘quién soy’, la capitalizo. Y hoy, viendo ese proceso en retrospectiva, veo que ha sido evolutivo”, explica el pintor. “Además, nunca se ha perdido el sentido de la memoria”.

Con lo de la memoria Manzur no se refiere a su propia capacidad de registro, que es de una certeza atípica entre sus contemporáneos nonagenarios. Tan virtuosa es que no supone del todo un goce: “Estar uno a esta edad, viendo la película de toda una vida con claridad absoluta, recordando cosas increíblemente intangibles del tiempo, crea angustia: implica el deseo de enmienda, el querer corregir. Hasta cambiar de padres, de madres, de lugar”, confiesa. No: con lo de la memoria, se refiere más bien al impacto de todas esas vivencias en su pintura, que es fundamentalmente personal, simbiótica con su mente y sus emociones: en forma y fondo, la obra de Manzur es referencial, aun cuando no de manera obvia, a sus experiencias. 

Segundo, un tránsito largo en el que sí que hubo experimentación abstracta, tanto en pintura como en escultura, como consta en muchas de sus obras de 1970 para atrás. Por ejemplo, bajo el ala y luego con el ‘colegaje’ del constructivista ruso Naum Gabo en Nueva York. También tras sus contactos con el holandés del action painting, Willem de Kooning, en la misma ciudad. Una de sus más recordadas experiencias con el arte conceptual fue cuando el director del Museo Guggenheim de Nueva York, Thomas M. Messer, lo invitó a que viera una escultura. Se trataba de un espacio vacío: ocho metros cúbicos de aire. “El que ve la obra es el que la termina”, reconoce hoy Manzur. “Tú al ver una obra mía puedes aportar algo que yo no pensé, deducir algo que yo no propuse”.

 

 
Manzur vivió un cambio drástico en la manera en que la información se produce y circula en el mundo. Le ve beneficios irrepetibles al mundo digital, pero, dice, “apereza’ el cerebro un poco: estamos acostumbrados a luchar, a buscar, a descubrir. Hoy, nos sirven en bandeja algo de tal manera que le quita al cerebro el trabajo de analizar”.

Desde esa plataforma, el movimiento intuitivo al figurativismo se vio reforzado no solo por su propio goce frente al lienzo, ni por notar que allí le fluía con mayor naturalidad el acto de crear, ni tampoco por ver que su talento, en ese frente, era sumamente apreciado. También ayudaron algunas revelaciones, como esa de cuando, en Marruecos, vio en los años setenta a un artista pintando como si fuera el renacentista Rafael; y como cuando su alma fue tocada por La balsa de la Medusa de Gericault, por las obras de Giotto, por las de Piero della Francesca y por el Guernica de Picasso, “quien allí supo usar toda la cultura del Mediterráneo y convertirla en unas formas que son inigualables, inimitables, personales y agresivas”.

El tercer elemento pescado en su discurso y que explicaría la firmeza de su lenguaje pictórico, es la seguridad, la certeza, de que el tránsito a lo figurativo no lo privaba de lo que él llama “trasfondo”, de sustento conceptual, una pata esencial de la mesa y de la cual su obra nunca ha prescindido.

A lo largo de 70 años de carrera, ha cimentado su pintura en muchos interrogantes fundamentales. En años recientes, parte de esa sustancia ha venido del entendimiento de cómo, a lo largo de su vida, el planeta ha sufrido un deterioro. Otro David, el científico y divulgador británico David Attenborough, contemporáneo de Manzur, dijo alguna vez que la población humana se ha triplicado desde que él comenzó a hacer televisión, en los años cincuenta. Y Manzur, como Attenborough, ha sido testigo consciente del costo ecosistémico –y con ello social– del “progreso”. Rastros de ese entendimiento están presentes en series recientes de sus pinturas, así como también lo ha estado en otras ocasiones la violencia atestiguada en sus casi 100 años de vida en varias latitudes y la sim- bología en los relatos católicos, entre otras cosas.

 

En ese mismo sentido, puede que sea verdad que las pinturas son, sencillamente, objetos: materia aglutinada y esparcida sobre más materia. Pero Manzur es especialmente consciente de la capacidad que tiene el ser humano de otorgar valor simbólico a la manera –eso es: al cómo– en que están escogidas y aglutinadas esas sustancias. Por eso, en el taller de la calle 10 de Barichara pulula el valor simbólico. Y, contrario a lo que cree la mayoría de la gente, la parte técnica no le preocupa tanto, sino que es el famoso trasfondo el que se apropia de su mente en mayor medida, y que reconoce común a todos los artistas, independientemente de su lenguaje y de la ola específica en la que se monten.

Y finalmente, el cuarto elemento que puede identificarse en su discurso: la sensación de que aquellos artistas legendarios del arte clásico –los que, dice, “hicieron arte para los siguientes 400 años”, en comparación con algunas expresiones que han resultado más transitorias– habían acaso comenzado a ahondar en una búsqueda que Manzur sintió que podía continuar. “Esto quizá es pretencioso, pero en el fondo ese pensamiento me llevó a buscar dimensiones dentro de lo figurativo que tal vez un gran pintor hubiera querido explorar, pero no lo hizo porque la vida no le dio”, dice, y menciona a Michelangelo Buonarroti, que murió más joven de lo que hoy es Manzur. “La mente de uno es tan loca que uno siempre está pensando lo imposible como posible. Y ahí me acerco a la frase de Goya: el artista y el loco son muy parecidos, solo que el artista tiene, por lo menos, el manejo de la locura en la mano, y el loco de verdad, no”.

 

Con un refresco para aligerar el calor santandereano, regresamos al taller-ciudadela. Hace más de una década, Manzur dijo en una entrevista: “El tiempo lo va llevando a uno a eliminar la coquetería de lo atractivo y a ir renunciando al interés de ser visto”, así que indagamos por cómo han evolucionado esas palabras. “Cuando se tienen 20 o 30 años, generalmente uno es petulante: cree que lo sabe todo –responde–. Pero los años hacen que uno vea que la cosa es distinta, y entonces uno pasa de moverse más hacia lo atractivo a moverse más hacia lo esencial. No digo que yo lo haya logrado del todo, pero ya en este trayecto final, trato de que mi cuadro no tenga necesidad de palabras acompañantes”. 


Paradas arbitrarias por una biografía 

 

Corre el año 1935, en Bata, Guinea Ecuatorial. Allí, Manzur registra en su memoria una paleta de color que replicará años después sobre el lienzo: la de la espuma generada por los golpes de las olas sobre el metal oxidado de un barco encallado. De repente, ya no estamos allí, sino en un internado católico en el sur de España donde las raciones de comida son escasas y de pésima calidad: el fin de la guerra civil no ha dado paso a ninguna calma, sino que siguió una confrontación mundial. David fantasea con los cuadros de Zurbarán y Velázquez que hay en el comedor, esos cuya textura lumínica regresaría, reinterpretada, en su propia pintura, décadas más tarde. Pasa lo que parece un instante y es el 10 de abril de 1948, en Armenia, entonces Viejo Caldas. El joven, ya con 18 años, se aterra con la noticias que llegan desde Bogotá, que amaneció semidestruida. Parpadeamos y chocan dos vasos de vidrio. David le está sirviendo un whiskey, según departen en Nueva York, a Willem de Kooning. Ahora, lo que suena es un martillazo sobre una lámina metálica y nos sorprendemos en el taller de Naum Gabo, el constructivista ruso, quien con el tiempo se convirtió, junto con su esposa, en un núcleo afectivo: “Es curioso, pero en Estados Unidos, una familia judía-rusa me devolvió el sentido de afecto que yo nunca tuve. Eso influye mucho en la vida”. Damos un brinco temporal más largo, a cuando el nombre de Manzur es repetido por coleccionistas, empresarios y políticos. Él intenta dormir en un cambuche del Caquetá, pues están en curso los diálogos de paz con las Farc que impulsó el Gobierno de Andrés Pastrana, y el pintor hace parte de un comité temático convocado por el comisionado Víctor G. Ricardo. En su catre, el artista se pregunta por qué se ríen los guerrilleros que le acompañan y que miran, con algo de nervios, la tela plástica que lo protege a él de la lluvia. David mueve la tela y entiende con un sobresalto, para luego reír junto a los combatientes: hay un sinfín de serpientes colgando de un árbol, sus ojitos rojos brillando con la luz de la linterna. La última parada nos lleva a escuchar aplausos. David está en el Palacio de Nariño, recibiendo la Gran Cruz de Boyacá de manos de Iván Duque, casi el trigésimo presidente en gobernar desde que nació Manzur en 1929, en tiempos de Miguel Abadía Méndez.

Ese es el alcance del relato de vida de Manzur. Estar en su presencia es estar frente a un siglo de historia viva.