Foto: Shutterstock
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4 de Abril de 2024
Por:
Enrique Serrano López*

Seguimos siendo temerosos y vacilantes al examinar nuestros orígenes culturales. Según el autor de este texto, dicha inconsistencia nos aleja, como colectivo, de la mayoría de edad. 

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Colombia, una nación aún adolescente

 

 

EN EL 2016 ESCRIBÍ EL LIBRO ¿Por qué fracasa Colombia? ¡Qué título paradojal para un país casi obsesionado con el temor al fracaso!

 

El libro versaba sobre el proceso de forja de la nación y el rastreo de sus orígenes. No ya raciales, palabra hoy casi prohibida, sino culturales. El origen de los factores que han moldeado nuestra mentalidad, que, si bien no es una sola, se delinea cada día con inocultable facilidad. Antes de las ciudades y del frenesí del mundo urbano, las regiones estaban desconectadas y aisladas, pero ahora ya están integradas en una unidad nacional, que necesita de una explicación más profunda y omnicomprensiva. Un relato claro y sereno que un joven de nuestros colegios de hoy en día pueda comprender y estimar.

Por aquellos días, bendecido con un éxito inusitado, el libro despertó el interés y, acaso, la angustia de muchos. En otros, en cambio, produjo ese clásico escepticismo que resulta tan presuntamente académico y presentable en sociedad. Se trata de una cierta mirada recelosa que pretende que cualquier propuesta de interpretación del pasado es fallida y perfectible, y que “ya se verá por dónde” habrá que seguir.

“La ausencia de triunfo verdadero, y del culto del triunfo, ha sido casi un mal endémico en la cultura colombiana desde los albores del mundo indígena”.

El problema de la provisionalidad, que en todo nuestro pasado ha hecho que Colombia sea un país que se renueva casi ciegamente y que abandona sus supuestos de identidad con relativa facilidad, volvió a hacer de las suyas. Esa es también la historia de la vacilante aspiración de modernidad y de sus beneficios en esta nación, como lo fue en los demás lugares del continente después de la independencia. En tal sentido, el mito de la presunta excepcionalidad del país ha quedado igualmente derribado: Colombia se forjó al tiempo que todos los demás, con recursos parecidos y desafíos similares.

Nadie sabe con certeza quiénes fueron los padres fundadores de la nación, ni los dirigentes originales, ni los mestizos que trabajaron en las minas de oro o de esmeraldas, que abrieron los surcos y que pusieron cimientos a las casas de los colombianos. No hay relato sobre ellos. No hay epopeya. Ni siquiera hay claridad meridiana sobre cuándo vinieron, de dónde llegaron ni sobre cómo empezaron a ser colombianos. Hay, eso sí, conjeturas, y de ellas vivimos aún...

“Esa blandura de las respuestas es un mal de nuestro tiempo, plagado de alternativas, pero también de indecisión e indolencia”.

El desconocimiento del pasado que en ese libro se denunciaba fue echado en ‘saco roto’. La preponderancia de lo provisional, ninguneada. Y es que no había mucho consenso, ya no sobre los resultados del asunto mismo del origen de la nación, sino sobre el hecho de que fuera un tema valioso para ser discutido. Atareado por las perentorias cuestiones cotidianas, el pueblo colombiano no halla tiempo para discutir sus orígenes con argumentos o con investigaciones. Ni siquiera los historiadores parecen, a juzgar por sus publicaciones, decididamente interesados en el tema.

 

"Es tiempo pues, de emprender un esfuerzo sereno por narrar el pasado sin prejuicios ni agendas, para limpiar de acusaciones o de inútiles reproches lo que puede ser comprendido objetivamente, basados solo en los hechos, incluso los más escabrosos". Foto: Shutterstock

Aunque para entonces se pensaba que la visión proyectada por aquel título era en exceso pesimista: que el país en verdad no podía fracasar y que no había razones sólidas para temerlo. Ahora, ocho años después, vivimos en una era de honda desazón que, cuando menos, es muy similar al fracaso y que, en más de un sentido, confirma rotundas hipótesis escatológicas. Pero aun actualmente, no parece haber respuestas claras, decididas ni contundentes.

Esa blandura de las respuestas es un mal de nuestro tiempo, plagado de alternativas, pero también de indecisión e indolencia. Al parecer, se teme más a las consecuencias del tratamiento que al mal en sí. Decía entonces que éramos una nación adolescente. Con todos los temores y vacilaciones propios de los adolescentes, pero también llena de futuro y dotada de grandes virtudes. Virtudes que, sin embargo, se hallan todavía encubiertas.

El origen de la nación es muy poco estudiado. La condición de la cultura colombiana, es decir, por qué somos exactamente así. Y es poco estudiado —e incomprendido— porque tal origen parte del supuesto de que en el fondo es insignificante, que no se ha logrado apenas nada, que tal nación está —a perpetuidad— postergada para la grandeza. Que otros sí que lo han hecho, mientras que nosotros nos la hemos pasado delirando en pequeñeces o casi vegetando de modo indolente. La ausencia de triunfo verdadero, y del culto del triunfo, ha sido casi un mal endémico en la cultura colombiana, desde los albores del mundo indígena hasta el siglo XXI, con un énfasis febril en el decisivo siglo XIX, cuando descubrimos qué tanto nos amenazaba el fracaso. Y en ese trasegar desesperanzado hemos seguido, por lo cual la historia de Colombia es, por decirlo con gentileza, un lamento casi superficial, victimizado y hasta confortable.

Una vindicación de un pueblo que, a pesar de sus valores, navega derrelicto en los mares procelosos de la “opresión”. Y en el que la culpa no es de nosotros. Y aunque tal generalización onerosa tenga evidente uti- lidad política, resulta patética como expli- cación de sí misma para una nación grande y trascendente como la que tenemos hoy.

Pero cuánto ha cambiado todo a través de los siglos. Las cosas no han sido claras antes, o acaso, y no lo son ahora tampoco. Las mutaciones de la sociedad se han dado en cascada y por ello es posible olvidarse del lento y arduo proceso en el que llegamos a ser lo que somos hoy. Por demás, hemos llegado a un momento álgido, de evidente confusión y a una suerte de desconcierto generalizado. Y es así porque no sabemos desde dónde hemos partido ni aún adónde queremos llegar. No saberlo forma parte, con evidente elocuencia, de la idiosincrasia nacional. Para explicarnos a nosotros mismos requerimos de quienes hagan el análisis desde fuera, para poder validarlo nosotros. Carecemos de un relato nacional sólido y consensuado. No hemos querido o sabido llegar a él. Los que existen están saturados de vacíos, equívocos y contra- dicciones, o por su simplismo tranquilizador, apenas explican nada convincente.

Casi todo el mundo resume la historia colombiana como un conjunto de iniquidades, fracasos y equivocaciones, o como un escenario de continuas catástrofes, y hay quienes se han lucrado con ello. Tienen razón en parte, pero no del todo. Además, este tremendismo a lo Camilo José Cela deja de lado el gran resto. El esfuerzo denodado que sí ha servido de algo —de mucho— y que de mil maneras contradictorias nos ha traído hasta el presente. También ha habido inmensos logros, dignos de contarse, y fruto de un esfuerzo generoso e invaluable. Hay que recurrir a esos logros para no desanimarse ni renunciar, para no saltar al abismo, condición que sigue siendo una alternativa y una amenaza para la susceptible nación colombiana.

“Para explicarnos a nosotros mismos requerimos de quienes hagan el análisis desde fuera, para poder validarlo nosotros”. 

En vivo contraste con lo anterior, la idea de que somos muy ricos nos marcado a fuego en el pasado. ¿Ricos en qué? En recursos naturales, sin duda. Pero pobres para idear formas de “explotarlos”, como entonces se decía, y ahora, cuando ya no pueden ser objeto de desmedida explotación, pobres en inventivas de innovación, y naufragando en excusas para no tener respuestas ciertas para idear otras alternativas.

Si el recurso principal de un país son sus ciudadanos, es hora de que ese sea el vector del proyecto nacional. Y no solo en materia económica. Es tiempo pues, de emprender un esfuerzo sereno por narrar el pasado sin prejuicios ni agendas, para limpiar de acusaciones o de inútiles reproches lo que puede ser comprendido objetivamente, basados solo en los hechos, incluso los más escabrosos, pero también en los que pueden dar el néctar del ánimo vivificante a las generaciones venideras. Es tiempo de empezar a dejar de fracasar. A valorar con sobria justicia lo que se ha logrado, a aprovechar el tiempo para moldear un futuro plausible pero alcanzable, y de abrazar, como dijera Kant en su día, la “mayoría de edad” como nación. Nuestros hijos y sus descendientes lo merecen. 

*Escritor, filósofo y docente. Autor, entre otras publicaciones, de cinco novelas y del ensayo ¿Por qué fracasa Colombia?