Alejandro Cuellar

Después de una gran visita a la capital de Perú, para asistir al famoso festival gastronómico Mistura y a la premiación de los 50 mejores restaurantes de Latinoamérica, vengo a contarles algunas enseñanzas que me fueron transmitidas de una de las culturas gastronómicas más reconocidas del mundo.

Galletas de arroz, brownies de quinua, tortas de garbanzo, son solo algunos de los ejemplos de harinas que reemplazan la de trigo en panes, tortas, postres y galletas. Y están de moda, no solo porque son muy comunes entre los veganos y naturalistas, sino porque le aportan a los platos sabores distintos y originales.
Además, son totalmente recomendados para quienes tienen alergia o intolerancia al gluten, comúnmente conocida como la proteína del trigo, y que les obliga a eliminar este ingrediente de sus dietas.

Yo, afortunadamente, por ser cocinero no sufro del cotidiano problema de no saber qué almorzar en la oficina. Mi oficina es la cocina. Y tampoco tengo el problema de terminar el almuerzo y llegar a la oficina con tanto sueño que mi productividad se vea disminuida en un 70 por ciento. En vista de las recurrentes preguntas en mi blog ‘5 Sentidos’ sobre el tema, finalmente mi curiosidad me pudo y empecé a investigar sobre el asunto.

Siempre me he preguntado por la importancia de la cocina de las abuelas: ¿por qué no se habla de la cocina de las tías o de los primos? ¿Por qué se habla de la cocina de mamá con más emoción, pero queda claro que es jerárquicamente inferior? Y por último: ¿todas las recetas de la abuela pasan a ser recetas de la abuela?

La alimentación de los niños es uno de los principales dolores de cabeza de los padres. Yo, por ejemplo, de niño comía prácticamente todo, hasta los ingredientes raros como aceitunas, alcaparras o quesos madurados. Pero no les voy a mentir, tenía mis conflictos con ciertos ingredientes: el primero era el pimentón en las salsas o estofados, la piel del tomate separada también en estas preparaciones me aterraba, y segundo, las hojas ya blanditas en salsas o sopas como la albahaca, la guasca o el perejil.

Cuando surgió el reto de hacer una sopa que le gustara a ella, confieso que entré en pánico: “No existe una sopa en el mundo que le guste a ella, simplemente no se la han inventado”, pensé, y no es solo el tema del gusto. ¿Creen ustedes que puede haber un juez más tenaz y exigente que el paladar de una niña de 9 años más suspicaz que un zorro y más irónica que Jaime Garzón? Y como decía Julio Cortázar: No tiene importancia lo que yo pienso de Mafalda.

Recuerdo perfectamente el escalofrió que recorrió mi cuerpo cuando me enteré de joven de que la pasta no era italiana y que los tomates se los mostramos nosotros a Europa con el descubrimiento de América. Fue el mismo que sentí cuando me enteré de que el ratón Pérez no existía muchos años atrás, pero un poco más fuerte, ya que de adolescente uno ya cree que lo sabe todo.

Hace 8.000 años, en el lago Titicaca, en la frontera entre Bolivia y Perú, se encontró evidencia de lo que se considera el primer intento de domesticación de la planta, la cual fue muy aprovechada por las civilizaciones andinas por su capacidad de resistir heladas y alturas hasta de 4.300 metros sobre el nivel del mar. No somos conocidos por nuestras papas sino por el maíz, lo reconozco, esto es gracias al Imperio inca que se llegó a extender desde lo que hoy es Argentina hasta Colombia.

Fuese cual fuese su origen, el consumo de té estaba esparcido por todo Asia hace más de un milenio. Pero no fue hasta 1497, con la llegada de los portugueses a India, que Occidente tuvo contacto con él. Y sólo fue hasta 1610 que la Compañía Holandesa de las Indias Orientales hizo la primera importación a Europa; a Francia llegó 25 años después y finalmente fue llevado a Londres por el comerciante Thomas Garraway.

Al terminar su aprendizaje en el mundo de lo salado, Albert pasó al de lo dulce. A su vez, ese año Lutaud se retiró para montar su propio restaurante en Alicante, dejando a Ferrán como único jefe de cocina.