FOTOS JAVIER VALDIVIESO (VALDAVISION) / CORTESÍA KATIE JAMES
17 de Marzo de 2023
Por:
Diego Montoya Chica

Incluso si tiene genes británicos, Katie James es más colombiana que muchos citadinos en nuestro país. Este es el testimonio de un talento que trasciende la música y se convierte en una voz para el campesinado nacional.

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Un bambuco de trenza rubia

*Artículo publicado en la edición impresa de febrero de 2022.

KATIE JAMES sabe que las redes sociales funcionan a toda velocidad. Que si un contenido no tiene el no sé qué, no sé dónde –el it factor–, es decir ese rasgo que atrapa la atención de ojos y oídos de inmediato, entonces el público pasa derecho y salta a la siguiente cascada de estímulos al alcance del pulgar. Así es la comunicación de nuestros tiempos. Pues bien: ese famoso vídeo casero de Toitico bien empacao que subió un amigo a YouTube hace dos años y que volvió viral a esta colombobritánica en pocas horas, logra que uno se detenga. ¿Por qué?

“Inicialmente, a la gente le pareció raro, en el sentido de por qué una mujer que tiene rasgos extranjeros estaba cantando un bambuco”, dice Katie en una llamada de Google Meets que atiende desde la finca donde vive cuando no está de gira o grabando en Bogotá. El predio queda en el corazón de los Andes colombianos. Y minutos antes de sentarse en el rincón de la casa donde mejor entra la señal de internet, Katie estaba abonando las cebollas puerro de una huerta donde crecen hortalizas, tubérculos, frutales, aromáticas y hasta caña de azúcar. Así ha vivido siempre esta mujer de 36 años que, cuando tenía 2, llegó a Colombia desde Irlanda bajo el manto de su familia y de una comunidad de hippies británicos, esos que echaron raíces en Icononzo, Tolima, en 1988. Cuando los colombianos pensamos en ese año, sabemos que se trata de uno de los picos de violencia política que han azotado al campo.

Y Katie, como tantos otros campesinos, ha sido víctima de esa violencia por lo menos en dos ocasiones: cuando su comunidad –autodenominada Atlantis– fue obligada a desplazarse, y cuando las Farc asesinaron a un sobrino suyo que, por ser su contemporáneo, le era como un hermano.

Pero dicha superposición de factores tradicionalmente lejanos (una mujer rubia y de ojos azules cantando música tradicional del campo colombiano) no fue lo único, ni lo más importante que atrapó a quienes han sumado 2,7 millones de reproducciones de Toitico bien empacao en YouTube. “Al escuchar la canción, que es como un jaloncito de orejas, ocurrieron cosas –explica Katie–: la gente del campo se sintió identificada con todos los productos que menciono, y también en que han sentido esa distancia y ese desdén por parte de la gente de la ciudad. Por su parte, la gente de la urbe sintió cierta nostalgia del campo”.

Es cierto. Si bien en una forma bella, el jalón de orejas está dirigido a quienes aceptan que las ciudades sean barriles sin fondo para los recursos naturales; que el planeta se ahogue en una humareda tóxica; que haya montañas de residuos, sobre todo plásticos, que luego van a dar a las tripas del mar, y que la población de nuestra especie se haya triplicado desde los años cincuenta.... Todo ello a la sombra de una idea turbia del “progreso”.

Para Katie, en cambio, nada de eso es aceptable: lo sabe ella que ha vivido de manera natural, sin luz eléctrica, durmiendo desde temprano porque a la madrugada siguiente la esperan las botas de caucho, el ordeño, el azadón o el trapiche. De hecho, la inspiración musical la sorprende muchas veces mientras trabaja en las labores del campo, es decir cuando facilita a que tenga lugar el ciclo perfecto de la vida, el que nace en la comida, cae en residuos orgánicos y renace en una huerta alimentada con agua limpia.

Al público, que es tan caprichoso, quizá le bastaría que Katie fuera únicamente esa voz de suavidad madura, aterciopelada, con la que canta; o esa simbiosis tan natural que tiene con la guitarra, que entre sus dedos pareciera tan fácil de tocar. Pero Katie James es mucho más que eso: es un compromiso con la vida del campo y con la protección del medioambiente.

En su obra está muy presente esa relación, a veces conflictiva y a veces armónica, entre el campo y la ciudad. La mayoría de los colombianos tenemos ancestralidad campesina, pero en la urbe eso se niega y se olvida. ¿Cómo ha sido vivir en carne propia esa dualidad?

Justamente, en este momento siento que necesito un equilibrio entre esos dos mundos. No podría vivir sin un contacto frecuente con el campo, pero por mi carrera musical, Bogotá ha sido fundamental. Allí estudié música y allí conocí a algunos de mis mejores amigos. Pero sí tengo mis conflictos con ella, por ejemplo, en la manera como se gestionan los residuos orgánicos. Aquí en la finca, esos desperdicios van para los cuyes, que se los comen y los convierten en estiércol para la huerta, en un ciclo perfecto. Por el contrario, en Bogotá me impresiona el exceso de plástico y que, por más cuidadoso que uno sea, uno contamina: tomando el taxi, comprando alimentos que no son orgánicos, consumiendo empaques que no son totalmente reciclables. Quienes no han tenido la experiencia de vivir en el campo –pero en el campo de verdad; no solo observando los pajaritos desde una hamaca– no tienen ese conflicto porque su vida siempre ha sido así, echando los desperdicios en la caneca y que se la lleven: de ahí para delante, ni idea qué pase con ellos.

¿Y entonces ha querido mandar a la ciudad “a la porra”?

Pues últimamente he estado pensando en irme a una ciudad más pequeña, o quizá también tener una tierrita más cerca a Bogotá, donde pueda cultivar y tener mi estilo de vida natural pero más cerca para los conciertos y demás actividades. La finca donde estoy es hermosísima, ¡pero es bien lejos!

¿Dónde es?

En el municipio de La Argentina, en el Huila, casi llegando al Cauca, cerca del Parque Nacional Puracé.

Y en las dinámicas del día a día, ¿qué se siente más cerca de Bogotá: el municipio de La Argentina, o alguna ciudad europea como Londres, de donde es su madre?

Culturalmente somos muy diferentes con los británicos, pero definitivamente Londres: un bogotano allí se siente más en casa que si va a una finca a echar pala.

Con eso conecto al tema de la violencia política en Colombia, que usted vivió de cerca. Según esas experiencias, ¿la guerra es una cosa de buenos y de malos?

Definitivamente no. Sí creo que existen personas malas y personas buenas, cosa que tiene que ver con su contexto y sus vivencias, pero no creo en que haya buenos y malos si separamos la cosa entre bandos: ambos tipos de gente existe dentro de cada organización. Así lo vi yo, que crecí en zona roja, en un lugar donde las Farc estuvieron siempre. Durante nuestros primeros años en el Tolima, había un comandante entre comillas “bueno”, y entonces la región era tranquila. Se cuidaban mucho los temas ecológicos, estaba prohibida la caza y la tala, era una zona con mucha fauna silvestre y mucha agua. Pero luego, dentro del mismo movimiento, llegó otro comandante que fue un absoluto desastre, así como lo eran también sus milicianos. Y nuestros familiares estuvieron entre las muchas víctimas que entonces produjo ese grupo.

Recuerdo mucho que mi hermana se fue, cuando tenía 19 años, hasta el Caguán, cuando allí tenían lugar las conversaciones con el Gobierno. Y tuvo una reunión con Alfonso Cano, en la que le preguntó: “¿Ustedes por qué están permitiendo esas acciones y perdiendo el apoyo de la gente a la que, supuestamente, representan y protegen?”. Allí, ella se dio cuenta de que había una desconexión gigante de ideales entre la cúpula y lo que ocurría abajo. 

¿Pero a qué acciones en terreno de la guerrilla se refería su hermana?

¡Pues a que mataban a muchísima gente por cualquier razón! Porque los miraron mal, por ejemplo. Como le sucedió a mi sobrino, un muchacho supertímido y noble de 18 años, totalmente inocente. E insisto en eso porque habrá quienes piensen: “Seguro estarían metidos en cuentos raros”. No: no estaban metidos en absolutamente nada, los mataron porque sí. Yo no he vivido en zona de paramilitares, pero sé que las atrocidades que ellos cometieron también fueron terribles.

Usted creció en un entorno sin privilegios “tradicionales”, esos que la gente en la ciudad piensa que son privilegios. Pero yo estoy seguro de que su vida estuvo y está llena de privilegios en otros sentidos. ¿Cómo?

Sí, así es. Vivir en una finca como la que tenemos ahora, donde nadie vive más arriba de nosotros y por lo tanto el agua baja totalmente limpia: ese es un privilegio invaluable. Ahora, hay que decir una cosa: fue un privilegio crecer en el campo, pero con una mentalidad distinta a la de un gran número de campesinos, en el sentido de que mi madre –que creció en Londres, totalmente urbana– tomó la decisión de irse al campo conscientemente, con la mentalidad de que estábamos viviendo en un paraíso. Lo digo porque, lamentablemente, muchos campesinos piensan más desde otro lugar: el de que están ahí porque no tienen más opciones, el de la pobreza, el de que el progreso, supuestamente, es la ciudad.


La vida de ustedes parece sacada de la literatura. Pero el personaje que sería protagonista de un relato épico es su madre, que estando en Inishfree, Irlanda, decidió agarrar familia y maletas y echar raíces en el campo colombiano. ¿Qué mirada tiene hoy usted de ella?

Mi sentimiento principal es de gratitud y de admiración. A veces tenemos choques, como cualquier madre e hija. Pero me siento afortunada por el estilo de vida que nos dio. Por enseñarnos como siempre a mirar el mundo desde una perspectiva distinta a lo convencional. Y siento que en mi adultez he ido entendiendo más sus decisiones. Porque en la adolescencia uno siempre quiere hacer algo distinto y romper con lo que siempre tuvo, y decir “no, yo mejor me voy a la ciudad”... y luego, piensa uno: “Huy no, mi mamá sí tenía razón”.

 

Ella es una mujer radical: nada es a medias. Decide que vamos a cultivar todo orgánico y entonces eso significa que no importa que las babosas se coman el 80 % de los repollos. Que no vamos a comer carne y entonces nadie puede llegar con un enlatado de atún a la finca y comérselo por allá a escondidas. Tiene ciertas reglas que son absolutas. Y eso me gusta.


“Un bogotano se siente más en casa en Londres que si va a una finca a ‘echar pala” 

En un video de esos en los que usted explica de dónde vienen sus canciones, habló de cómo Arrurrú parte, en alguna medida, de un conflicto con el tema de la maternidad. Le dice a una hija imaginaria que mejor no venga a este mundo, que se quede en sus fantasías: “Quédate jugando donde estás, en tu mundo de colores, donde tus ojitos no tendrán que ver jamás nuestras armas y nuestros dolores”. ¿Ante su esfera personal, gana la conciencia social y ambiental que aduce usted en el video?

 

Hasta el momento, sí va ganando. Tengo 36 años y no me quedan tantos más para pensarlo –aunque siempre supe que si llegara a ser mamá, no habría querido serlo muy joven–. Y soy muy consciente de que me voy a perder, quizás, del amor más grande de la vida, porque cuando hablo con mis hermanas que son mamás, me lo dicen: “El amor que uno siente por un hijo no se parece a ningún otro amor”. Pero siento que muchos de los problemas del mundo se dan por la sobrepoblación, por ejemplo –y claro, por la mala distribución de los recursos–. Pero en general somos muchos, de manera que eso pesa mucho no solamente en como yo imagino que viviría esa niña o niño que pudiera yo tener, sino que yo también soy bastante animalista. Para mí, es muy impor- tante dejar un espacio a todos los demás seres de este planeta, y entre más humanos seamos, le vamos quitando más a todas las otras especies que merecen estar aquí tanto como nosotros.

Además, no “hay que” tenerlos, ¿cierto? Por fortuna, hoy crece esa consciencia...

Y existe la opción de adoptar si uno después se arrepiente.

Uno compara Cold and Dry, su disco de 2014, con Humano, de 2021, y nota que abandonó algunas fórmulas del rock anglo, este incluso perceptible en Semillas de paz (2003) su primer trabajo discográfico, al que también se le nota algo de inspiración en el rock argentino. Parece que ahora opta por algo que suena más personal. ¿Qué esencia está descubriendo?

Hay varios factores. Primero, que un álbum, a fin de cuentas, es como un registro de los intereses musicales que uno tenga cuando lo hizo. Por otro lado, uno no compone canciones pensando antes: “Voy a componer un country”, por ejemplo, sino que es un proceso intuitivo, con su ritmo implícito. A veces, las canciones mismas piden un instrumento: la canción Humano, superprofunda, tiene un chelo porque para mí este representa emoción desde las entrañas. La canción de la ensalada, por su parte, tiene un banjo, porque la compuso mi tía en un ritmo country y porque es alegre, con un sentido del humor muy especial. Y otro factor es el productor: Cold and Dry lo produjo Toño Castillo, mientras que los otros dos álbumes, Respirar y Humano, los produje yo, el último también con Camilo Giraldo. Pero sí: Humano es el registro de la Katie más reciente, que tiene un interés enfocado en lo latinoamericano, y eso es evidente en sus canciones, que son todas en español, por ejemplo.