01 de noviembre del 2024
Con 82 años, el británico se presenta en el Estadio El Campín este 1 de noviembre. El concierto hace parte de su gira Got Back. Foto: cortesía Páramo Presenta
Con 82 años, el británico se presenta en el Estadio El Campín este 1 de noviembre. El concierto hace parte de su gira Got Back. Foto: cortesía Páramo Presenta
28 de Octubre de 2024
Por:
Ricardo Silva Romero

Uno de los autores más admirados de Colombia escribió esta autobiografía cuyas vivencias narradas son, en realidad, canciones del ex-Beatle. 

Los milagros de Paul McCartney

 

DE VEZ EN CUANDO noto que una costumbre es en verdad un milagro. Que uno pueda hacerle una videollamada a un amigo que está en el otro lado del mundo, por ejemplo, no es normal. Que uno pueda ‘bajar’ al televisor un clásico del cine de tres horas, en treinta segundos, no es un gesto cotidiano. Que llegue el mercado en menos de diez minutos es magia de verdad. Y que vuelva Paul McCartney a Bogotá, o sea, que no solo hayamos estado vivos al tiempo con ese ser humano que compuso For No One y Yesterday y I’ve Just Seen a Face y Eleanor Rigby y Every Night y Wanderlust y Calico Skies y Too Much Rain —y así hasta el infinito—, sino que además vaya a cantarnos de nuevo a unas cuadras de la casa, es sobrenatural e inverosímil, pero es cierto. Qué época esta. La ciencia ficción es neorrealismo. Y Paul McCartney sí existe y está a punto de volver.

 

Preguntarle a un seguidor de los Beatles cuál es su Beatle favorito —como tanteando si uno es amargo, dulce, ácido o salado— es una salida en falso, una babosada, una afrenta, por decir lo menos. Hay mañanas en las que John Lennon tiene toda la razón: “La vida es lo que pasa cuando estás muy ocupado haciendo planes”. Hay tardes en las que no hay nadie más lúcido que George Harrison en todo el mundo: “Si no sabes a dónde vas, cualquier camino te llevará allá”. Hay noches en las que Ringo Starr se pone a cantar “todo lo que tengo es una fotografía que me recuerda que no vas a volver”, como velando a los muertos que se quedaron en el presente. Y hay madrugadas en las que Paul McCartney contagia un coraje que es solo suyo: “Y, al final, el amor que recibes es igual al amor que das”.

A principios de este año, el músico visitó la exposición Paul McCartney Photographs 1963-64: Eyes of the Storm, en el Museo de Brooklyn. Foto: Getty Images

Resulta inevitable que el músico más popular de la historia, con sus 500 millones de álbumes vendidos, sea puesto en duda de tanto en tanto por los críticos esnobs, pero no hay que ser un genio ni hay que ser un periodista investigativo para caer en cuenta de que Paul McCartney es —ni más ni menos— un Beatle de pie.

 

Todos son mis Beatles favoritos, pero McCartney es un mito que sigue siendo historia: un Shakespeare, un Da Vinci, un Chaplin que está vivo. McCartney es un milagro que sigue haciendo milagros: ¿cómo pueden venir de una misma persona We Can Work It Out y Penny Lane y Blackbird y With a Little Luck y Another Day y Here Today Put It There y I Owe It All To You? Si uno lo ha seguido de álbum en álbum en álbum hasta hoy, ha tenido refugio y remedio en los episodios traicioneros de la vida.

 

For No One

Cuando yo era muy niño, y poníamos los álbumes en un tocadiscos colorido que parecía una rocola, escuchábamos todos los días una compilación extraordinaria —con una cubierta brillante e inesperada del diseñador John Byrne— que se llamaba The Beatles Ballads: veinte canciones, diez por cada lado, desde Yesterday hasta Let It Be. Todo era estremecedor en ese disco que tocaba reparar con colorete porque de tanto dar vueltas vivía rayándose y rayándose más. Todo en esa grabación era lo más bello del mundo. Pero mi hermano Eduardo me fue convenciendo de que no había otra canción como For No One: “Es todo lo que es maravilloso de Paul McCartney en una sola canción”, dijo luego Elvis Costello. La precisión, verso por verso, para retratar el duelo de un amor. La grabación limpia del productor George Martin. El corno francés de Alan Civil cruzando los límites en la mitad de la canción.

 

Yesterday

Yesterday es, decía, la primera canción de The Beatles Ballads: si uno no la ha oído antes, si uno no la ha oído mucho porque tiene cinco, seis, siete años, se queda callado cuando suena. Yesterday ponía de acuerdo los gustos de mis papás. Obligaba a mi papá, que temía a la música porque la música articula la vulnerabilidad, a lanzar elogios sueltos: “La voz es perfecta”, decía. Quizás porque ha sido manoseada como un cliché, quizás porque se han grabado 2.200 versiones hasta volver costumbre un milagro, hoy en día se parece al propio McCartney: se da por hecho como las pirámides de Egipto y se da por sentado como el Quijote. Pero haga usted el ejercicio de olvidarla, como la olvida el mundo de la película que lleva el mismo título, Yesterday, de Danny Boyle y Richard Curtis, a ver si no tiene la belleza que suele encontrarse en la naturaleza.

 

 I’ve Just Seen a Face

Luego, cuando tuve doce, trece, catorce años hasta reconocer que la vida es irreversible e incierta, comenzamos a hacer una colección de discos compactos con la sensación de que estábamos traicionado nuestra colección de acetatos. El primer CD que compramos fue Help! (1965). Y, por supuesto, se volvió un alivio una y otra vez porque tenía adentro Help!, You’ve Got to Hide Your Love Away, Ticket to Ride e It’s Only Love, pero sobre todo, porque guardaba por ahí mi canción favorita de los Beatles: I’ve Just Seen a Face. Que parece country, folk, pop: lo que usted quiera. Y, sin aspavientos, sin dramatismos, sin mañoserías, logra retratar el amor que uno sospecha a primera vista. Pienso en el día en el que me presentaron a mi esposa. Me quedé pensando —y aquí estoy— en esa cara que acababa de ver.

 

Eleanor Rigby

Cuando cumplí diecisiete, forzado por los hechos a ser una persona con películas, canciones, pinturas, novelas preferidas, hice el tránsito de la música que oíamos todos a la música que oía yo. Empecé mi colección de Paul Simon. Me quedé con los dos discos de Tracy Chapman. Fui sumándole a mi repisa de CD todos los álbumes de los Beatles, todos, desde los que sacaron juntos hasta los que sacaron solos, desde los conciertos que grabaron hasta los bootlegs. De la Navidad de 1992, recuerdo el concierto en Japón de George Harrison y los grandes éxitos de Paul McCartney en los que venía No More Lonely Nights, pero sobre todo recuerdo Eleanor Rigby, de Rubber Soul (1965), porque, como estaba empezando a escribir, me pareció que había que ser genial para escribir una canción que contenía una novela en cada estrofa: ¿qué más hay que saber del Padre McKenzie aparte de que cose sus propias medias en la soledad de su habitación?

 

Every Night

Sufrí un poco la universidad. Creo sinceramente que fue mi culpa. Pero conseguí lidiar la desazón a punta de mi colección de discos: la nostálgica, emocionante, tensa Every Night, del álbum McCartney (1970), se me apareció en un concierto desconectado que ahora se consigue en plataformas, y se me volvió una puerta para valorar los sonidos tan diferentes que han tenido las bandas de Paul McCartney, y para ir descubriendo de disco en disco esa facilidad providencial para componer melodías —y ponerles letras dignas, exactas— que parecen haber vivido desde siempre. Resulta increíble que alguien haya tenido que inventárselas porque son bellísimamente obvias. Pero resulta aún más extraño que se las haya inventado siempre el mismo hombre.

 

Wanderlust

Cuando estaba terminando la universidad, o sea viendo la luz al final del túnel, completé mi colección de McCartney. Tenía ya mi antología mental de álbumes inesperados que me parecía increíble —no conocía a mi amigo Juan Esteban Constaín— que nadie más notara: Red Rose Speedway (1973), Pipes of Peace (1983), Press to Play (1986), Flowers in the Dirt (1989) y Off the Ground (1993). Pero entonces llegó el disco que no había podido conseguir: Tug of War (1982). Y, entre todas sus canciones estupendas, había una que se me aparecía todo el tiempo: Wanderlust. Es un recuerdo de McCartney: el viaje en un barco en el que se sintió libre después de sobrevivir a días terribles. Y yo, que veía venir el alud de la adultez, me la tomé como una canción sobre el coraje, sobre la vida contra viento y marea.

 

Calico Skies

Cumplo treinta años de esperar “el nuevo disco de Paul McCartney”. Cada uno de esos álbumes, de Off the Ground en adelante, han sido una fortuna para mí. Pero Flaming Pie (1997), el que vino después de que los Beatles sacaran el libro, el documental y el tríptico de discos de su Anthology, me confirmó la buena suerte que hemos tenido en estas seis décadas de McCartney. En Flaming Pie hay siete canciones, por lo menos, que uno podría llamar “la mejor”. Pero yo me guardé Calico Skies, “I will hold you for as long as you like / I’ll hold you for the rest of my life”, hasta que trece años después se la pude dedicar a la única persona a la que se la podía dedicar. Para eso sirve la ficción: para ir de la infancia a la vejez sin extraviarse del todo.

 

Too Much Rain

Ninguno de los discos que vino después se me ha quedado corto: No Other Baby, de Run Devil Run (1999), fue más que suficiente; Ever Present Past, de Memory Almost Full (2007), sirvió como recordatorio de que cantar es responderle al paso de la vida; New, de New (2013), vino de una fábrica de clásicos. Pero Too Much Rain, del magistral Chaos and Creation in the Backyard (2005), es una de las ficciones más bellas que he escuchado yo a estas alturas de la vida. Sonará exagerado. Mi papá se burlaba de mí, repito, porque tiendo a decir que toda canción que me gusta es “una de las mejores”. Pero eso es lo que siento: “Laugh, when your eyes are burning / Smile, when your heart is filled with pain / Sigh, as you brush away your sorrow / Make a vow, that’s it’s not going to happen again / It’s not right, in one life / Too much rain”, canta McCartney, y uno sabe, a los treinta, los cuarenta, los cincuenta, qué está reconociendo.

 

Termino con un recuerdo. Fuimos al concierto de Paul McCartney, en El Campín, el jueves 19 de abril de 2012. Habíamos ido a varios más de varios más: conciertos fallidos, conciertos sublimes, conciertos competentes. Me parece increíble que no estuviéramos casados. Me parece increíble que haya habido alguna vez en la que no estuviéramos casados. Porque salimos felices, los dos, con la sensación de haber asistido a una alucinación: una antología de milagros puesta en escena por un talento irrepetible e incansable que siempre va a ser un hecho, un patrimonio para quien quiera heredarlo. Supimos que no era normal que McCartney estuviera en Bogotá, ni que pusiera en marcha semejante presentación, ni que hubiera compuesto tantos hallazgos. No tratamos de conocerlo. No nos paramos por ahí a ver si lo teníamos cerca porque su música ha sido y es y será —pensamos— más que suficiente. Simplemente, nos dimos cuenta de que era increíble, pero cierto. Y volvimos a nuestra casa, como en Calico Skies, a seguir viviendo.

 

Y no solo hemos seguido viviendo en estos doce años, y mejorando, de paso, en la tarea de vivir, sino que acabamos de enterarnos de que McCartney está a punto de volver.