Retrato de Puccini por  Attilio Badodi, tomado  en Milán en 1924. Foto: Creative Commons.
Retrato de Puccini por Attilio Badodi, tomado en Milán en 1924. Foto: Creative Commons.
10 de Noviembre de 2022
Por:
Emilio Sanmiguel emiliosan1955@gmail.com

Dos óperas del compositor italiano, fallecido hace 98 años, develan su sensibilidad en torno a China y Japón.

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El lejano oriente, según Puccini

Si se hace caso omiso de Edgar, que es una rareza dentro de la producción de Puccini, todas las protagonistas de sus óperas son mujeres y cada una posee una fuerte personalidad.

Anna, la de Le Villi, de 1884, es un vampiro que regresa para vengarse de un amante traidor. En Edgar, cinco años posterior, se oponen la temible Tigrana y la dulce Fidelia. A Manon, de 1893, una cortesana le debía la fama y el inicio de su fortuna. Después vino Mimí de La Bohème, una costurera tísica, muy dulce, pero nada tonta para lidiar el mundo de los artistas del París decimonónico. Tosca, de 1900, es la celosa por excelencia, capaz por amor de apuñalar al jefe de la policía romana. En 1910 fue Minnie, dueña de una cantina durante la fiebre del oro en California, tramposa en las cartas y enredada con un bandido. Magda, de La Rondine de 1917, es una especie de Dama de las camelias, pero menos interesante. Por su parte, las tres óperas de El tríptico de 1918 no defraudan: Giorgietta de Il tabarro es amante de un subalterno de su marido, Angélica de Suor Angelica es torturada por una perversa tía por un hijo fuera de las normas, y en Gianni Schicchi hay de todo: una quinceañera, Lauretta, amenaza con el suicidio, y Zita es pretenciosa y avara.

Quedan las protagonistas de este artículo: Cio-Cio San, la japonesa de Madama Butterfly, y Turandot, la princesa china. Son las exóticas de la galería, porque salvo Minnie, que es norteamericana, las demás son europeas.

Puccini decía que Cio-Cio San era su favorita, por ser la más indefensa. Turandot, en apariencia la más imperiosa, a la hora de la verdad se vuelve una mansa paloma. Curiosamente, en la composición de las dos, los problemas de salud parecen dejar su huella. Aunque ser categórico es por lo menos desagradable, sin ánimo de dogmatismos van, para cada título, dos recomendaciones. La primera, de audio; la segunda, de vídeo.

En 1900, Puccini asistió a una representación de Madama Butterfly de David Belasco, que accedió a que su obra se convirtiera en ópera. El tema venía de Madame Butterfly de John Luther Long, basado en un relato de su hermana Jennie Correl sobre la historia de Tsuru Yamamura, quien tuvo una hija con un escocés, y de Madame Chrysanthème, relato autobiográfico del francés Pierre Lotti. Del libreto se encargaron Illica y Giacosa.

Puccini, muy serio, se reunió con Kawakami Sada Yacco, una actriz japonesa que lo ilustró sobre las costumbres y manera de cantar en su país, y luego con la señora Ohyama, esposa del embajador japonés, para lo mismo.

Por una afección de garganta, el compositor visitó Lucca en febrero de 1903, desoyendo los consejos de Alfredo Casselli de no tomar carretera por la niebla y el hielo. Su carro patinó en una curva y rodó cuatro metros. Se salvó de milagro, tuvo una fractura y el médico hizo mal su trabajo: quedó cojo por el resto de su vida y preso en su casa, sin poder verse con su amante, una tal Corinne, apodada ‘La piamontesa’. Su mujer, hermanas y su cuñada lo vigilaban constantemente.

Así, prisionero, la compuso. El estreno ocurrió el 17 de febrero de 1904 en la Scala de Milán y fracasó por la extensión del acto II. La rehízo en tres y triunfó en el Teatro Grande de Brescia en mayo del mismo año.

Hoy en día se prefiere la versión original con su inspirado interludio y coro A bocca chiusa. Obra maestra, sobre medidas para quienes abrigan sentimientos antinorteamericanos: Pinkerton, un marino estadounidense, contrae un matrimonio ventajoso con una japonesa a quien abandona; regresa tres años después para llevarse al hijo habido con Cio-Cio San, nombre de la protagonista que, sumisa, obedece y se suicida.

La versión en audio solo competiría con la de Victoria de los Ángeles y Jussi Björling, solo que esta, de Herbert von Karajan, la supera en la calidad del sonido. Mirella Freni, la soprano italiana —quien nunca la hizo en escena— es Cio-Cio San, y Pinkerton, Luciano Pavarotti, en la cumbre de su legendaria carrera. Como un lujo inesperado, Suzuki es Christa Ludwig.

La que es en video, puesta en escena de Pier Luigi Pizzi en el Sferisterio de Macerata, tiene una escenografía muy cercana al Japón imaginado por Puccini, de tarjeta postal. El elenco es impecable: Raffaella Angeletti es Cio-Cio San y Massimiliano Pisapia es el marino. Annunziata Vestri, Suzuki. Impecable dirección de Daniele Callegari. Pizzi propone una Cio Cio San occidentalizada para la primera parte del acto II y un detalle de gran efecto: Suzuki se encarga de rematar el hara kiri de la protagonista.

Hasta el advenimiento de los 3 tenores en los mundiales de fútbol, Turandot, canto del cisne del compositor, no era popular. No al menos como Bohème, Tosca o Butterfly.

Sus problemas de garganta se complicaron de manera paulatina. Tras una cadena de equivocaciones, le diagnosticaron cáncer en 1924. Ante la gravedad de la situación y la imposibilidad de practicarle una cirugía, le recomendaron un tratamiento de rayos X. Inicialmente no se tomó muy en serio el asunto por andar enfrascado en la composición de Turandot, por la que se interesó a raíz de la lectura de la adaptación que, del tema de Carlo Gozzi del siglo XVIII, hizo Friedrich Schiller, a su vez proveniente de una traducción que de Los mil y un días realizó François Petit de la Croix en 1722.

Cuando las cosas se agravaron, viajó a Bruselas el 4 de noviembre para iniciar un tratamiento en el Institut de la Couronne que dirigía el doctor Louis Ledoux. Tan se tomaban las cosas a la ligera, que viajó acompañado solo de su hijastro y Elvira, su mujer, se quedó en Milán, convencida de que se trataba de una bronquitis. Lo que le preocupaba era terminar Turandot, en cuya composición seguía trabajando en Bruselas. Hubo una intervención quirúrgica y, finalmente, el 29 de noviembre a las 4 de la mañana falleció, víctima de un infarto.

Dejó instrucciones para que, siguiendo sus 36 páginas de apuntes, Riccardo Zandonai se encargara de terminar la composición. Su hijastro, Tonio, medio de acuerdo con Arturo Toscanini, director de la Scala, prefirió a Franco Alfano. La noche antes del estreno, este último, preocupadísimo y cauteloso, quiso conocer la opinión de Toscanini, que iba a dirigirla. Con su habitual falta de tacto, este le dijo: “Anoche soñé con Puccini, que me abofeteó”. El 25 de abril de 1926, en el estreno, tras la muerte de Liù, Toscanini puso la batuta sobre el atril y se dirigió al público: “En este punto murió el maestro”.

La recomendada en audio fue y sigue siendo la versión de referencia, la soprano sueca Birgit Nilsson es Turandot y su compatriota, el tenor Jussi Björling es Calaf, en tanto que de Liù se encarga una de las ‘puccinianas’ más grandes de todos los tiempos: Renata Tebaldi. Erich Leinsdorf dirige, magistralmente, la parte musical.

 

La que es en video, de 1999, es una leyenda: puesta en escena en la Ciudad prohibida de Pekín, el supuesto escenario real de la historia. Obviamente es fastuosa: Giovanna Cassolla es una muy buena Turandot, Sergei Larin, un impecable Calaf y Barbara Fritolli, una Liù fabulosa. La dirección de Zubin Metha es impecable.