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28 de Junio de 2021
Por:
Emilio Sanmiguel emiliosan1955@gmail.com
TAGS: Colombia, Música

Cinco cantos del cisne

CON FRECUENCIA se dice que el final de la carrera de los grandes compositores es su ‘canto del cisne’. Desde luego, cuando al final de su vida dejan para la posteridad verdaderos monumentos. 

 

No lo consiguió, por ejemplo, Antonio Vivaldi, que vivió los años más gloriosos de su carrera en Venecia y fue a morir en Viena, a los 63 años, amargado e ignorado, porque en ese momento, 1741, su música resultó ya pasada de moda para los gustos de la época. Menos aún Robert Schumann, que murió en el más deplorable estado de alienación en un sanatorio para enfermos mentales en Endenich, a las afueras de Bonn, en 1856, a los 46 años. Tampoco Hugo Wolff, que ni siquiera consiguió desarrollar el asombroso talento que evidencian los cerca de 200 lieder que alcanzó a escribir, pero, como Schumann, terminó en un asilo psiquiátrico de Viena en 1898, donde murió cinco años más tarde, a los 43 años.

 

Otro caso extraño es Igor Stravinsky, uno de los más geniales, revolucionarios y versátiles com- positores de todos los tiempos, porque en materia de popularidad, o reconocimiento, todo va a la inversa: sus obras de juventud mantienen la súbita popularidad que alcanzaron desde el primer momento; no tan populares las de su época neoclásica y menos las de la dodecafónica, probablemente la más experimental y audaz. En esas lo sorprendió la muerte en 1971, tenía 89 años, se lo consideraba toda una leyenda de la música ‘moderna’, pero esas últimas creaciones raramente llegan a las salas de concierto.

 

Verdi se despidió del mundo ya anciano, con la más juvenil de sus óperas, Falstaff, y Puccini no pudo terminar la última, Turandot. De concluirla encargaron a Franco Alfano, que no logró hacer algo memorable,  pero lo que ya Puccini había escrito era tan fascinante que Turandot está sólidamente instalada en el repertorio como toda una obra maestra.

 

Otros sí consiguen con su canto del cisne salir por la puerta grande.

 

1. JOHANN SEBASTIAN BACH

Si Monteverdi fue el primero de los barrocos, Bach fue el más grande de su tiempo y de todos los tiempos. Sorprende saber que no fue famoso y tardó mucho en llegar a serlo. Tal vez por eso una buena parte de su legado, que fue repartido entre sus hijos, desapareció, aunque lo que se conserva es suficiente para saber que fue el más grande en todos los campos musicales que cultivó, salvo la ópera. En 1747 tenía 62 años y se desempeñaba como Kantor de la Iglesia de Santo Tomás en Leipzig. Para entonces ya había concluido las tres series de Cantatas para ser interpretadas a lo largo del año litúrgico cada tres años, los oratorios, el Clave bien temperado, la obra para órgano, música de cámara, conciertos y las Pasiones. Emprende entonces la faena del capítulo final de su legado, que consiste en terminar el Concierto italiano, la Misa en Si menor, la Ofrenda musical, las Variaciones Goldberg y, ciego, le dicta a su yerno su última obra, que se queda inconclusa: El arte de la fuga. Son obras que condensan su sabiduría musical, una extraña mezcla entre arte y ciencia que, a la fecha, no ha sido superada. En 1750 falleció a los 65 años. 

 

Las obras que estos compositores nos dejaron justo antes de morir son pruebas irrefutables de su genialidad.

 

 

2. CLAUDIO MONTEVERDI

 

Uno de esos raros casos de la historia el de Claudio Monteverdi (Cremona, 1567 Venecia, 1643), que se permitió ser el último de los grandes del Renacimiento y el primero del Barroco. Así se mantuvo a lo largo de toda su vida, llevando la polifonía renacentista a sus últimas consecuencias en sus colecciones de madrigales y haciendo del invento de 1597 de la Camerata florentina, la ópera, un espectáculo capaz de cautivar el gusto del público hasta nuestros días. Desde el punto de vista dramatúrgico se lo considera el verdadero inventor de la ópera. En 1640, a los 72 años, cerró las puertas renacentistas con Selva morale e spirituale, que resume su dominio de arte de la polifonía, y simultáneamente estrenó en el Teatro de San Cassiano de Venecia El retorno de Ulises a la patria, una ópera en la que renuncia a complacer los gustos de la nobleza y opta mejor por los del público, en un gesto que hoy en día podría calificarse de revolucionario. Dos años más tarde estrena, también en Venecia, la primera ópera histórica La coronación de Popea que marcará el rumbo por el cual van a trasegar todos sus sucesores: la interpretación subjetiva de la verdad histórica, el patriotismo, los celos, las intrigas, el suicidio, el humor, complacer al público con melodías preciosas, el ritmo incesante de los acontecimientos y hasta el erotismo. Ese mismo año murió en Venecia.

 

 

3. WOLFGANG AMADEUS MOZART

El niño prodigio más famoso de la historia, cuando finalmente resolvió independizarse del yugo de su padre, que actuaba como un moderno manager, se trasladó a vivir a Viena, donde alcanzó la madurez musical – pero no la personal– y, de paso, contrajo matrimonio con Constanze von Weber que no puso nada de su parte para poner algo de orden en la casa y en su vida. Del último año proceden dos óperas que desconciertan: La clemenza de Tito, que estilísticamente es una regresión respecto de las cumbres escaladas con Las bodas de Fígaro, Così fan tutte y Don Giovanni y una de las más iluminadas de la historia, La flauta mágica, que representa el nacimiento, nada más y nada menos que de la ópera alemana. Cuando Mozart enfermó, se encontraba trabajando en una de sus partituras más ambiciosas, la Misa de Réquiem, pero no alcanzó a terminarla, porque la muerte lo sorprendió el 5 de diciembre de 1791. Tuvo un entierro de tercera porque no se lo consideraba una de las luminarias de la música de su tiempo. Irresponsable como era, dejó a su viuda e hijos en una situación precaria que llevó a Constanze, para poder cobrar los honorarios pactados, a encargar a Franz Xaver Süssmayr completar el Requiem, que, por una suerte de milagro, el público oye con una asombrosa devoción, como si la totalidad fuera obra de Mozart. A esa colección de últimas obras hay que añadir otra piedra angular del clasicismo: el Concierto para clarinete. Tenía 35 años y todo parece indicar que murió de fiebres reumáticas, producto de su agitada vida de niño prodigio y no asesinado por su rival, Antonio Salieri... esos fueron inventos de Pushkin.

 

 

 

4. LUDWIG VAN BEETHOVEN

El compositor más novelado de la historia es también uno de los más grandes. Como Monteverdi, fue el encargado de cerrar el capítulo del clasicismo de Haydn y Mozart y abrir la gloriosa época romántica. Es un hecho que Beethoven era muy joven cuando empezó a quedarse sordo. Esos problemas debieron presentarse antes de que el siglo XVIII llegara a su final y explotaron con el advenimiento del XIX. A la altura de 1823 ya estaba completamente sordo y aislado del mundo. Ese aislamiento, espiritual y personal, fue decisivo para que su obra escalara una cumbre que se escapó de los ideales musicales de su tiempo y hubo que esperar décadas para poderla asimilar. Durante sus últimos cuatro años de vida compuso dos cumbres sinfónicas, muy diferentes pero trascendentales: la Novena Sinfonía que hasta tanto se demuestre lo contrario es el Himalaya del sinfonismo, y la Missa Solemnis, que a pesar de no gozar de la popularidad de la Novena apenas comparte su sitio privilegiado con la Misa en Si menor de Bach. Además, hay que agregar el conjunto de sus últimos Cuartetos de cuerdas que son el alfa y omega de la música de cámara, y las Variaciones Diabelli para piano, caso único en la historia al conseguir construir una obra maestra a partir de un vals a todas luces mediocre. Cuando murió tenía 57 años, algunos vieneses sabían que era un genio, pero la mayoría pensaba que estaba loco. 

 

 

 

5. FRANZ SCHUBERT

Si de Beethoven los vieneses pensaban que estaba loco, de Schubert, que de los compositores asociados con Viena fue el único nacido allí, no pensaban nada, porque era un ilustre desconocido, salvo para la temible policía secreta de la capital del Imperio austrohúngaro, que le tenía puesto el ojo porque pensaban que era un anarquista. Hoy se sabe que Schubert era bipolar, parrandero hasta lo inimaginable, susceptible, rencoroso, algo tímido y dotado de uno de los talentos más asombrosos que hayan pisado la tierra. Sentía auténtica veneración por Beethoven, a quien aparentemente no conoció, pero asistió a sus funerales en 1827 y portó uno de los estandartes del desfile mortuorio. A pesar de todo, construyó uno de los legados más impresionantes de la historia. Es de hecho el creador del lied como obra absoluta del arte, en la música de cámara dejó tríos, cuartetos y quintetos que más que grandes obras son indispensables del repertorio.

Tras la muerte de Beethoven, en Schubert se operó una especie de milagro misterioso: durante el último año de su vida se entregó a la composición de una manera desaforada, como si tuviese la certeza de que tenía las horas contadas. De ese ímpetu surgieron obras como el Quinteto con dos violonchelos, la Fantasía para piano a cuatro manos en Fa menor, el ciclo Viaje de invierno –que es una de las obras más desoladoras de todo el romanticismo–, los Dos tríos para piano, violín y violonchelo y una colección de lieder que finalmente vio la luz como El canto del cisne, tema de este artículo. Al momento de morir, en 1828, Schubert apenas tenía 32 años.