FOTOS CORTESÍA DISCOVER PUERTO RICO
17 de Noviembre de 2021
Por:
Diego Montoya Chica

 

La Isla de Puerto Rico está resaltada en el mapa de la identidad latinoamericana con un enorme marcador rojo. Revista Credencial y las tarjetas Credencial Visa y Credencial Master Card del Banco de Occidente le ofrecen esta guía para su próximo viaje musical.

 

 

Viaje a la cuna de la salsa

LOS DOS PRIMEROS anillos de la multitud que forcejeaba por el centímetro alrededor de esa tumba se dieron cuenta de lo que estaba pasando y reaccionaron con expresiones de incomodidad: el ataúd parecía no caber en la estructura de piedra que se había diseñado y elaborado para él. ¡Qué vergüen­ za! ¿Para qué habrían exhumado al héroe de donde descansaba en Nueva York, para qué traerlo hasta la isla de Puerto Rico, si no era para darle una sepultura digna al lado de sus seres queridos? “No, chico...”, se lamentó un ponceño según se abría paso y exclamó: “¡pero si esto parece un entierro!”. La mu­ chedumbre produjo entonces maracas, tambores y guitarras, y al entonar la primera canción la caja cedió y se acomodó en su lugar. Pocos recuerdan si lo hizo al son de El cantante, El día de mi suerte, Juanito Alimaña o El periódico de ayer: a fin de cuentas, ya hace 18 años que ocurrió. El caso es que por fin, y para el deleite cultural de Ponce, los restos de Héctor Lavoe retornaban a casa.

El guía Ernie Rivera me relató apartes del episodio frente a la lápida, destino de peregrinaje para melómanos de todo el mundo y, por lo tanto, siempre decorada con flores. “¡Ah! ¡el ‘fervol’ de la gente!”, recordó Ernie, que trabaja para Isla Caribe, una compañía de promoción turística consciente de que el atractivo de su ciudad es, ante todo, el de su patrimonio cultural. Porque sí, es verdad: todo el que tenga cómo puede tomar un avión desde Bogotá a San Juan o incluso directamente a la ‘Perla del sur’, y allí refrescarse con una cerveza Medalla, la local. Puede hacerlo en aquella tiendecilla de barrio, el Colmado Don Chócolo, donde un viejo recorte de prensa colgado en una pared me hizo fruncir levemente el ceño, quizás por una trágica familiaridad que experimentamos los colombianos en el exterior, pues en él había una foto de Lavoe bajo un titular que rezaba: “Hizo enojar a Pablo Escobar Gaviria”. Asimismo, cual­ quiera puede degustar el ron local Don Q –uno Añejo, no más que con un par de hielos, por favor– en El Rastro, un bello restaurante fundado por dos mujeres cuyos periplos por el mundo están resumidos en la carta. El Parque de Bombas está disponible para un paseo y la Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe para los amantes de los templos religiosos.

Pero yo no viajé hasta Puerto Rico para ir a iglesias. Yo, que en Bogotá hago un ‘oso’ voluntario y periódico en los bailaderos nostál­ gicos de la salsa de antaño, quería rastrear el adn de ese ritmo hasta su cuna. Confieso, sin embargo, que cuando me detuve a mirar la ciudad desde el Cerro del Vigía –en su extremo norte y al pie del castillo de los Serrallés, fundadores de la destilería que creó Don Q–, me fue difícil de creer que esa pequeña urbe que se veía ahí abajo, con sus poco más de 140.000 habitantes y que cada noche duerme entre la montaña y el mar Caribe, estuviera resaltada con marcador rojo en el mapa mundial de la salsa, y con ello de la identidad de América Latina.

Me convencieron las pruebas del Ponce Salsa Tour pensado por gestores turísticos como Ernie. Él no solamente me llevó a la tumba de Lavoe. También fuimos al sector denominado Bélgica, donde una esquina ‘saca pecho’ por ser protagonista de unas palabras que siempre recordaremos acompaña­ das por bongos, piano, un cence­ rro, contrabajo y trompetas:

“Después te llevo pa’
Ponce a la casa de Doña
‘Monse’ y nos vamos a
Bélgica allá yo paro en
la seis 
veo a los panas
míos 
y nos vamo’ al Bembé”.

De los rincones de Lavoe salta­ mos a la casa de infancia de Cheo Feliciano, quien con esa voz honda –firme y dulce a la vez, como para escucharle solo verdades–, inmortalizó tonadas como El ratón, Amada mía y Cuando estoy contigo. Cheo niño vivió en el 156 de la Calle Guadalupe, justo frente a un Pastor desde cuya vivienda emanaba, con frecuencia, música clásica. El reli­ gioso notó que el chico escuchaba atento las canciones que dejaban escapar sus ventanas de madera, así que decidió enseñarle sobre ellas. A Feliciano se le debe querer aún más cuando se sabe que hizo hasta lo imposible por sobrevivir a su adicción a la heroína, ese común y horrible paliativo para la fama. Por eso, inspiró en 2015 el Paseo de la salsa Cheo Feliciano, ubicado en otro sector. En uno de los extremos del pequeño callejón flanqueado por bares hay una escultura, y en ella está grabada una partitura de su repertorio: Amada mía. Ernie repa­ ra: “imagínate: es hermoso, ¡pero es un bolero!”. Le pregunté ahí mismo por el amor que por el patrimo­nio salsero tienen las autoridades locales. La respuesta me resultó agridulce: “Desafortunadamente esto no es Cali. Allí quisieran tener nuestros hitos, pues su identidad está ligada al ritmo. Aquí los tene­ mos pero no los apreciamos lo sufi­ ciente”, sostuvo. Recordé el orgullo con el que Luisito Ayala, director de la orquesta Puerto Rican Power, me había dicho el día anterior en Caguas, otra ciudad de la isla: “Alguna vez tocamos frente a más de 100.000 personas en el Parque Simón Bolívar, de Bogotá. Y a Cali vamos desde hace casi 40 años”.


En el Parque de Bombas, este mo­numento recuer­da las proezas de los bomberos ponceños. Abajo, la bandera cuya estrella solitaria representa la isla. 

La Cantera, el barrio que antaño era legendario por ser agreste, nos recibió al cabo de un rato. Tuve la impresión de que sus callecitas tienen un carácter incluso más latinoamericano que el resto de lo que vi en Puerto Rico, y sobre todo en San Juan. Será porque se ven un poco más roídas por la humildad en un país cuyo estatus político parece un eufemismo: ‘territorio no incorporado a los Estados Unidos’; el mismo estatus que –según algu­ nos locales y rebatido por otros– permite la pobreza en la isla pero no la miseria. De esa Cantera salió el músico más elegante del combo: Pedro Juan Rodríguez Ferrer, apo­ dado Pete ‘el conde’ Rodríguez por la indumentaria con la que demos­ traba estatura social después de haber aguantado la discriminación en la división de paracaidistas del ejército de los Estados Unidos, país adonde había emigrado a los trece años, como la inmensa mayoría de sus colegas de escenario. Para entender su legado basta hacer un ejercicio: intente pensar en las pa­ labras Catalina la O, sin cantarlas. Su porte era envidiable: cabellera de fábrica, barba retocada, camisa rojo carmín, blanca la corbata y el vestido. Así lo retrata el mural de la calle que lleva su nombre, la misma donde hay un pequeño museo en su memoria y donde, cada primer sábado de diciembre, se le dedica una fiesta. El mural reza la máxima musical del ‘Conde’: “De dónde viene ese prieto, se pregunta mu­ cha gente, de la Cantera de Ponce vengo yo, con este ritmo caliente”.

No todos los hitos de antaño están bajo tierra. Por las calles se ve frecuentemente a Yolanda Rivera, quien contribuyó a globalizar la salsa con la Sonora Ponceña –qué mejor nombre para la orquesta fundada en 1954 por otro genio local, Quique Lucca, padre del pia­ nista Papo Lucca, aún vigente–. Y es verdad que no todos los héroes puertorriqueños de la salsa vienen de Ponce, ni son nacidos en Puerto Rico. Pero la isla es la columna ver­ tebral de todos ellos. Frankie Ruiz, por ejemplo, es nacido en Estados Unidos pero de origen boricua, lo mismo que Willie Colón, Tito Puente, Eddie y Charlie Palmieri y el monstruo del piano, del Sonido bestial, Richie Ray.

El golpe del viento

¿Qué tenían las generaciones de ponceños nacidas en los treinta y los cuarenta para haber aportado a la salsa, un género al que aún le falta mucho para cumplir un siglo de vida? ¿Por qué una especie de crisis de las big bands en la Nueva York de los años cincuenta y sesen­ ta hizo que estas cedieran al talen­ to inmigrante que venía con una comunidad caribeña? A mí se me ocurrió una respuesta romántica: los puertorriqueños siempre han intentado domar el viento. Tanto de él hay en el Caribe que ha dado para crear música desde tiempos taínos. Si no fuera por la montaña que culmina la cadena montañosa que atraviesa la isla de lado a lado y que la flanquea en su extremo oriental –el Yunque–, quizás ya los huracanes la habrían borrado del mapa. Varios han pegado fuerte y por eso los boricuas los usan como referencias temporales: “Fundé el negocio justo después de Hugo”, refiriéndose al de 1989. “María me cogió en la casa de mis padres...”, recordando el de 2017. De hecho los españoles, que fueron dueños y señores hasta que los norteame­ ricanos invadieron la isla en 1898, no solo vieron que esta colonia era clave por el agua dulce que bro­ taba todo el año de sus montañas ni por los productos agrícolas que en ellas crecían. Notaron, también, el viento: el ancho de cada calle en el casco histórico de San Juan está diseñada de acuerdo con la dirección de la brisa: vías de norte a sur con un ancho X, Y de oriente a occidente con un ancho Y. Con ello, y con las edificaciones que succionaban el aire de la calle hasta su patio principal, lograron una ciudad fresca.


El siglo XIX fue clave en la historia de Ponce, como se aprecia en su arquitec­ tura. Lo curioso es la paleta: el “pastel tropical” . 

Pero ¿y las comunidades pre­ colombinas? No se inventarían el uso del viento los españoles... “Los originarios, cuyo yacimiento ar­ queológico más antiguo en la isla es del 4.000 a. de C. en el sur de Puerto Rico, sí tenían instrumentos de viento”, explicó Ernie. Pero, luego, el arqueólogo destruyó mi teoría. “En realidad, en el adn de la salsa puertorriqueña es preponderante, más bien, la influencia afro”.

Miles y miles de africanos fue­ ron llevados a la fuerza a la isla de Borinquén, como le conocían los indígenas taínos, desde el siglo XVI hasta el XVIII. Venían, en especial, de África centro occidental. Pero como su procedencia y sus lenguas eran diversas, la música les ofreció un espacio para la integración y el diálogo, así como para la comu­ nicación codificada. ¿Cuál sería el carácter de la música latina, de no ser por los que tan cruelmente esclavizaron los colonos y que, aún hoy, son motivo de discriminación racial en todo el continente?

Esas comunidades afro gesta­ ron la bomba, un ritmo marcado por dos tambores principales: el buleador –tradicionalmente elaborado con viejos barriles de ron–, y el subidor, que le acompa­ ña. Asimismo, intervienen en él las maracas y el cua, un aporte taíno a la percusión. Tiempo después, al comenzar el siglo XX, los descen­ dientes de africanos también dieron a luz a una ‘sobrina’ de la bomba a la que denominaron plena, que incorporaba ritmos provenientes de todo el Caribe y cuyos artistas eran juglares: cantaban acerca de todo aquello que fuera de interés público. “La plena debería ser el ritmo nacional de Puerto Rico. Se toca para celebrar matrimonios, cumpleaños, entierros, protestas, eventos deportivos...”, dijo Ernie. Vale la pena visitar la corporación copi, en Loíza, al oriente de San Juan, para ver cómo es esa cultura afropuertorriqueña.

Esas fueron raíces claves para los ‘lavoes’, los ‘felicianos’ y los ‘con­ des’ que emigraron a los Estados Unidos, como lo hizo un porcentaje mayoritario de sus compatriotas –hay seis millones de puertorrique­ ños en el país del norte y 2,9 millo­ nes viven en la isla–. En Nueva York, o “Nueva Yol”, ellos sumaron esa tradición a la rica rama de ritmos cubanos que también anteceden a la salsa: el son, el bolero, la guara­ cha y el mambo, entre otros.

 

 

Amor a la patria

“El callejón de mi abuela queda en Loíza, los tambores suenan cada vez que uno pisa. El cuero está hablando, ¡que nadie se duerma! Hasta a las palmeras le salieron piernas”. Las palabras las grabó René Pérez, o Residente, el cofun­ dador de la agrupación boricua Calle 13, citada como de “reguetón de conservatorio”. Lo hizo para una canción con la que la veterana Susana Baca –que es como la Totó la Momposina del Perú– home­ najeaba los ritmos de Puerto Rico. Pérez, de amores y odios en Puerto Rico porque nadie es profeta en su tierra, es conocido por su devo­ ción por la isla. Por eso pasé por la Perla, el barrio popular de San Juan al que le compuso una canción en compañía del salsero panameño Rubén Blades. El barrio sí es popu­ lar, como se describe en ella, pero lejos está de ser feo. Como me dijo un conductor: “ya quisiera yo tener una casa en la pe’la, ahí frente al ‘mal’”. En su último lanzamiento, de­ nominado René, el músico confiesa la depresión que viene con la fama y que compartió con los salseros de antaño. Uno de los alicientes de esa crisis es la añoranza del hogar de juventud, por el cual daría su dinero y su fama. Si la banda sonora de nuestra infancia también hubiera sido la plena, la bomba, la salsa y todo a lo que suena el Caribe, también diríamos lo que dice él en René: “Aunque mis canciones las cante un alemán, quiero que me entierren en el viejo San Juan”. 

*Este artículo se realizó con el apoyo logístico de Discover Puerto Rico.



OTROS DESTINOS MUSICALES DEL CARIBE

Colombia: el merecumbé, el mapalé, el bullerengue, el porro, el vallenato y la champeta están dentro de los ritmos aportados por nuestra región Caribe. Sin embargo, y aunque ella tiene un pie puesto en el río Magdalena, la cumbia es la reina del mapa.

Cuba: el mambo, el chachachá, el bolero y el son hacen parte del repertorio de ritmos allí desarrollados. A la salsa, Cuba le aportó tanto como Puerto Rico, aunque este crédito es objeto de perma­ nente debate.

República Dominicana: el merengue no habría estado en nuestras fiestas desde la pubertad de no haber sido por esta isla comparti­ da con Haití. La bachata es también dominicana.

Jamaica: desarrolló el reggae a mediados de 1970.

Trinidad y Tobago: gestó el calipso, que tan pronto oímos nos remite a la playa.

Puerto Rico: no solo la bomba y la plena son oriundas de la isla. También lo es el reguetón, que hoy manda en la industria masiva.