Intersección de callecitas empedradas de Old Montreal, el casco antiguo de la principal ciudad de Quebec.
26 de Noviembre de 2021
Por:
Diego Montoya Chica

 

La diversidad cultural es tanta en este país de 38 millones de habitantes que ese es quizás su rasgo más prominente. Seguido de cerca está el otro: lo grandioso de sus ecosistemas.

 

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La verdadera identidad de Canadá

ANALICEMOS este encuentro de idiomas. El bar se llama El Pequeño. Así, en español. Quizá porque la columna vertebral de su carta es el ron –un licor que habla del Caribe– y porque es de verdad diminuto: nomás cuatro mesitas de aire cubano en la intersección de las calles Saint-Vincent y Saint-Amable, en el corazón de Old Montreal, el barrio más antiguo de la ciudad. Las atiende una mesera que toma la orden en francés y que es a la vez bartender y cajera del lugar. Detrás de la barra, la joven prepara cocteles en una danza de pequeños brillos de metal y vidrio, y delante de ella, es una anfitriona especialmente esmerada. Quizá porque las propinas obligatorias son generosas en Canadá –la estándar es de 15 % del total de la cuenta, pero quien desee paga entre 10 y 18 %–, o quizá porque de veras está contenta con lo que hace. Cosa que no parece ser extraña en la mayoría de personas con la que entra uno en contacto en el espacio público y establecimientos de Montreal, una ciudad de 1,8 millones de habitantes, de los cuales casi 30 % son miembros de minorías no blancas.


El Parque Provincial Algonquin, en Ontario, ofrece una oportunidad para conocer la Canadá natural. FOTOS SHUTTERSTOCK 

Dejemos por un momento de lado los idiomas y pasemos a la arquitectura, porque otra cosa llama la atención: el entorno físico de este encuentro entre el francés y el español no parece ser ni español ni francés, sino más bien británico: las paredes y el suelo de esta intersección de callecitas –a pocos pasos de la famosa plaza Jacques Cartier, una especie de zona rosa en el barrio histórico– están forradas en esa piedra clarita y rústica, similar a la de la Inglaterra del siglo XVIII. La razón: tras siete años de guerra contra los franceses –el último en una cadena de viejos conflictos–, en 1763 los ingleses tomaron el control de las colonias europeas en lo que hoy es Canadá, incluyendo esta, la que era de dominio galo. Pese al triunfo inglés, la excolonia francesa conservó el idioma y el resultado es rarísimo: un territorio francófono donde se tiene por líder, aún hoy, a la Reina Isabel II de Inglaterra.



Y como tercer paso de este análisis con coctel en mano, observemos a la gente. La clientela de El Pequeño y la de los establecimientos a su alrededor es tan diversa en origen y raza que es casi indescifrable a ojos latinoamericanos: allá, un hombre sij sale de un restaurante italiano, con su turbante y semblante serio; acá, dos hombres chinos con atuendos asociados al hiphop entrelazan el mandarín con el inglés según incorporan a una mujer estadounidense a su tertulia; y aquí nomás, un nórdico de bermudas que hace fila para entrar al bar contiguo –el Cold Room, un speakeasy– en compañía de una mujer que, quizás, es mexicana.


Tan internacional es el entorno que cuesta entender de qué se trata la identidad más local, aquello que caracteriza al lugar. Eso que hace la cumbia y el vallenato por los colombianos a ojos extranjeros, o, si se quiere, el arroz con coco y la bandeja paisa. ¿Será que es la gastronomía local de Quebec, cuya reina es la poutine, ese cuenco que te sirven con papas a la francesa y pedazos de queso, rociado todo ello con gravy, una salsa producto de la cocción de las carnes? ¿O la tourtière, que es un pie de carne? En parte sí, pero son tradiciones inminentemente europeas.




¿Será entonces la música? Pues no hay nada más ecléctico que la música moderna en Canadá –para la muestra escanee el código QR en este artículo–. Y la tradicional, por lo menos en la costa este, donde están las ciudades más antiguas del país, tiene un marcado aire celta proveniente de las islas británicas y del norte de Francia.


¿Entonces, será una raza o etnia definida? Eso sí que no, pues aunque no es Toronto –la ciudad más diversa del mundo según la BBC– Montreal sí que es mestiza, como se intuye con esa fotografía social alrededor de El Pequeño. Tan es así, que la gente en las calles parece, a veces, como la que proyectaban los genetistas de antaño cuando estos teorizaban sobre cómo se verían los seres humanos en el futuro –o en aquella campaña de una marca de ropa que tuvo a bien mercantilizar la diversidad racial–. En cualquier caminata por el Mont Royal, que es el gran parque metropolitano y a la vez una colina desde la que se aprecia toda la ciudad, bien se puede cruzar uno con personas de piel oscura acompañada de cabellos rojos y ojos claros, entre tantas otras mezclas. Y esto es un goce porque en la multiplicidad se abandonan las etiquetas de raza y entonces nadie puede asumir de dónde es uno, así como tampoco uno puede –ni debe– asumir de dónde es nadie según como se vea. Muchísimo menos reparar en su orientación sexual, un tema que en Canadá es tan libre de tabús como es de res- petado en la esfera estrictamente individual.


No: la identidad de Montreal, y de gran parte de toda Canadá, no está en una cultura ni lenguaje particular, ni en un plato, ni en rasgos étnicos. Está en la diversidad, un fe- nómeno omnipresente que lo permea todo. Para la muestra el eclecticismo descrito en Old Montreal, que se replica en toda la ciudad: por ejemplo, en el sector de Le Plateau, donde hay una explosión arquitectónica de difícil identificación, pues pasa por fachadas típicas de la norteamérica del siglo XIX, cercanas al art déco, pero también con elementos estrambóticos y coloridos que la hacen parecer un set fílmico. Asimismo, en la ciudad subterránea (Montreal Underground City), el complejo comercial bajo tierra más grande del mundo, en cuyos 32 kilómetros de túneles nada se detiene cuando en la superficie hacen -15 grados centígrados. Y así en la Place des Arts, en el centro, al pie del Museo de Arte Contemporáneo, donde unos postes diagonales gigantes pro- yectan luz similar a la del sol para que, en invierno, la gente tenga su sana dosis diaria.


EL LLAMADO DE LO SALVAJE


La diversidad anteriormente descrita tiene una cicatriz que, hoy por hoy, es quizá lo que más le duele a Canadá cuando se mira en el espejo. En años recientes se ha revelado al ojo público lo sistemática que fue una campaña de exterminio cultural, de ‘blanqueamiento’, impulsada por el Gobierno y ejecutada por la iglesia católica en escuelas residenciales a lo largo y ancho del país. Ocurrió durante más de 160 años e incluso hasta la década de 1990. Niños de familias indígenas eran arrebatados de sus familias para ser ‘occidentalizados’ a la fuerza en estos internados donde el trato era tan cruel y tan precarias eran las condiciones que murieron, literalmente, por los miles: cada cierto tiempo se descubre otra fosa común que estremece al mundo, un mundo sorprendido porque, usualmente, mira a este país como un norte progresista. Las personas que sobrevivieron son propensas a tener problemas de salud mental, entre otros padecimientos.


Pese a que la reparación nunca será completa teniendo en cuenta el tamaño de la herida, en todo el país se han multiplicado iniciativas en esa vía. Una de ellas es la del monumento que se tiene planeado erigir en la Nathan Phillips Square, en Toronto, la ciudad más grande y rica del país con 2,9 millones de habitantes. Se trata de una escultura que representará una tortuga, en clara alusión a la cosmovisión indígena según la cual Norteamérica es el caparazón de uno de estos animales. El monumento simboliza el esfuerzo de supervivencia de los pueblos nativos ante la agresión de los colegios residenciales, listados en el pedestal del volumen.


FOTOS SHUTTERSTOCK 


La ciudad de los Raptors –el más exitoso equipo local de basketball– es otra colcha de retazos urbana en la que el mercado de Kensington, un crisol de sorbos y bocados, de idiomas y sonidos, está a contadas cuadras de los rascacielos en Old Toronto. Edificios colosos, ya sea vestidos en fachadas de piedra o en vidrios y metales que reflejan ese azul oscuro proveniente del cielo y del Lago Ontario, ubicado a los pies de la ciudad.

Este último es uno de cinco lagos conocidos como los Great Lakes, que están entre los más grandes del mundo y que parecen mares desde cualquiera de sus orillas. A su alrededor se han asentado decenas de pueblos y ciudades, algunas vibrantes, como Hamilton, una urbe industrial en proceso de gentrificación. Y dichos lagos nos conectan con ese otro rasgo esencial de lo que podría considerarse más canadiense: el paisaje y las actividades al aire libre. Un punto en común, acaso, con los más de 50 pueblos indígenas que forjan su cultura alrededor de estos ecosistemas cuya cercanía con el polo norte los hace crueles pero preciosos entre diciembre y febrero.


Pocos puntos de todo el país ofrecerán mejor vitrina hacia ese universo ecológico que el Parque Provincial Algonquin, en el centro de Ontario y cuyos más de 7.600 kilómetros cuadrados –un área similar a la de todo el departamento de Caldas– resguardan una reserva forestal gigantesca y exuberante, atravesada por un sinfín de riachuelos y pequeños lagos, pese a aquellas campañas de tala que tuvieron lugar allí a mediados de los 1800.


Terminemos con una postal experimentada con ojos, piel y oídos. En invierno, nada parece moverse en ese entorno blanco y perfecto aparte del aliento que exhalamos, que se congela en el aire. Las copas de los árboles parecen decoradas por un pastelero francés y en el suelo, que brilla y cruje bajo las botas, a veces se identifican huellas en la nieve. Pueden ser de alces o de musarañas, puercoespines, zorros, mapaches y ardillas. Entre más pequeño el animalito, más esfuerzo para saltar en la nieve se le nota. Esa fauna es exótica a ojos latinos, pero hay otra cosa igualmente exótica, solo que para los oídos: el silencio invernal. Nada suena en este paraíso en cuya belleza se han perdido muchos, como le ocurrió al famoso pintor Tom Thomson en 1917. 


*Artículo publicado en la edición impresa de noviembre de 2021.