Mafalda en Credencial
©Joaquín S. Lavado, Quino, 1993, Toda Mafalda, Ediciones de La Flor
11 de Marzo de 2014
Por:

A propósito de sus 50 años, la niñita argentina que han admirado tres generaciones recibió a nuestro enviado especial en Buenos Aires.
Daniel Samper Pizano

Entrevista exclusiva con Mafalda

Encuentro a Mafalda en Buenos Aires en un barrio típico de clase media gracias a la ayuda de su amiga Susana Clotilde Chirusi.

“¿Una entrevista para Colombia? –me pregunta Susanita sorprendida–. Eso está muy lejos, ¿no? Dale, hagámosla…” Luego le aclaro que mi interés es entrevistar a Mafalda, no a ella, y entonces me mira con más tristeza que resentimiento. “Siempre Mafalda, siempre Mafalda –dice–. No sé qué le ven a esa piba”. Sin embargo, se recompone cuando el fotógrafo dirige hacia ella su cámara; posa con coquetería y se ofrece a llevarme hasta donde se encuentra la famosa niña.

Timbra en el botón 301. Antes de retirarse me advierte que no mencione delante de Mafalda el nombre de Felipe, un niño que vive en el mismo edificio. “¿Sabés qué pasa? Que ella está enamorada de él. Así como te lo estoy diciendo. Ahora, escuchame: a mí no me interesa Felipe para nada. Es un tontito, un soñador… ¿Y le has visto los dientes? ¡Qué dientes! Parece un conejo. La gente cree que Felipe muere por Muriel, una chica de ojos grandotes que no le da bola. Pero no es así. Te voy a contar un secreto: por la que suspira Felipe es por mí, pero Mafalda no lo sabe, pobrecita… Entrá, entrá, que ya te abrieron la puerta desde arriba, y más bien seguimos chamuyando cuando terminés con ella. ¡Tengo tantas cosas para contarte…!” 

Tomo asiento en la sala de Ángel y Raquel, padres de Mafalda. Es un espacio modesto pero ordenado, que todos conocemos gracias a los dibujos de Joaquín Lavado, Quino, el genial y silencioso artista que los creó. La entrevistada tarda en salir, y me entretengo conversando con un niño de pocos años que habla a media lengua. Es su hermano Guille, a quien conocimos recién nacido en marzo de 1968 y dejamos de ver, como a todos los demás personajes de la historieta, el 25 de junio de 1973, cuando Quino colgó el lápiz y paró de dibujar la famosa tira. Fue al único que vimos crecer durante los diez años de publicación de los dibujos. Pero no creció mucho: apenas unos tres años en más de un lustro.

 

–¡Mlla, sha venn! –dice Guille sin quitarse el chupo. Y, en efecto, ya viene Mafalda.
–Perdoname, me retrasé: estaba viendo el discurso de Obama. ¿Vos lo viste? –me pregunta a modo de saludo. (Yo no sabía que iba a perorar Obama)–. ¡El pobre! –continúa Mafalda–. Lleno de buenas intenciones, pero un poco perdido. Como el mundo.

Y enseguida, para que empiece la entrevista, le pide a Guille que vaya a dar su lechuguita a Burocracia, la tortuga, y se quede por allá.

–¿Sabés? –me dice en tono de confidencia–. A Guille le encanta llamar la atención. Nunca ha podido superar el trauma de que mamá quedó embarazada en agosto del 67, y en diciembre cerraron El Mundo, el periódico en que salíamos. Guille nació siete meses después, mientras estábamos en el limbo. Nadie lo supo. Nadie pudo celebrarlo. Tenía ya tres meses cuando lo vio la gente por primera vez.

Mafalda me ve sacar papel y bolígrafo (“birome”) y adquiere de repente un tono de personaje profesional, como si entendiera de nuevo que esa figura ecuménica y que sus aventuras han sido traducidas a más de treinta idiomas.

–Bueno: preguntá, que te contesto lo que pueda –dice entonces con firmeza.

Y arranco.

P. ¿Cuándo nació? (Yo, como periodista serio que soy, nunca tuteo en las entrevistas, y mucho menos a una señora que ronda el medio siglo).
R. Todos preguntan las mismas pavadas –comenta con un suspiro–. Unos dicen que en 1963, que fue cuando me dibujaron por primera vez. Otros, que a comienzos de 1964, cuando aparecen tres tiras en el suplemento de una revista que no las publicó más que esa vez. Yo confío en la fecha que da mi verdadero padre. Quino festeja mi cumple el 29 de septiembre de 1964.
P. ¿O sea que tiene ya 50 años?
R. Escuchá: ¿es que no sabés contar? Los tendré en septiembre, por ahora ando en la década de los cuarenta.

P. ¿Qué edad tienen hoy los de su familia?
R. Papá anda por los 89 o 90, pues tenía 39 o 40 cuando Quino dejó de dibujarnos; mamá nunca reveló su edad, pero yo le pongo entre 85 y 87. La de Guille está documentada: el próximo 21 de marzo cumplirá 46.
P. A ver: hay algo que no encaja. Usted tenía seis o siete años cuando nació Guille. ¿Por qué solo le lleva cuatro ahora?
R. Veo que lo pillaste. Claro que no encaja, porque cuando nazco en los lápices de Quino yo tenía ya cuatro años. Agregale 50 y te da 54. Esa es la verdadera edad que tengo. El descuadre es culpa del Quino. Él es un gran dibujante, pero no es un gran matemático.
P. ¿Sabe algo de los Goreiro?
R. Les perdí la pista. Vendieron la tienda y se fueron del barrio. Susanita dice que regresaron a España, pero vos sabés que a ella hay que creerle solo la mitad de la mitad. De haber sido así, me imagino que Manolito es hoy propietario de una cadena de supermercados en La Coruña; ya no le tiene envidia a Rockefeller sino a Bill Gates y sigue creyendo que el mundo es plano. Su papá debe de andar por los 95 años, porque los gallegos nunca mueren: fijate en Franco y en Fraga. Supongo que el hermano mayor se hizo ciudadano de Estados Unidos y vota por los republicanos.
P. De Susanita quería preguntarle…
R. Sigue viviendo en este barrio. No se casó nunca. Todavía sueña con Felipe, un vecino que estudió odontología en causa propia; Susanita cree que él está enamorado de ella. ¡Qué papafrita! En otros tiempos a Felipe se le caía la baba por Muriel, una piba que estudiaba con nosotros y que, al crecer, acabó siendo amante de dos ministros, de un escritor de ciencia ficción y de Maradona. Por lo demás, sigue tan chismosa, superficial y, como dicen ustedes los colombianos, tan “intensa” como siempre. Pero yo le tengo cariño: es uno de los lazos con los años de gloria de mi infancia.
P. ¿Y Miguel? ¿Qué fue de Miguel, el del pelo de legumbre?
R. Mirá lo que son las cosas: se quedó calvo. Desde hace años se largó al Himalaya y es monje en una comunidad yogui. A veces me pregunto si el budismo le habrá permitido responder esas preguntas metafísicas con que nos agobiaba.
P. ¿Ha vuelto a ver a Libertad?
R. ¿La petisita? ¡Divina! La he visto poco, pero la quiero mucho. Supe que estuvo presa durante la dictadura militar y cuando por fin la soltaron se fue a vivir a Europa. Allá estaban exiliados sus viejos. Recordá que la mamá era traductora del francés. Espero que un día vuelva del todo a estos pagos.

P. Los críticos internacionales dicen de usted que es el símbolo de la indignación juvenil, de los años sesenta, de la clase media latinoamericana, del feminismo…
R. ¿Todo eso dicen? Dejalos, que me divierte mucho ver lo que me atribuyen. Lo más divertido es cómo empezó todo esto.
P. ¿Cómo empezó?
R. Por la sopa. Un día dije que no quería tomar sopa, como hacen todos los niños, y alguien resolvió que eso simbolizaba la rebeldía de las nuevas generaciones. Otro día comenté alguna pavada sobre los políticos, y me colgaron el cartel de luchadora y disidente. Salieron artículos de prensa, ¿sabés?, ensayos, estudios sobre la niñita que pensaba como grande. Ahí confirmé que los adultos eran unos idiotas, y decidí divertirme tomándoles el pelo con frases como “La sopa es a la niñez lo que el comunismo es a la democracia”, “El mundo está enfermo, le duele el Asia”, “Lo urgente no deja tiempo para lo importante”, cosas así. Los pobres se queman el cerebro analizándolas mientras yo me muero de la risa.
P. ¿O sea que nunca dijo en serio todo eso que puso a pensar a muchos?
R. Mirá: lo peor que uno puede hacer es tomarse en serio. Todos los que se toman demasiado en serio acaban siendo un chiste de sí mismos. Necesitamos una o dos generaciones que no se tomen demasiado en serio, y verás cómo salimos adelante.
P. No quiero invadir su intimidad, pero no resisto la tentación de preguntarle si está felizmente casada o si es divorciada o separada, si tiene hijos, si tiene nietos…
R. Decís que no querés invadirme, pero parecés el George W. Bush de mi intimidad… De mi vida privada solo te voy a contar que ahora me encanta la sopa, especialmente la de coliflor con brócoli.
P. Volviendo a las generaciones, ¿qué pasó con la suya, la que quería cambiar el mundo?
R. Bueno, ahí está: trabajando, envejeciendo y criando Mafalditas.

P. ¿Cree que, después de que su generación tuvo acceso al poder, América Latina es mejor?
R. No y sí… sí y no… ¿Hay milicos de bigote y gafas oscuras en los palacios de gobierno? No. ¿Hay asesinatos políticos, injusticias, persecuciones? Sí. ¿Está en la Casa Blanca un sujeto llamado Henry Kissinger, que autorizaba matanzas y bloqueos económicos? No. ¿Hay boludos que talan árboles, acaban con la fauna, ensucian los ríos, envenenan el aire? Sí. ¿Hay epidemias de viruela? No. ¿Hay gente que busca comida en la basura? Sí.
P. Habiendo nacido en una mesa de dibujo, rodeada de lápices, plumillas, tinteros y otros elementos milenarios, ¿se siente cómoda al saber que sus imágenes circulan profusamente por Internet?
R. ¡Y cómo no me voy a sentir cómoda! ¡Bienvenido el progreso! Es cierto que nací en una mesa de dibujo, la de Quinito, pero acordate que yo he actuado en páginas de diario y revista, en libros, en marionetas, en cine, en televisión y hasta en teatro. Como diría Susanita copiando un aviso de jabones, para mí Internet “es como una segunda piel”.
P. Este año, cuando cumple los 50, ¿qué le diría a una niña como Mafalda si se encontrara con ella?
R. Lo de siempre: ¡ñac!

Me despedí de Mafalda porque sospeché que ese ¡ñac! era una invitación a terminar nuestra entrevista. Afuera me esperaba Susanita, por lo que pedí a la portera que me permitiera escabullirme por la puerta del servicio.