Ilustración Shutterstock.
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24 de Mayo de 2023
Por:
Adriana Villegas Botero*

Pese a su comprobada fiereza, el Nevado Del Ruiz es mucho más amado que temido por los caldenses. El majestuoso pico blanco que los nativos bautizaron Cumanday forja el día a día de quienes viven en sus faldas. Así lo ha experimentado la autora de esta reflexión desde que era una niña.

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Vivir al pie de un volcán activo

POR EL CHAT de los ‘Papitos y mamitas’ llegaron en abril tres circulares del colegio con el título: “Situación alerta naranja Volcán Nevado del Ruiz”. En ellas nos informaron que no hay suspensión de clases, nos pidieron enviar a los hijos con tapabocas y agua embotellada, y nos explicaron qué hacer con los que tienen transporte escolar y los que no, en caso de que el volcán explote durante el horario de clases. En el chat agradecimos las precisiones, acordamos una cuota para festejar los cumpleaños del mes y hablamos sobre las evaluaciones.

Supongo que en esto consiste vivir al pie de un volcán: mantener la alerta encendida y, al mismo tiempo, actuar con normalidad. Yo tenía la edad de mi hija cuando, en 1984, el Ruiz se alborotó. El nevado tiene largos períodos de aparente quietud, y de pronto, de manera súbita, recuerda que es un majestuoso volcán más no una montaña corriente, y decide hacerse notar. Los historiadores registran explosiones en 1595, 1805, 1829, 1845 y por supuesto la de 1985, la segunda más mortífera del planeta durante el siglo XX, después de la registrada en 1902 en el monte Pelée en Martinica, un volcán gris como el nuestro. El documental Volcanes: La tragedia de Katia y Maurice Krafft, disponible en plataformas, explica que los rojos son los de los fascinantes ríos de lava incandescente, mientras que los grises son menos pintorescos, pero más letales por ser más impredecibles. El documental muestra a Katia Krafft en Armero y cuenta que ella y su esposo fallecieron en 1991, tras la erupción de un volcán gris en Japón.

“Mientras usted lee esto, el volcán sigue activo. Tiene sismos interiores, se mueven los flujos de magma, hay emisiones de ceniza y gases, y las rocas internas se fracturan”

La reactivación del Ruiz hace cuatro décadas representó para nuestra infancia una aventura en la que las palabras “muerte” o “peligro” no tuvieron cabida. Como para llegar hasta el colegio había que cruzar un puente sobre una quebrada que venía del páramo, nos hicieron llevar tapabocas, agua, enlatados, cobija, colchoneta o sleeping bag, linterna, pilas, papel higiénico y un kit de primeros auxilios. Parecíamos preparándonos para un camping. Todas esas cosas permanecieron en el salón durante más de un año “por si las moscas”, pero pronto se integraron a los juegos cotidianos y variaron la dieta de los recreos, porque la lonchera empezó a complementarse con atún y salchichas. De vez en cuando nos hacían simulacros de evacuación, que consistían en salir hasta el patio “en orden, sin correr y sin empujar a nadie”. En vez de miedo o ansiedad, esta actividad nos generaba la alegría de perder media mañana de clases.

Guardo esa memoria feliz previa a las vacaciones largas, cuyo inicio coincidió con la tragedia del 13 de noviembre de 1985. La erupción empezó a las 9:09 p.m. y nos cogió en las casas. Recuerdo por supuesto las imágenes de Omaira en televisión y las noticias en radio. Aunque los parientes en otras ciudades imaginaban a Manizales convertida en Pompeya, con ríos de lava roja como en Hawái, la realidad es que en la ciudad vivimos el devastador desastre a través de los medios de comunicación. Hace poco, John Makario Londoño, director técnico de geoamenazas del Servicio Geológico Colombiano, explicó que debido a la dirección del viento, en esa ocasión se reportaron cenizas hasta Boyacá y Venezuela, mientras que a Manizales no le cayó ni una pizca.

39 años y 25.000 muertos después, hoy la situación es muy distinta. Hasta 1985 los cambios en el volcán se detectaban “a ojo” o de manera muy precaria, pero luego de la tragedia del 13 de noviembre que sepultó a Armero y varios barrios y veredas de Chinchiná y Villamaría, quedó claro que sí se necesitaban los equipos y la red que tantas voces venían reclamando. Desde hace años existe un andamiaje técnico que monitorea día y noche toda la actividad del volcán: sus sismos, sus gases, su temperatura y las aguas y químicos que de allí salen. No importa si es de noche, si está nublado o si hay mucha lluvia: el Ruiz vive en permanentes cuidados intensivos y el trabajo del Observatorio Vulcanológico de Manizales consiste en mirarlo segundo a segundo para que un desastre como el del 85 jamás se repita. Si bien es imposible predecir la fecha de una erupción, sí se puede mantener lista la red de comunicaciones para que, al momento de una emergencia, la orden de evacuación llegue a tiempo a todas las zonas que en el mapa de riesgo aparecen pintadas de rojo. Se calcula en 10 minutos el lapso entre el momento en que empieza la erupción y el momento en que el Servicio Geológico avisa a los comités de emergencias. A partir de ahí empieza una carrera contra el tiempo: en 1985 los lahares bajaron a más de 60 km por hora.

Vivir al pie de un volcán es familiarizarse con palabras tan singulares como el mismo nevado: cráter, flujos de magma, edificio volcánico, fracturamiento de roca, pómez, domo de lava, falla geológica, blast, columnas de gases. “La fumarola alcanzó 1.800 metros de altura”, “los lahares podrían descender por los ríos Lagunilla, Molinos, Claro, Gualí, Azufrado, Recio y la quebrada Nereidas”, “aumentaron los enjambres de sismos”, “la ceniza, la tefra y las bombas volcánicas son piroclastos”, “no es lo mismo nivel de actividad naranja que alerta naranja”.

En el colegio nos hacían llevar tapabocas, agua, enlatados, cobija, colchoneta o sleeping bag, linterna, pilas, papel higiénico y un kit de primeros auxilios. Parecíamos preparándonos para un camping

Esas son las frases que utilizan los vulcanólogos, geólogos y expertos en gestión del riesgo. Para los manizaleños del común la más recurrente es: “Tan divino que amaneció el volcán” o “está muy nevado el nevado”. Las noticias alarmistas, con ansiosa música de fondo y locución con voz de urgencia, que desde Bogotá informan por televisión y radio sobre los cambios en la actividad del volcán, contrastan con el amor contagioso que los manizaleños sentimos por nuestro Cumanday, el nombre indígena del Ruiz. En las noches heladas y lluviosas sabemos que la recompensa llega a la mañana siguiente, cuando la luz revela una montaña cubierta de blanco, con una fumarola que cambia de colores. En esos días los grupos de WhatsApp y las redes sociales se inundan con fotos de un paisaje antiguo que no deja de sorprender. La Patria, el periódico local, publica los lunes una página con fotos enviadas por los lectores y nunca falta la postal del Ruiz.

La afición por tomarle fotos al nevado o por buscar vivienda con vista a los nevados (desde Manizales se ven el Ruiz, el Santa Isabel, y los paramillos de Santa Rosa y el Cisne) contrasta con la cantidad de manizaleños que han subido hasta su cumbre. Así como miles de bogotanos jamás han ido hasta Monserrate, son muchos los caldenses que nunca han ido al Ruiz. El recorrido tarda hora y media desde Manizales, por una carretera de lagunas, musgo y frailejones, con tramos destapados en aceptables condiciones, sobre todo en enero, cuando la arreglan para recibir a los turistas que llegan para la feria. El ingreso al Parque Nacional cuesta $17.000 por persona más $17.000 por el guía y el seguro, y aunque desde 2012, cuando empezó este proceso eruptivo, está prohibido llegar en carro hasta el antiguo Refugio, subir hasta el valle de las Tumbas con su paisaje lunar es suficiente para vivir una experiencia sobrecogedora.

Para disfrutar la visita hay que madrugar y subir lo más temprano posible. 5.321 metros sobre el nivel del mar ofrecen una sensación contraria a la de la playa: el viento helado y el silencio invitan a la introspección. A veces la naturaleza premia al viajero con el sobrevuelo de los cóndores. Otras veces, por el contrario, la neblina es tan densa que no se ve ni a cinco metros de distancia. Es posible que el azar le regale una nevada o que el cuerpo lo castigue con el soroche. A raíz del incremento en la actividad del volcán, que pasó de nivel amarillo a naranja el pasado 30 de marzo, por estos días no es posible ingresar al Parque Nacional Natural de los Nevados, pero siempre está abierta la posibilidad de caminar hasta su cumbre a través de las páginas de Viaje a pie, el libro que Fernando González escribió hace un siglo.

Además del paisaje fantástico, los manizaleños recibimos del volcán su ceniza, que tenemos que limpiar cotidianamente. Es lamentable que nadie haya identificado un emprendimiento que le dé uso a la ceniza que nos llega con tanta generosidad y que es tan buen fertilizante. ¿Cuánta cae? Los carros son un buen detector: usted se sube, se pone el cinturón de seguridad, prende el vehículo y nota que el parabrisas está totalmente opaco. La tentación inicial puede ser un error fatal: si enciende las plumillas para limpiar el vidrio, los cristales de la ceniza pueden rayarlo tanto que lo dejen inservible. Por eso, es necesario tomarse la molestia de bajarse e ir por una manguera o un balde para limpiar con agua y sin trapo.

¿Le tengo miedo al volcán? La devastación más grande que ha sufrido Manizales ocurrió en 1925 con un incendio que consumió 32 manzanas. Mi lista de terrores la encabezan los terremotos, pero ninguno de los que ha sacudido con fuerza al Eje Cafetero ha tenido origen en la actividad del Ruiz. También le temo a los aguaceros fuertes, porque en esta ciudad de laderas la lluvia acumulada deslíe las montañas y causa deslizamientos y muertes con dolorosa frecuencia. Sé que el nivel de actividad naranja significa que puede haber una erupción en días o semanas, pero confío en la ciencia, en el trabajo del Servicio Geológico y en la red de monitoreo que se construyó después del 85.

Mientras usted lee esto, el volcán sigue activo. Tiene sismos interiores, se mueven los flujos de magma, hay emisiones de ceniza y gases, y las rocas internas se fracturan. Algunos sienten pánico con solo imaginarlo, pero mi sensación no es de miedo, sino de fascinación. Si acaso siento nostalgia al pensar que en unos años el Ruiz estará desnudo, cuando desaparezca el blanco casquete glacial que hoy lo cubre. Pero esa, la del calentamiento global, es otra historia.

*Escritora, periodista y abogada, ganadora del Premio Simón Bolívar. Es autora de la novela El oído miope (2018) y columnista de La Patria.