Ilustración: IStock.
Ilustración: IStock.
15 de Mayo de 2023
Por:
Ricardo Silva Romero

Este texto está dedicado a la huella que nos dejan los buenos docentes. El autor entrelaza dos cosas con su acostumbrada sinceridad: por un lado, su propia memoria emotiva. Y por el otro, reflexiones oportunas en torno a un oficio del que, si lo pensamos bien, depende nuestra relación con el mundo.

Salón de clases

Artículo publicado en la edición impresa de octubre del 2022. 

UNO

No creo que haya sido en vano, ni creo que haya sido porque sí: este año, este 2022 de arriarnos los unos a los otros como castigándonos por haber salido vivos de una pandemia, yo no he hecho sino celebrar a un puñado de profesores. Y, como solemos decir los dramáticos, tiene que haber sido por algo y para algo. ¿Por qué me la pasé haciéndoles homenajes a tantos maestros? Porque es la hora de ponerlo todo en perspectiva, de llevar a cabo las lecciones de la vida, de acudir —y de ser leal— a las figuras que nos enseñaron el mundo. ¿Servirá para algo subirse a un escenario a decir “le debo mucho, muchísimo, a esta gente”? Yo creo que sí. Creo que “se vive más y mejor”, como se dice en las revistas, si se reconoce a tiempo a las personas en donde comienza la persona que es uno.

Por supuesto, como se oye en las terapias de ahora, todo el mundo puede ser —y, de cierto modo, es— un maestro: una lección. Todo el mundo, desde un pariente entrañable hasta un enemigo porque sí, desde un artista favorito hasta un columnista vendido a los poderosos, puede ser una enseñanza. Pero yo me he dedicado este 2022 a celebrar a una serie de almas que me educaron a propósito. Y tiene sentido que llegue al final del año con este texto logrado a pulso sobre Eduardo, Marcela, Eduardo, Mirentxu, Iván, Beatriz, Beatriz, Fanny, José, Leonor, Gerardino, Pompilio, Obonaga, don Guillermo, Santiago, Carlos Manuel, Germán, Daniel, Mario, Luis Fernando, Darío, Tom, Carolina, Daniel, Germán, Carlos, Laura, Pascual e Inés. La vida es un salón de clases. Y la suerte es dar con los mejores profesores.

Mi familia es, por supuesto, mi aula: mi papá, Eduardo, me enseñó a no estar por encima ni por debajo de nadie; mi mamá, Marcela, me enseñó a acudir a las ficciones para esclarecer las realidades; mi hermano, Eduardo, me enseñó a no tomarme tan a pecho; mi madrina, Mirentxu, me enseñó a estar a la altura de mi propia suerte; mi padrino, Iván, me enseñó a estar presente para la gente que me tocó en suerte; mi primer amigo, Santiago, me enseñó a ser leal; mi segundo amigo, Carlos Manuel, me enseñó a ser fiel a mí mismo; mi tercer amigo, Daniel, me enseñó a seguirme riendo; mi cuarto amigo, Germán, me enseñó a estar feliz; mi esposa, Carolina, me enseñó a vivir y vivir y vivir aquí entre nos y para siempre; su hijo que es mío, Pascual, me enseñó a ser sensible pase lo que pase; mi hija, Inés, me enseñó a seguir jugando: “Hola, mijo”, me saludó hace un par de meses.

Pero quizás haya que mover los doce reconocimientos de pasado a presente porque los doce siguen sucediendo.

"Un día se vuelven parábolas, ejemplos, obras de arte con patas, como si supieran algo que no sabemos los demás".

 

DOS

Mi vida en el sistema educativo comenzó cuando me desterraron a “hacer primero un kínder” porque, en un arrebato de espíritu crítico, le di la espalda a la jefe de admisiones del colegio en el que estudié: “¡No!”, le dije con los brazos cruzados. De los cuatro a los cinco estuve en un jardín infantil, el jardín de Beatriz, en el que todo se aprendía a través de la música. Y me acuerdo de todo, sí, puedo ver al niño con cierta discapacidad que hacía con nosotros los talleres, puedo ver el tronco en el que me paré para que me tomaran una foto disfrazado de Supermán, puedo ver las medallas que nos daban por portarnos bien, y puedo ver a mi profesora feliz, en una esquina del salón, haciéndome una serie de preguntas en inglés para un casete que íbamos a entregar el Día de la Madre: “Ricardo, ¿quieres cantarle una canción a tu mamá”, me preguntaba, y yo, tímido e infeliz, le respondía “me da pena”.

Vino, luego, el colegio que me había pedido volver cuando no fuera un niño inmaduro de cuatro años sino un experimentado joven de cinco.

Estar allí fue, sin embargo, un viento a favor. Beatriz, mi primera profesora en el lugar, me animó a escribir. Fanny, que parecía una tía de novela de Roald Dahl, me hizo creer que las matemáticas tenían su gracia porque no solo los números se pueden sumar. José, el profesor Leal, me puso a cantar enfrente de todos, aunque me diera miedo, canciones tan descabelladas como Recuerdos de Ypacaraí o Funiculí, funiculá. Leonor me mandó a la casa a reconstruir la historia de Colombia como si fuera una novela. Gerardino me convenció de leer el periódico a fondo antes de que se volviera el pasado. Pompilio me dejó en claro que escribir era prestar un servicio. Obonaga me enseñó a disfrutar la práctica con la misma vehemencia con la que se disfruta la teoría. Don Guillermo me subrayó el vaivén de lo humano. Y es claro que estos profesores sobre todo fueron protagonistas que pusieron mi forma de ser en su sitio.

Siguió, por supuesto, el calvario de la universidad en el viacrucis de los noventa.

Cada día me parece más claro que nadie, ni siquiera yo, saboteó esos años tan raros. Cada día me parece más evidente que hicimos lo mejor que pudimos, sino que yo estaba dolido, maltrecho, porque estaba dejando atrás la época en la que se tiene suerte. Y entonces fue clave que Mario Mendoza, en sus monólogos llenos de fuerza, me enseñara a dar la vida por los libros. Que Luis Fernando Afanador me diera herramientas para defender, de las garras de la academia, mi amor por la ficción. Que Darío Jaramillo me explicara con paciencia, cuando ya me había graduado de la vieja carrera literaria, que el sentido de la escritura era la terapia. Que Tom Abrams me empujara a pensar, al final de una mañana larga por allá por Barcelona, que toda ficción tiene el esqueleto del drama. Y yo volviera entonces a Colombia lleno de razones, o sea de excusas y de argumentos, para esta terquedad.

"Los profesores están aquí para ayudarnos a atar los cabos de nosotros mismos"

 


Foto: Shutterstock. 

TRES

He seguido encontrándome maestros: autores fundamentales, colegas lúcidos a morir, vecinas, vecinos, amigas, amigos.

Y, sin embargo, para no quedarme sin aire en esta especie de enumeración caótica, quizás sea bueno explicar por qué.

Por qué atraigo yo a los maestros como otros atraen lo que tanto necesitan o tanto anhelan.

Porque soy el hijo de un profesor, sí, porque me consta que los profesores están aquí para ayudarnos a atar los cabos de nosotros mismos: me consta que hablan y hablan y hablan, y escriben y escriben y escriben en sus tableros de espaldas a sus alumnos, pero no solo nos queda de ellos su profundo amor por sus materias, por los números, las palabras y los hechos, sino su modo de pararse enfrente de todas y de todos, su interpretación irrepetible de la vida, su personaje. Fui profesor de colegio durante cinco años, de 1997 a 2002, con la convicción de que la promesa a cumplir de ese trabajo —semejante acto de amor— era ser auténtico. Nada más iba a quedar: yo como soy, sí, mi autorretrato. Si dejé de dar mis clases, que me despejaban la mente por completo, fue porque la vocación a la ficción terminó ganándole el pulso a la vocación a la enseñanza. Pero todo texto que hago tiene en mente un salón de clases.

 Decía al principio que este año, el de mis 47, ha sido para mí un año dedicado en cuerpo y alma a los maestros. Debe ser que, como todo protagonista que cruza la frontera de la primera a la segunda parte de su drama, me ha llegado el momento de agarrar las riendas del viaje. Debe ser que voy a vivir hasta los 94.

Yo, en estos veintipico de años de dedicarme a escribir poemas, cuentos, ensayos, columnas y novelas, ya había tenido la suerte de presentar los libros de algunos de los principales maestros del oficio: Miguel Torres, Tomás González, Antonio Caballero, Piedad Bonnett, María Cristina Restrepo, Olga Behar, Yolanda Reyes. Pero este año me invitaron no solo a hacer parte del equipo que sacó adelante un libro maravilloso sobre el coraje de los profesores bogotanos durante la pandemia, el compendio de crónicas La mejor lección, sino a conversar con —y sobre— una serie de voces que han sido fundamentales para quienes hemos querido que lo sean y que además son el comienzo de una manera de hacer las cosas: con —y sobre— Carlos Vives, Wade Davis, Daniel Samper Pizano, Germán Castro Caycedo, Laura Restrepo y Darío Jaramillo.

"Todo el mundo puede ser —y, de cierto modo, es— un maestro: una lección".

Yo sé que entre ustedes hay gente que no cree en nada, pero yo, que creo en todo, he querido interpretar esa suma de encuentros como un llamado a prestar un servicio.

Hace unos meses nomás, cuando empezaba a darme cuenta de que podía llamar al 2022 “El año que honré a los maestros”, la traductora Olga Martín me hizo llegar un sobre de manila con un par de recuerdos de su papá: el filósofo entrañable Jesús Martín Barbero, que todo el mundo sabe quién es. Yo ya vivía agradecido por haber conocido a esa familia tan bella: a Jesús, el papá; a Elvira, la mamá; a Alejandro, el hijo; a Olga, la hija. Pero cuando abrí el sobre, y vi las notas tan lúcidas que tomó y los garabatos coloridos que hizo para guiarse en la presentación de mi novela Autogol, noté que quise y quiero mucho a ese señor, a ese padre de mis amigos y a esa voz. Y, decidido a honrar su vocación y leerlo todo entre líneas, capté que siempre me gustó estar con él porque tenía eso que veo en los maestros que he tenido yo en la vida.

Que hibernan para volver al mundo con noticias. Que son tímidos que se crecen cuando les llega el momento de subirse al escenario. Que son mundanos: futboleros, cinéfilos, bibliófilos, comelones, apasionados, risueños, febriles, obsesivos, encantadores. Que podrían dedicarle el resto de la vida a ser espectadores porque jamás dejan de vivir fascinados. Que, por más celosos que sean con sus hallazgos, con sus invenciones, tarde o temprano se descubren una generosidad que se les sale de las manos. Que un día se vuelven parábolas, ejemplos, obras de arte con patas, como si supieran algo que no sabemos los demás. Que son protagonistas capaces de ser personajes secundarios. Que están ahí para grabarnos la voz, para esculpirnos, para enseñarnos a sumar voluntades, para ponernos a cantar, para reescribir la historia, para servir, para hallar nuestra propia clase de belleza, para caer, con conocimiento de causa, en el lugar común del amor.

Que uno no puede decir que los quiso, sino que los quiere, porque su oficio —y su legado— es estar presentes.