Archivo Particular
16 de Julio de 2017
Por:
Carolina Sanín

Carolina Sanín habla del programa humorístico que lleva más de 45 años al aire.

Sábados felices, tres horas de chanzas contra la mujer

Hay un público invitado, entre el que se destacan —porque la cámara las enfoca insistentemente— varias reinas de belleza con la corona puesta y la sonrisa congelada (salvo cuando oyen un chiste que ridiculiza a las mujeres: entonces, para complacer con entusiasmo, la sonrisa se les convierte en risa suelta). Hay un jurado conformado por personas que son jueces de humor por algún recóndito motivo. Los maestros de ceremonia son una pareja, hombre y mujer, que repiten sosamente fórmulas sosas. Al escenario, iluminado de cualquier manera que maree, sale gente por turnos, algunos con pelucas y disfraces, alguno con nariz de payaso, a practicar las versiones más pobres del humor: la paradoja obvia, la burla socarrona, la caricatura burda, el jueguito de palabras salaz. Los participantes en el concurso de graciosos alternan con los números de los actores fijos del programa. Algunas actuaciones parecen de niños que imitaran a comediantes en una función escolar. Otras parecen las funciones del tío borracho que cuenta chistes archiconocidos. Otras son mezcladas. Se presenta una humorada, luego la siguiente, luego la siguiente, en serie, sin estructura. El tono del programa está determinado por la infernal combinación nacional de hamponería y pudor.

Uno de los chistes que oí en Sábados felices consistía en decir “chorizo” con el doble sentido de “pene”. Otros dos, en decirle al pene “el pajarito”. Otro, en decir, en una canción, “metas” en lugar de “tetas”. Otro, en que “Confundieron a mi mujer en bikini con una ballena”. En uno de los números, una mujer lloraba a un muerto y decía: “Me lo van a enterrar y eso tiene que doler mucho”, con el afanoso doble sentido del acto sexual. El clímax de uno de los números consistía en la frase: “Ni así me puedo separar”, que pronunciaba un hombre que moría y en el cielo era informado de que allí también estaba su esposa muerta. Otro chiste consistía en la pregunta: “¿Qué tal que uno se esté bañando y le salga un payaso en la ducha?”

Todos los cómicos de Sábados felices, sin excepción, hablan a gritos. Parecen tener mucha rabia. El punto de este humor es la estridencia. En el mundo se hace humor para cuestionar, para captar las inconsistencias del lenguaje y de la realidad, para ganar perspectiva y ponerse por encima de uno mismo al mirar desde un punto de vista inusitado. También se hace humor para desahogarse, y sobre todo, se hace para reír. Aquí, misteriosamente, el humor cumple las funciones contrarias: la de hacer inconsistente a quien dice el chiste, la de poner a todo el mundo por debajo de sí mismo, la de aturdir y así impedir el cuestionamiento, y la de estresar y ahogar suscitando una risa compulsiva, automática, ansiosa y aprendida, y no fresca y verdadera.

De chanza en chanza, lo que más se oye decir a los cómicos de Sábados felices es “las mujeres”. Las mujeres son histéricas. Son chismosas. Son suegras desquiciadas. Son hombres ridículamente travestidos. Son hipócritas. Son objetos. No se le debe prestar atención a lo que dicen. Son ventajosas. Son prostitutas. Inevitablemente se les traiciona. Ningún hombre quiere estar casado con quien está casado (con una gorda). Las mujeres no sirven ni para hacer chistes con ellas: solo para proferir ofensas contra ellas, que no contienen ningún chiste pero que se dicen con voz rechinante y se hacen seguir de una carcajada, para hacer pasar por gracia la expresión de la frustración y del trastorno colectivo. 

El programa se emite en horario de primera: todos los sábados de 8:00 a 11:00 p.m. Lleva al aire 45 años, a lo largo de los cuales han ido desapareciendo afortunadamente los chistes racistas y de estereotipos regionales. Aquellos sobre las mujeres (y unos cuantos sobre homosexuales, para no olvidarlos) han ocupado todos los espacios de la injuria y del estancamiento social. Tal vez la prioridad sea que no haya chistes sobre política. Sábados felices tiene el récord del programa más viejo de humor en el mundo —y se le nota—, y se sabe que el pueblo colombiano, que está tratando de terminar la guerra más antigua del mundo, es el que más aguanta violencia.  

En combo con la misa de la mañana siguiente, Sábados felices destruye la imaginación de los colombianos con dosis adictivas de estupidización y paternalismo. Debe de ser lo que los colombianos quieren, para Caracol Televisión. Hacia el final de la emisión que 

—para mi mal y en aras de informarlos a ustedes— vi el sábado pasado, se dijo: “Colombia tiene las mujeres más divinas” y, para cerrar las tres horas de paliza misógina, se recordó al público, por supuesto, que tenemos un país feliz. 

 

 

*Publicado en la edición impresa de julio de 2016.