FOTO JAVIER LA ROTTA
25 de Abril de 2022
Por:
Diego Montoya Chica

Quien hace 34 años cofundó el Festival Iberoamericano de Teatro junto con Fanny Mikey recuerda las aventuras de aquella titánica gestión en la Colombia violenta de los años ochenta. Entrevista sincera con el director del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo. 

 

 

 

Ramiro Osorio tras bambalinas


¿Cómo es eso de que usted se casó en una obra de teatro en Honduras?
Sí, en 1974. Fue mi primer matrimonio. Había ido de gira a un festival de teatro en México que terminó en Honduras, donde luego me contrataron para ser el novio de El burgués gentilhombre de Molière en el Teatro Universitario de ese país. Allí conocí a una mexicana, actriz y pintora, quien había llegado con una exposición a Tegucigalpa y a quien también habían contratado. ¡Nos volvimos novios en la vida real y en el teatro! Y como buenos locos, nos casamos un mes después: el último día de la temporada, en medio de la obra, planeamos que un juez se levantara entre el público y subiera al escenario —aparte, un juez famosísimo, haga de cuenta un Carlos Gaviria—, pero la gente del elenco no sabía, ni tampoco el resto de los asistentes. Fue una cosa loquísima, entre la realidad y la fantasía. Cuando el público se dio cuenta de que la vaina era en serio ¡se subió al escenario a abrazarnos! Hasta nos regalaron dinero y otras cosas. De esos acontecimientos inolvidables de mi vida. Ese matrimonio duró 26 años, fue con la madre de mis hijos.


Causa curiosidad su experiencia como actor y director de teatro, allá en los años setenta. ¿Vivió las penurias comunes del actor?
Sin duda, por ejemplo, cuando estudié aquí y empecé a hacer los talleres de teatro en La Mama. Entonces, todos hacíamos de todo: limpiábamos el piso y los baños, hacíamos el vestuario, atendíamos la taquilla... eso hace que uno tenga un respeto por todos los oficios. Pero mire, en realidad podríamos ir más atrás en el tiempo, hasta un acontecimiento que me marcó de una forma muy poderosa: cuando tenía ocho años y estudiaba en el Colegio San Bartolomé la Merced, teníamos un grupo de teatro. Y por alguna razón terminamos actuando en el Teatro Colón. Hice el papel de un viejito, cuyo vestuario guardé por años. No quiero que suene pretencioso, pero ese día descubrí lo que es la esencia del teatro, lo que produce ese encuentro entre el público y el artista en el escenario.

¿Por qué dice que Ifigenia en Áulide, de Eurípides, es su obra de teatro favorita?
Porque parece escrita para Colombia: aborda la locura de la guerra y la manera en que un personaje —el rey Agamenón, general de los ejércitos Aqueos—, por no perder la guerra de Troya, sacrifica a su hija, que era la pureza, la esperanza, la belleza, la dulzura, la inteligencia... los intereses de la guerra se sobreponen así a los del amor y de la familia.

Eso recuerda dos hitos del Teatro Mayor: uno, cuando vino Daniel Barenboim con su orquesta Divan, compuesta por músicos israelitas y palestinos. Y el otro, cuando se hizo un montaje con profesionales colombianos y venezolanos. ¿Cuál sería un acto equivalente para la reconciliación de Colombia, hoy?

Justo esta Semana Santa, en el marco del Festival Iberoamericano de Teatro, vimos Develaciones, el proyecto realizado con la Comisión de la Verdad. Que no es un espectáculo, sino un verdadero acontecimiento construido a lo largo de diez meses en todo el país. Participaron más de cien personas, pero no solamente de profesionales del teatro, sino también las Madres de Soacha, la Guardia Indígena... se conjugaron así varios lenguajes y pudimos, entonces, indagar en la realidad de Colombia y ofrecer miradas diferentes sobre ella. En este teatro estamos metidos, realmente, en nuestro tiempo.

Este 2022 se cumplen 34 años desde que usted y Fanny Mikey crearon el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá.
Cuénteme cómo fue el comienzo de todo.
La historia es así. En los ochenta, yo era director de Teatro y Danza de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Y Fanny, que fue al Festival Cervantino con una obra que se llama Los japoneses no esperan, pidió una cita conmigo a través del embajador, Ignacio Umaña de Brigard. Así que la llevé a un espacio que tiene la UNAM en la reserva del Pedregal de San Ángel, donde hay una escultura monumental, y que es perfecta para describir a México: hace miles y miles de años, en esas tierras explotó un volcán, entonces se trata de un círculo perfecto con lava en el centro, todo rodeado de pirámides... ese país es justamente esa ebullición, esa locura, ese nivel de creatividad. Con ello, empezó entre nosotros una relación muy especial.

Luego, ya en el Cervantino, en Guanajuato, conversamos mucho. Yo estudié en esa ciudad, entonces me la conozco callecita por callecita, rinconcito por rinconcito. Fanny tenía unos tacones de vértigo, así que caminar por esas calles era una odisea. Y ella me decía: “Tienes que volver a Colombia”, así como otros insistían en que Bogotá, donde la gente andaba muy asustada —pues estamos hablando de esos durísimos años 86, 87—, no tenía un festival. En fin: nos despedimos un jueves y el lunes me llamaron de Avianca: “Señor Osorio, la señora Fanny Mikey le mandó un tiquete para que vaya a Bogotá. Ponga la fecha”. A partir de ahí, analizamos qué debíamos hacer, qué escenarios existían, con quién podíamos contar. Un elemento muy importante fue el Festival de Caracas —que dirigía un hombre que hace falta todo los días, Carlos Jiménez— que tenía lugar en marzo y abril. Y dijimos: “Propongámosle a Carlos que nos deje ‘colincharnos’ de Caracas para traer los grupos des- de allí”. Con eso buscábamos pagar pasajes desde Caracas a Bogotá, y no, por decir algo, desde y hasta Moscú. Y así nació el festival en 1988.


Ese año mataban candidatos presidenciales en Colombia. Y ustedes también sufrieron la violencia: un movimiento de extrema derecha le puso una bomba al Teatro Nacional, hoy el Fanny Mikey. ¿Usted cómo recuerda esa experiencia?
A nosotros nos acusaron, injustamente, de haber creado el Festival para competir con las festividades de Semana Santa: eso era ridículo. Junto con la oportunidad que presentaba Caracas, en Bogotá en Semana Santa no había nadie, entonces los hoteles nos cobraban a precio de huevo. Pero come- timos un error imperdonable: trajimos un grupo de Brasil con una obra que se llama Teledeum del catalán Albert Boadella, sobre Jesucristo. No 
la habíamos visto ¡y era una cosa de una brutalidad! Encima, el director brasilero Cacá Rosset —que es un demente, un gran director, pero un demente—, me llama el día anterior a su viaje a Bogotá y me dice: “¿Tú crees que sería bueno que nos fuéramos con la ropa de la función en el avión y ustedes nos reciben?”. Lo consulté con Fanny y a ambos nos pareció buenísimo, así que llevamos medios de comunicación y todo al aeropuerto. Pero entonces se abre la puerta del avión y se baja un Papa, unos obispos con botellas de whiskey en la mano, unas monjas que se levantaban las faldas.... ¡y todo eso el viernes antes de Semana Santa!

El Festival se inauguraba a las 8.00 p.m. en el Colón, y esa noche el noticiero que presentaba José Fernández Gómez abrió su emisión con algo como lo siguiente: “¡Exclusivo! ¡Habla Monseñor Revollo!”. Y sale el Monseñor y dice: “El festival es ateo. Condeno a sus directores”. Algo que, en ese momento, era casi que decir: mátenlos. Y añadió: “Prohíbo a los cristianos que vayan a ese acto, que va contra nuestras creencias, nuestras costumbres y tradiciones”. Ahí nos empezaron a amenazar.


Arriba, una de las coproducciones de gran envergadura realizadas en y por el Teatro Mayor: Tosca, de Puccini. 

 

 

¿Y entonces cómo ocurrió lo de la bomba? Dicen que el público pensó que se trataba de efectos especiales...
La historia la conozco por un personaje que vio cómo fue todo: Manfred Wekwerth, el director del Berliner Ensemble, la famosísima compañía de Bertolt Brecht, que había venido a ver Yepeto, de un autor argentino, Tito Cossa, dirigida por Omar Grasso. Él se aburrió porque no entendía nada de esa obra con mucho texto en español, y se bajó a la cafetería. Al rato, vio allí que un tipo, que describió como un ‘facha’ de libro, grandote y con una nariz curiosísima, llegó con un maletín y pidió permiso para entrar al baño. Lo dejaron entrar y, de repente, salió corriendo, sin maletín. Y enseguida: ¡Pam! Fanny y yo estábamos camino a la función cuando estalló la bomba y pegamos un brinco: eso es horrible.

En efecto, algunas personas pensaron que era un efecto porque por todos los ductos de aire acondicionado empezó a salir tierra. Y el escenario, que estaba muy bien hecho —construido sobre un antiguo cine, con unas bases muy sólidas en la infraestructura— nos salvó, pero dicen que su suelo se alcanzó a levantar como 30 centímetros, con escenografía y todo, para luego volver a caer. Y la gente decía: “¡Qué efecto tan verraco!”.

Pero también nos salvó otra cosa: fui con Manfred al DAS a hacer el retrato hablado y todo eso y nos explicaron que había sido una bomba de mecha lenta. Que el terrorista, un tipo absolutamente entrenado, muy seguramente planeaba poner la bomba sobre un sanitario, lo cual habría sido devastador. Pero que al parecer se le fue muy rápido, entonces la puso en
el suelo, exactamente debajo del antiguo muro del edificio, donde hizo menos daño. De haber puesto la bomba donde planeaba, calculan que habrían podido morir unas 80 personas.


Y mire lo curioso: al otro día, se vendieron todas las entradas. Pero siempre había mucha tensión: ese año, para la clausura en la Plaza de Bolívar, sí que nos estaban amenazando. Hasta carros blindados nos dieron. Y William Cruz, que era el secretario de Gobierno, nos juntó con los militares y dijo: “No va a pasar nada porque vamos a poner a 3.000 personas de civil dentro del público”. Además, los 30.000 o 40.000 asistentes que estaban en la plaza, todas habían sido requisadas, había perros antiexplosivos...

Osorio ha posicionado al Teatro Mayor como un escenario de alcance mundial. El pianista y director Daniel Barenboim, entre otros grandes, han elogiado el trabajo realizado en ese edificio de 23.000 metros cuadrados, diseñado por Daniel Bermúdez. FOTOS JUAN DIEGO CASTILLO / TEATRO MAYOR JULIO MARIO SANTO DOMINGO 

 

¿Usted cómo evalúa la manera en que se ha manejado ese patrimonio de Bogotá que es el Iberoamericano, desde que ustedes lo echaron a andar?

Yo creo que el festival fue creciendo, se consolidó y de alguna manera llegó a un punto: hasta la muerte de Fanny. Y me duele decirlo, pero yo creo que, desde eso para acá, los responsables no han estado a la altura requerida.

Pasemos a la política de hoy. ¿Los candidatos presidenciales de este 2022 lo dejan tranquilo en cuanto a su concepción del universo cultural?
Creo que, hasta hoy, ninguno ha visto esto en su real dimensión: la de la cultura como escenario para construir un nuevo país. Ninguno. Hay unos más que otros, pero no he visto ningún debate 
en el que la cultura sea un tema fundamental.

Usted fue el primer ministro de cultura que tuvo Colombia, nombrado en 1997. Si hoy regresara a esa dignidad ¿cuál sería ese frente neurálgico al que se le dedicaría desde el día uno?

Creo que el Ministerio ha sido ejemplar porque ha desarrollado los derechos culturales de los ciudadanos de acuerdo con cómo están establecidos en la Constitución. Es que en un punto de esta última se dice: “La cultura es el fundamento de la nacionalidad”. Además, en general ha habido una continuidad —por ejemplo, en los planes nacionales de cultura—: cada ministerio ha ido enriqueciendo y mejorando los anteriores desarrollos.


¿A mí qué me faltaría en este momento? Quizá dos cosas. Una: precisar muy bien el tema de patrimonio subacuático, para que lo del Galeón San José no se vuelva un negocio, porque con el Gobierno Santos se abrió un boquete muy preocupante. Y dos: crear una red nacional de espacios culturales como la de nuestro proyecto La Casa Grande, que no pudimos hacer porque cuando entró el Gobierno Pastrana echaron para atrás todo; hasta un empréstito buenísimo del BID para ello. El día que tengamos una red en todo el país de espacios escénicos, el grupo de teatro que hace un gran esfuerzo por producir una obra no durará una semana en funciones, por ejemplo, sino que podrá recorrer el país y presentarse 50 veces en igual número de poblaciones. Eso propiciaría un diálogo entre las diversas culturas que conforman este país tan rico, tan diverso: que los de Nariño conozcan a los del Magdalena y a los de Antioquia, etcétera.

Usted ocupó múltiples posiciones en México y hasta fue embajador. ¿Qué podemos aprenderle a la gestión cultural de ese país?
Es que ellos le apostaron a construir el país entorno a su cultura. Y eso viene de la Revolución Mexicana, que tuvo tres grandes apuestas: la salud, la educación y la cultura, a partir de unos elementos identitarios. Entonces, el país se va abriendo el camino en los mercados del mundo a través de eso. Cuando México iba a firmar el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos ¿qué hizo? Organizó una exposición absolutamente impresionante para montarla en Nueva York, en Washington, en las grandes ciudades. Y todo ello lo rodean con escritores, con ballet... La cultura es su herramienta para abrir puertas y para crear prestigio para el país.

¿Cómo puede Colombia ocupar una posición equivalente?
Somos un país pluriétnico y multicultural: aquí se hablan entre 70 y 80 dialectos y lenguas, por poner un ejemplo, pero nuestra esencia y donde está la ventaja competitiva de este país es en la diversidad juntada con la biodiversidad.

La música casi que es a Colombia lo que la comida es a México: podríamos ser percibidos como el país de la música en Latinoamérica. ¿Está de acuerdo?
Ya lo somos, tenemos una base tan grande... lo que pasa es que la salida todavía es mínima, tenemos 
un embudo. Pero el día en que podamos crear más espacios para difundir ese patrimonio, cuando los Gaiteros de San Jacinto y Ali A.K.A. Mind puedan ir a 100 ciudades de Colombia, cambiará el mercado. 


 

¿Usted cree que los grandes gestores son los mejores en el frente político? ¿En el cabildeo, por ejemplo?
Los gestores culturales deben tener, primero, cultura. No es necesario tener títulos, sino implicarse en ella. Creo que soy uno bueno porque he hecho carrera desde lo más humilde hasta lle
gar a diseñar las políticas culturales. Por eso, sé lo que hay que luchar para conseguir un peso, también cómo cuidarlo e invertirlo. También lo que necesita un artista para hacer una obra. En este teatro los artistas son sagrados. Y esta casa es de nivel mundial, el equipo técnico es capaz de resolver todo a una velocidad alucinante.

¿Cómo se logra tener gente tan comprometida?

Aquí los procesos de selección son muy serios. Y lo ve la gente que viene del mundo entero. Después de venir Barenboim les dijo a sus amigos: “Hay un teatro en Bogotá al que tienen que ir”, y empezaron a llamarnos de la Filarmónica de Londres, de Israel...


Explíqueme cómo se reparte la torta de la financiación general del teatro.
La alcaldía de Bogotá invierte un 25 % del presupuesto, la familia Santo Domingo otro 25 %, y el 50 % restante es de autogestión: boletería, patrocinios, cooperación internacional, etcétera. Eso 
tiene que ver con el origen del teatro, cuando, por un lado, la ciudad aportó el lote, junto con el parque y los estacionamientos subterráneos, y los Santo Domingo les regalaron a los bogotanos este edificio de 23.000 metros cuadrados. El recinto tiene dos lógicas: la biblioteca es totalmente pública y el teatro es un convenio público-privado.

 

Osorio es director del Teatro Mayor desde que abrió sus puertas por primera vez, en 2010. Quizá ningún otro colombiano ha ocupado tan altas y numerosas dignidades del universo cultural como este bogotano, hijo de madre católica y padre comunista. FOTO JAVIER LA ROTTA 

 

¿Cómo ha sido la relación con la alcaldesa Claudia López?
Buenísima. Hay mucha complicidad con ella, que viene a los espectáculos, así como lo hacía Enrique Peñalosa. Es que no solo es la plata que ponen, es la ilusión de todo el proyecto, el estar allí, preguntar...

Por último, un cuestionario rápido: ¿En qué teatro o institución cultural le habría gustado trabajar?
El Teatro Real de Madrid.

¿Una banda de rock?
The Rolling Stones.

¿Su género musical de folclor colombiano preferido?

La cumbia.

¿Cuál es la mejor silla del Teatro?

Este teatro tiene la fortuna que desde todos los lados se ve perfecto. A mí me gusta mucho subirme hasta la última parte, allá arriba. Es una sensación muy especial.

¿Sus mejores amigos para hablar de teatro?

Uno que se me murió: Miguel Durán. Hoy, hablo mucho de teatro con mi hija.

¿Cuál es su público preferido?

Me impresiona mucho el de los festivales internacionales de música clásica, que es el de la familia. Se están todo el día aquí, comen, compran discos... Ese público me emociona y veo que crea futuro.

¿Y qué tal es el público de la ópera?

A mí me encantan los públicos que saben, y ellos saben de verdad.

¿Qué hace cuando no está en el teatro, en su tiempo libre?
Me gusta mucho nadar y leer. Soy muy poco televisivo: mi padre era un santandereano científico y comunista, entonces a mi casa llegó la televisión cuando yo tenía 14 años. Y el cine me gusta, pero no en la casa. Me gusta ir a la sala de proyección. Y aunque confieso que nunca había visto una serie, empecé a verlas en la pandemia. Aunque también me leí la obra completa de Tolstói. 

 


ESTE AÑO: 144 ESPECTÁCULOS

Ese es el número de hechos culturales que Osorio y su equipo han programado para este 2022 en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo. Con España como país invitado —de donde vendrá flamenco, pero también música antigua y teatro, entre otras cosas—, y con participación también de Noruega, la programación es nutrida en varios frentes.

En el de la ópera, por ejemplo, no solamente se destaca la presencia del renombrado tenor polaco Piotr Beczala, del tenor mexicano Ramón Vargas, de la soprano argentina Verónica Cangemi y de la mezzosoprano checa Magdalena Kožená, sino también la del director de cine colombiano Sergio Cabrera, quien, a final de año, presentará un montaje lírico dirigido por él: El elíxir del amor. La temporada de Grandes Conciertos, por su parte, con agrupaciones provenientes de Reino Unido, Holanda y Canadá, traerá, esta vez como director, al violinista Joshua Bell, afamado, entre otras cosas, por ser uno de los talentos que cimentaron la película El violín rojo (1999), ganadora de un Óscar a Mejor Banda Sonora.

En el frente de la música colombiana, el Teatro tiene toda una temporada planeada con hitos nacionales como Walter Silva, héroe de la música llanera, y Puerto Candelaria, que se presentará en compañía de la Orquesta Filarmónica de Bogotá.

A todo lo anterior se suman hitos del tango y del fado, ese género melancólico portugués que tiene en el Teatro Mayor un escenario ya usual en Bogotá; del teatro internacional, como es el caso de Carnes Tolendas, retrato escénico de una travesti, de la escritora Camila Sossa Villada, y de la danza, con los japoneses Sankai Juku, entre otros. Los niños podrán gozar también con circo, marionetas y adaptaciones de música clásica para los más pequeños.

Más información en Teatromayor.org.