15 de Diciembre de 2015
Por:
Fernando Gómez Garzón, editor

El último artículo periodístico de Rafael Baena, muerto el 14 de diciembre, fue publicado en Credencial en noviembre pasado: una profunda reflexión sobre el oficio de la reportería gráfica. El texto, que reproducimos en su homenaje, define muy bien lo que Baena pensaba sobre el periodismo y la fotografía.

Rafael Baena (1956-2015), la integridad en el oficio

Rafael Baena quería tomar fotografías, pero entonces lo ponían a escribir. Rafa quería escribir, pero entonces lo ponían a tomar fotografías. Él mismo a veces discutía (con los demás y consigo mismo) sobre el oficio: ¿fotógrafo o periodista? En medio de ese conflicto, que lo acompañó (y alimentó) toda la vida, lo vi por primera vez en la redacción de la revista Cambio 16, en Bogotá, cuando se desempeñaba como editor fotográfico y Eduardo Arias, que fungía como director, le estaba pidiendo que escribiera él mismo la historia que acababa de fotografiar. “¡Pero es que yo soy el editor fotográfico!”, se quejaba.

Sea como fuere, tomando fotos o escribiendo textos, Rafa Baena tuvo la virtud de calar profundamente en el alma de sus colegas, por una sencilla razón: la integridad. Un periodista tenía derecho a equivocarse, a carecer de estilo, a ser aburrido; a tratar de exprimirle a la noticia hasta la última gota de historia; incluso a no ser lo suficientemente objetivo. Lo que no podía un periodista era perder su integridad. Como reportero, como fotógrafo, como persona, ese ha sido su legado: la rectitud profesional por encima de cualquier otra consideración. Así se comportó en Credencial (De 2003 a 2011), primero como coordinador editorial y después como editor general. Durante esos años, le regaló a la revista algunos de sus mejores textos periodísticos, antes de renunciar a su cargo para dedicarse por entero a la literatura.

Por los días en que iba a lanzar su novela La guerra perdida del indio Lorenzo, accedió a escribir para Credencial el que se iba a convertir en su último artículo periodístico, una reflexión profunda sobre el oficio de la fotografía, publicado en noviembre y que reproducimos a continuación, como un homenaje a su disciplina, a su amor por la profesión, a su exquisito humor negro y a la grandeza de su alma.

 

La fotografía, ese testigo mudo

Por Rafael Baena

*Artículo publicado en la edición impresa de octubre de 2015

Cuando en 1863 el soldado Timothy O’Sullivan y otros fotógrafos hoy olvidados recorrieron el campo después de la batalla para documentar el horror de Gettysburg en negativos de gelatina, los relatos orales de los veteranos y los bocetos de los dibujantes perdieron valor frente a la crudeza capturada por las cámaras. Desde entonces hasta hoy, cuando en cuestión de minutos la interacción entre medios masivos y redes sociales potencian de manera exponencial el contenido de una imagen, casi nadie duda del impacto de la fotografía periodística sobre el público.

Porque de aquellos daguerrotipos decimonónicos tomados con cámaras de cajón que necesitaban trípode, largas exposiciones y modelos inmóviles, la tecnología avanzó de modo que para la I Guerra Mundial la prensa publicó avisos que invitaban a regalar cámaras a los soldados. Aparecieron millones de imágenes que mostraban a los guerreros sonrientes al lado de los cadáveres de sus enemigos, pues los periódicos organizaron concursos para premiar las mejores, siempre y cuando la guerra fuese el tema. Fotografía y conflicto se volvieron entonces palabras asociadas, y ya en la contienda civil en España surgieron innumerables fotorreporteros profesionales que iban en pos de la acción.

Uno de ellos, con el seudónimo Robert Capa, estaba en el frente de Córdoba junto a la también fotógrafa Gerda Taro la tarde de 1936 en que captó a un miliciano anarquista al caer abatido por una bala. Gerda era su amante, y posteriormente han surgido versiones que le atribuyen a ella la autoría de una imagen que se convirtió en un icono del oficio, incluso por encima de las tomas que el propio Capa lograría en 1944 durante el desembarco en Normandía.

Ya en ese momento la fotografía, como medio más efectivo para contar la guerra, se convirtió también en arma política. Aparte del trabajo adelantado por los corresponsales, cada unidad militar llevaba consigo cámaras y fotógrafos, tanto para registrar sus acciones como para afectar la moral del enemigo. La invasión de los alemanes a la Unión Soviética, como había ocurrido antes con la invasión a China por parte de Japón, dejó sobrados registros gráficos de salvajismo genocida. Los agresores no tuvieron reparo en mostrar lo que sucedería a quienes se resistieran a su avance, mientras los agredidos usaban imágenes similares para advertir lo que esperaba a quienes se rindieran. En el entendido de que su imperio duraría mil años, no faltaron nazis que plasmaran lo que sucedía en los campos de concentración. Es icónica la que muestra al médico de Bergen Belsen de pie en medio de una fosa común, con la actitud del granjero que hace un balance de su cosecha. Esa y muchas otras solo se conocerían después de la caída del Tercer Reich, al tiempo con las conseguidas por enviados especiales como Margaret Bourke-White en Buchenwald, publicadas en la revista Life.

Al ver aquello, el mundo creyó de verdad que tamañas cotas de espanto marcaban el final de una era y el inicio de una paz sólida y duradera, una en la cual los civiles, incluyendo niños, mujeres y ancianos, dejarían de ser objetivos militares y no emprendieran éxodos masivos para salvarse. Pero en la subsiguiente guerra fría la bajeza no hizo nada distinto a cambiar de vestido. La cortina de hierro, ampliamente fotografiada en su momento, era el síntoma menos grave del enfrentamiento entre dos sistemas políticos que favorecían guerras focalizadas, eufemísticamente catalogadas “de baja intensidad”. La iniquidad, dependiendo de la bandera en la cual estuviese envuelta, se encargó de demostrar que, lejos de terminar, había adoptado formas más sofisticadas de aniquilar a todo aquel que representara un riesgo por pensar distinto, o tener un credo o un color de piel diferentes. Las principales potencias alegaron motivos ideológicos, pero el tiempo revelaría que también se movían por intereses económicos.

El público se acostumbró a ver en las noticias nombres como Corea, Vietnam, Afganistán, Palestina, Chad, Etiopía, Irán, Sudán, El Salvador, Bosnia y un largo etcétera de lugares, incluida Colombia, donde las fotos desoladoras de muertos y heridos hicieron cada vez más evidente, no solo que los civiles aportaban la mayor cuota de sufrimiento, sino que la consternación del público tras el impacto inicial ha venido trocándose en indiferencia. Como individuos los seres humanos nos conmovemos, pero como civilización no hemos podido impedir que una y otra vez se repitan hechos inenarrables.

En 1945, terminada la guerra que virtualmente pondría fin a todas las guerras, nadie podía imaginar lo que ocurriría después en los campos de exterminio montados por los jemeres rojos en Camboya. Tampoco que los milicianos cristianos libaneses masacrarían a un número aún no establecido de refugiados palestinos en Sabra y Chatila, bajo la mirada indolente de las fuerzas de defensa de Israel, un país surgido justamente después del holocausto nazi. O que los paramilitares serbios, esta vez con los cascos azules de la ONU apostados a escasa distancia, intentarían la limpieza étnica asesinando a ocho mil personas, la mayoría niños, mujeres y ancianos, en un lugar llamado Srebrenica.

Eso por no mencionar fenómenos de desplazamiento y migraciones masivas, generalmente protagonizadas por miles de personas que huyen de los misiles, del fuego nutrido de fusilería, de la hambruna o de múltiples abusos. Boat people vietnamitas, balseros cubanos, desplazados colombianos, sudaneses, ruandeses y ahora sirios comparten la marca de la desesperación, son los síntomas de un planeta en crisis que aparte de soportar guerras enfrenta ahora problemas aún más graves, como las malas prácticas de explotación de sus recursos, la inequitativa distribución de los mismos y la incertidumbre generada por el cambio climático. Dos casos relacionados sirven para ejemplificar el que quizá sea el peligro del caos ambiental, tal vez el mayor que enfrenta la humanidad: veinte años después del accidente del súper petrolero Exxon Valdez, ampliamente registrado, un accidente en la plataforma Deepwater Horizon provocó que el pozo Macondo vertiera en el Golfo de México cinco millones de barriles de crudo, una cantidad diez veces superior. El accidente también se registró, pero en lugar de aprender la lección, cinco años después aumentó la cantidad de plataformas similares en unas aguas que aún esperan ser descontaminadas.

Lo anterior solo para decir que todo eso está fotografiado. Hasta la saciedad. Y cómo no, cada tanto las imágenes generan reflexiones individuales en quienes las observan, pero no ocurre nada más, salvo fenómenos virales en Twitter y Facebook cuyo efecto más notable es consolar las conciencias de quienes lloran a través de internet. No importa cuántos niños muertos sean varados por las mareas en la playa, el vórtice de demencia y estolidez ha banalizado las tragedias del prójimo y la muerte misma.

Está claro que la fotografía periodística es una aguda diagnosticadora, pero no sirve para cambiar el mundo. Para lo que sí sirve, y mucho, es para indagar en la esencia del ser humano. La misma herramienta que exalta el virtuosismo de un artista o el esfuerzo físico de un atleta también se emplea a fondo en el registro de la faceta trágica de esa esencia. Eso lo han sabido y lo saben las decenas de miles de reporteros gráficos que, por voluntad propia o por cumplir con una asignación editorial, han dedicado sus vidas a mirar a través del visor escenas que revuelven el estómago al más pintado, a congelarlas en un pequeño cuadro para dejar constancia de lo inhumana que puede llegar a ser la humanidad, pero también que no todo está perdido y que es posible la esperanza. Si la escena del marinero y la enfermera besándose en Times Square el día de la victoria sobre Japón se convirtió en ícono mundial del posconflicto, algo similar puede ocurrir con el estrechón de manos del presidente Santos y Timochenko que propició Raúl Castro –uno de los últimos personajes sobrevivientes de la guerra fría–. Es probable que adquiera dentro de algunos años una carga simbólica tan grande como la del presidente Pastrana sentado junto a la silla que Tirofijo dejó vacía en cierta tarima del Caguán, pero el tiempo decidirá si la imagen captada en La Habana provocará en los colombianos de a pie sensaciones de frustración o de confianza, irritación u optimismo.