Archivo Particular
12 de Octubre de 2017
Por:
Carolina Sanín

La veracidad del arte y el espectáculo no es la veracidad del periodismo. Narcos no solo no es objetable éticamente, sino que es un producto de gran calidad.

'Narcos', tercera temporada

No es apologética la serie Narcos, de Netflix, como sí parecía serlo la telenovela nacional Escobar: el patrón del mal, que presentaba a Pablo Escobar como un personaje eminentemente pintoresco, y cuyo mayor mérito, en términos de actuación y dirección, parecía estribar, según la propia defensa de los apologistas de la serie, en que los actores supieran imitar el sonsonete paisa. No hay mediocridad en Narcos porque en ella no sea prioritario imitar el acento regional, como le ha parecido al primitivo público nacional, en la misma medida en que una representación de Edipo Rey no es insuficiente porque en ella no se imite el acento de los tebanos. La multiplicidad de acentos en Narcos se vuelve un comentario sobre la internacionalidad y traducibilidad inherentes a la droga, y sobre la panamericanidad del problema social del narcotráfico. Narcos no es apologética porque en ella la historia no se cuenta desde el punto de vista de los narcotraficantes ─ni siquiera son ellos los únicos protagonistas─, sino que cuidadosamente se alternan los puntos de vista de los capos, de sus mujeres, de sus sicarios, de los delatores, de las víctimas, de la DEA, de la Embajada de Estados Unidos, de la CIA, de los políticos colombianos y de la Policía colombiana. No es tampoco enaltecedora de la política antidrogas de Estados Unidos, como han asumido quienes no han visto la serie y sin embargo se han aventurado a escribir condenas moralistas y sentimentales sobre ella; de hecho, el guion critica las asociaciones oscuras y los procedimientos de la CIA, se burla de la ingenuidad de algunos agentes de la DEA y expone el cinismo de los diplomáticos estadounidenses. Narcos construye personajes complejos en sus gestos y motivaciones, que distan de ser los “malos malos” y los “buenos buenos” a los que el público colombiano se encuentra acostumbrado al cabo de su educación en el sainete y el melodrama. No es tampoco condenable la serie porque en ella se “dé una mala imagen del país”: muy por el contrario, ni Medellín, ni Cali ni Bogotá habían aparecido nunca tan atractivas, en ningún otro producto audiovisual de ficción nacional o extranjero que yo recuerde, como en Narcos. Pero además no se trata de una propaganda de Avianca, de modo que la exigencia de que la serie “dé una buena imagen” no es válida. Narcos tampoco es incorrecta porque en ella se le cuente al mundo la historia de los carteles de la droga en Colombia (de Medellín en las dos primeras temporadas, de Cali en la tercera), pues esa es una historia que sucedió, y los países tercermundistas, como Colombia, no deben aspirar a que lo único que se cuente sobre ellos muestre lo bonito y lo barato, para que el espectador pueda “comerte mejor”. Además, la historia del narcotráfico en Colombia no les pertenece a los colombianos en exclusiva, como quizás no huelga decir.

Tampoco es criticable que todo lo que la serie cuenta carezca de correspondencia en la historia factual, pues se trata de una serie de ficción. Los sucesos históricos se pueden y se suelen ficcionalizar en las artes (parece increíble estar explicando esto), y la veracidad del arte y el espectáculo no es la veracidad del periodismo. Por otra parte, pensar que la única manera de representar la realidad del tercer mundo es a través de la fidelidad de los hechos (si es que tal fidelidad es posible) es hacerle el juego al colonialismo intelectual, según el cual las naciones viejas y que tienen un papel central en el escenario de la historia mundial pueden imaginarse a sí mismas y reelaborar dramáticamente sus recuerdos, mientras que las naciones nuevas y periféricas tienen la obligación de presentarse como documentos obedientes a las pretensiones de objetividad de los científicos sociales.

Narcos no solo no es objetable éticamente, sino que es un producto de gran calidad. La fotografía, las escenografías y la dirección de actores son impecables. Los diálogos son envolventes, precisos, astutamente irónicos. La narración contiene un ejercicio literario ejemplar de toma de distancia. En la tercera temporada es brillante (y bastante novedoso para la televisión) el modo en que la edición combina el material de archivo con el material dramático, estableciendo espejos deformados y señalando el marco ficcional de la representación. Hay una exactitud extraordinaria en la construcción de los personajes: en la calma y el optimismo de Gilberto Rodríguez y la adustez de Miguel Rodríguez, en la comicidad atolondrada de los jóvenes agentes antinarcóticos estadounidenses, y especialmente en el pavor concentrado de Jorge Salcedo, el personaje sobre el cual pivota la tensión dramática. El agente Javier Peña, impulsor de la trama, perdedor y ganador, es quizás demasiado hermético, pasivo y unidimensional en la tercera temporada. Aunque tal vez este tratamiento del héroe constituya otra de las agradecibles audacias de la estupenda Narcos.

 

 

*Publicado en la edición impresa de octubre de 2017.