Ilustración: IStock.
Ilustración: IStock.
17 de Enero de 2023
Por:
Melba Escobar @Melbaes

Que este 2022 comience con esta serie de reflexiones motivadas por las vivencias recientes de nuestra especie. Apuntes optimistas para tener a la mano durante un año desafiante.

Manual de supervivencia para terrícolas

 

Artículo publicado en la edición impresa de enero de 2022.

EL ESTADO DE LAS COSAS

Empezamos ya un tercer año alternando confinamientos obligatorios, reaperturas, nuevos cierres. Nos hemos ido acostumbrando a un orden impartido por el Estado de Emergencia del que no hemos logrado salir. La normativa cambia de un momento a otro. Un día podemos viajar fuera de nuestro país, al siguiente ya no. Pero ¿por cuánto tiempo? Ni idea. En este planeta donde la epidemia se ha globalizado, la incertidumbre va expandiéndose en nuestras vidas como un cáncer.

Hay que usar mascarilla para entrar a lugares públicos, la usamos. Hay que dejar de ir a restaurantes y bares, dejamos de hacerlo. Luego cierran los museos. Después las escuelas. Solo pueden estudiar los niños con computador y conexión en casa. Si bien el virus no distingue clases sociales a la hora de propagarse, está claro que su llegada ha puesto en evidencia las desigualdades y ha comenzado a aumentarlas.

Miles de empresas y tiendas han desaparecido en tres años. Docenas de colegios han cancelado las clases, una vez más. Esta ola –la sexta en Europa, la cuarta (o es la quinta) en Colombia– nos hace sentir que estamos viviendo el Día de la Marmota hasta el infinito.

Si bien el futuro ha sido siempre un territorio imprevisto, ahora parece serlo más que nunca. Porque los viajes se cancelan. Las reuniones de todo tipo, desde simposios profesionales y ferias del libro, pasando por bodas, fiestas patronales y cursos universitarios, pasan por el rigor de las normas dinámicas y cambiantes a las que poco a poco nos hemos ido acostumbrando hasta el punto de hablar mucho más en condicional: “Si se puede, iremos de vacaciones a la costa”. Si se puede... porque ya no se puede todo en cualquier época del año y sin importar las cifras sanitarias. El virus aumenta, disminuye, muta, se expande, de nuevo se transforma y juega con los destinos de los humanos que en el siglo XXI vivimos un elevado pico de narcisismo al que la pandemia parece haber llegado a darle una lección.

El convencimiento de los antivacuna de saber más que la comunidad científica los ha llevado a decidir no aceptar ni un pinchazo. Y es ahí donde entra uno de los tantos dilemas filosóficos que pone sobre la mesa la COVID-19. ¿Cuáles son los límites de las libertades si las decisiones individuales ponen en peligro a la comunidad? ¿Qué costo en tiempo, trabajo, dedicación, vidas humanas y recursos sanitarios causa el individuo que no se vacuna? ¿Hasta dónde ha de respetarse el libre albedrío aun cuando se trate de decisiones que perjudiquen a otros?

El siglo XXI cumple sus 22 años de nacido en medio de la crisis cada vez más urgente del cambio climático, el crecimiento de los populismos de revancha, una economía impredecible y volátil, y una emergencia social constante. Si a esto le sumamos los cierres aleatorios a los que se han visto sometidos teatros de cine, restaurantes, parques temáticos, comercios y hoteles, entre muchos más, podemos encontrarnos frente a una realidad en decadencia.

En el caso de las universidades norteamericanas, un artículo del New York Times reporta una caída del 8 % en nuevos estudiantes. Esto hace que deban hacer recortes, disminuir en becas y facilidades a los menos privilegiados, en una espiral que conduce una y otra vez a afectar a los de menos ingresos.

LA PANDEMIA Y SUS PREGUNTAS

Los avances en tecnología que se han hecho durante la pandemia han acelerado resultados que en otras condiciones se hubieran tardado años. Si bien muchos oficios y trabajos necesitan hacerse de modo presencial, también es cierto que miles de personas no dejarán de trabajar de forma remota.

Pero más allá de estas consideraciones, la pregunta de fondo que me hago es por qué, si pudimos reaccionar de manera eficaz, contundente y coordinada frente a la pandemia (usamos mascarilla, nos vacunamos, nos hacemos las pruebas, seguimos las normas –con excepciones, claro–), por qué en general nos queda imposible hacerlo. En fin, obedecemos, cambiamos de hábitos, transformamos nuestros modos de vida. Todo por el miedo a contagiarnos de una enfermedad que puede llegar a ser mortal.

En este caso, reaccionamos a una velocidad asombrosa, cuando aprobar normas en sistemas democráticos puede ser tortuosamente lento y con frecuencia descorazonador. Porque no siempre la mayoría quiere lo que la mayoría necesita. Porque la humanidad, en la era del narcisismo destructivo, prefiere con triste frecuencia defender su cuerpo como un territorio libre de vacunas, por encima de pensar en el bien común y en la responsabilidad moral que implica vivir en sociedad. ¿Nos estamos olvidando de vivir en comunidad? Me pregunto.

Por otro lado, saber que tenemos tanto poder para organizarnos y cambiar rápidamente, me hace sentir algo de esperanza. Pero ¿podremos cambiar sin el miedo a la epidemia, sin el miedo a la muerte inminente? ¿Por qué no hemos implementado cambios igual de radicales frente a la emergencia climática que vive el planeta, por ejemplo? ¿Qué estamos esperando? ¿A qué se acaben los osos polares, los peces en el mar? Para muchos estudiosos del tema, el 2030 es el año de no retorno respecto a la crisis climática y social. Lo que no se haya podido recuperar para entonces, podría perderse para siempre.

Un informe reciente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático advierte que si no se toman medidas para descarbonizar la generación de energía o la movilidad antes del año 2030 (y dejar de agregarle toneladas de CO2 de la atmósfera) los efectos amplificantes del aumento en las temperaturas y el nivel de los mares harán palidecer los estragos dejados por la pandemia, sin importar lo que podamos llegar a hacer en años posteriores.

Estamos a ocho años de esa fecha. Y, como dice el profesor de la Universidad de California Benjamin Bratton, si nos aplicamos a la tarea con determinación, pero esta vez para compensar el daño y generar una ‘terraformación’, es decir, hacer viable, nuevamente, la vida en el planeta, entonces podríamos tener una segunda oportunidad sobre la Tierra. Sin embargo, advierte el estudioso, esto requeriría un liderazgo transnacional, una planeación conjunta, unos acuerdos colectivos que pudieran aplicarse y automatizarse.

El problema es que los sistemas democráticos tienden a llamar a procesos de consulta y debate que se prolongan indefinidamente, cuando nos queda poco tiempo (para no hablar de las dictaduras o autocracias que ignoran la evidencia). Como ciudadanos estamos más acostumbrados a la discusión a lo largo de meses y años en torno a decisiones estructurales, que a la ejecución.

QUÉ EL 2022 NO SEA EL AÑO DE LA MARMOTA

En síntesis, a nivel global, no estamos frente a un orden opresivo que necesite ser desmantelado. Estamos frente a la incertidumbre de no saber qué tipo de orden necesitamos. Y si pensamos en Colombia, se nos va la vida en defender a un candidato sobre otro de los casi 50 que llegamos a tener. Pasamos horas en peleas viscerales en las redes sociales, en la denuncia de las injusticias y el exhibicionismo de la indignación y el malestar. Si bien todos necesitamos hacer catarsis, también y sobre todo necesitamos llegar a descubrir cuál es el orden que necesitamos para una supervivencia planetaria. Las mayores amenazas son las crisis climáticas y sociales.

¿Cómo atenderlas desde una mirada comunitaria? ¿Cómo no terminar ahogados en acusaciones entre unos y otros, divididos y encolerizados, y sobre todo estériles en acciones transformadoras? La estrella y el motor de mi vida en estos tiempos oscuros, además de mis dos hijos a quienes les deseo todo lo mejor y espero que no tengan que sufrir hasta el horror la devastación del planeta que les estamos dejando, es pensar que todavía estamos a tiempo. En Colombia, estamos a tiempo de elegir un presidente que, más allá de populismos combativos y complacientes con el electorado, busque soluciones estructurales para disminuir la brecha social que nos divide. La educación, la salud, la vivienda, el trabajo, así como la seguridad y la paz son, junto con la mitigación del cambio climático, algunas de las tareas que debe estar en condiciones de asumir el mandatario que ha de ser elegido en mayo o junio próximos.

Y, por último, está el desafío de hacer entender que, si seguimos haciendo las cosas de la misma manera, los resultados serán iguales. La gran ironía es que esto ocurre cuando la cuarta revolución industrial –que incluye robótica, internet de la cosas, algoritmos e inteligencia artificial, entre otros elementos– nos abre puertas, impensables hace unos años, hacia el conocimiento. Sin embargo, teniendo la tecnología, esta podría usarse también para planear una ‘planetariedad’ viable en términos sociales, económicos, técnicos y culturales.

¿Seremos capaces de conseguirlo? Lo dudo. Pero que todavía podría hacerse es un hecho, como cuando uno no pierde la fe en su equipo durante la final de fútbol y hasta el último minuto confía que se empate el marcador. Algo así, pero frente a la viabilidad de la vida en la Tierra. Todavía mantengo la esperanza. Pensar en mi familia me alienta a explorar la imaginación utópica. Así como a actuar bien a nivel personal y anhelar que cada vez seamos más quienes, como en la película Encanto, entendamos que, si seguimos actuando de forma individualista, la casa se nos vendrá abajo.