Federico 'el Grande'  tocando la flauta. Por  Adolph von Menzel (1852)
Federico 'el Grande' tocando la flauta. Por Adolph von Menzel (1852)
27 de Septiembre de 2022
Por:
Emilio Sanmiguel emiliosan1955@gmail.com

Estos son algunos de los patronos, empresarios y mecenas sin cuyo impulso habría sido casi imposible que surgieran los genios. Fotos: Creative Commons. 

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Los de plata

LOS MÚSICOS no trabajan solos. Son una pieza —la más importante— de un complejo engranaje que ha evolucionado con el tiempo: si su oficio es una metáfora de libertad, en el pasado lo fue de esclavitud. O de servidumbre, para no ser tan dramáticos. En cuanto castillo, palacio o mansión había, allí una orquesta acompañaba la vida cotidiana y grandes celebraciones. Pero nadie pensaba que eso era arte. A lo sumo, parte del decorado: los músicos tocaban, los nobles conversaban, comían y deambulaban de un lado a otro. El oficio se convirtió casi en prerrequisito para obtener trabajo: quienes de día eran lacayos o ayudas de cámara, en la noche animaban las veladas con su música.

En medio de ese panorama aparecieron los melómanos, nobles y burgueses, sensibles e inteligentes, que separaban la buena música de la rutinaria y atravesaban Europa para oír las orquestas de los hospicios venecianos donde se hacía la mejor. Así surgieron patrocinadores, mecenas y empresarios que pusieron su grano de arena para que empezara a ser considerada, primero como un arte, luego un arte mayor y hasta un oficio lucrativo.

LOS FEDERICOS

En su juventud, Federico Guillermo II “el Grande de Prusia” (1712 – 1786) estaba más interesado en la música que en los asuntos de Estado, que luego lo obsesionaron, aunque jamás la hizo de lado. Sentía respeto por ella, porque se probaba a sí mismo como compositor y era buen intérprete de la flauta travesera. La vida musical en la corte de Sanssouci en Potsdam, cerca de Berlín, no era un entretenimiento, sino un asunto serio del cual él mismo tomaba parte. En su corte recibió con honores a Johann Sebastian Bach, que allí vio por primera y única vez un piano. Su maestro fue el compositor y flautista Johann Joachim Quantz. Entre sus protegidos estuvieron Carlos Felipe Emmanuel Bach, decisivo en la popularización del piano y de la sinfonía, y Franz Benda, que además de violinista era el director de su orquesta.

A “el Grande” lo sucedió su sobrino, Federico Guillermo II (1744 – 1797), desastroso como monarca, pero tan melómano como su antecesor. Primero estudió la viola da gamba y luego el violonchelo con Jean-Louis y Jean Pierre Duport. En parte, gracias a él, el instrumento dejó su rol secundario para convertirse en protagonista. Encargó obras a Franz Joseph Haydn, Luigi Boccherini, Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven y, desde luego, a sus maestros Duport.

EL BARÓN GOTTFRIED VAN SWIETEN

Es probable que el barón Gottfried van Swieten (1733 – 1803) haya sido el primer admirador de música del pasado, cuando esta era casi un producto desechable. Holandés de nacimiento, siendo niño llegó a Viena porque su padre era médico personal de la emperatriz María Teresa. Terminó de diplomático de los Habsburgos.

La música lo apasionaba. Escribió óperas y Haydn encontró sus sinfonías “tan rígidas como él mismo”. Mal compositor y generoso mecenas, en Londres conoció los oratorios de Händel, cuando interpretarlos era una extravagancia. Le gustaron tanto que se convirtió en comprador compulsivo de partituras de Händel y Bach que luego llevó a Viena. Como la orquesta barroca había sido reemplazada por la clásica, contrató a Mozart para que ‘arreglara’ el Mesías y este se interpretara en Viena. En su biblioteca, Mozart conoció la música de Bach, que era desconocida. No debió enterarse de que Haydn se burlaba de sus sinfonías porque lo apoyó, patrocinó y hasta escribió el libreto de sus oratorios: Las estaciones y La Creación. El otro beneficiario de su generosidad fue el joven Beethoven, a quien patrocinó la publicación de sus primeros tríos y facilitó el acceso a su biblioteca, donde este descubrió a Händel, que se convirtió en su ídolo. Beethoven le dedicó la Sinfonía n°1. En Berlín, patrocinó a Carlos Felipe Emmanuel Bach, a quién encargó seis sinfonías.

EL PRÍNCIPE NIKOLAUS ESTERHÁZY

Nadie afirmaría que el archimillonario príncipe Nikolaus Esterházy (1714 – 1790) fuera amigo de su maestro de capilla, Franz Joseph Haydn. Eso habría sido impensable. Pero lo respetaba, lo hacía respetar y le permitía muchas licencias.

Como amaba la música, la practicaba y se tomaba el trabajo de oírla. Componer para él era un reto. Su corte estaba en un palacio suntuoso en mitad del campo y los conciertos eran pan de todos los días. Por eso Haydn no podía permitirse el lujo de repetirse, tenía que ser original y desplegar una creatividad de la que quedan más de 100 sinfonías, óperas y música de cámara igualmente copiosa. Generoso con su maestro de capilla, le permitía publicar su música, que poco a poco le granjeó una bien cimentada fama: para fines del siglo XVIII, era el compositor más popular de Europa y los herederos de su protector le dieron la libertad.

EL ARCHIDUQUE ARZOBISPO RODOLFO

Aunque toda su vida se quejó de la falta de patrocinadores, Ludwig van Beethoven los tuvo y, al contrario de sus antecesores, fue el primero en impedirles irrespetarlo: exigió ser tratado de igual a igual y hasta les recordó que, si ellos estaban donde estaban era por nacimiento, en tanto que él había ganado su posición gracias a su talento y trabajo. De sus protectores, el más importante fue el príncipe arzobispo Rodolfo de Habsburgo, nieto de la emperatriz María Teresa y hermano de Leopoldo II y Francisco II. Empezó a estudiar música de niño, como todos los nobles de su tiempo. En 1803, se convirtió en alumno de piano y composición de Beethoven y entablaron una amistad desigual, entre el revolucionario compositor y el noble, convertido en prelado a la fuerza. No se ha podido establecer con absoluta certeza la naturaleza de su relación, pero parece que a Beethoven lo sacaba de casillas el escaso talento de su alumno, a quien muchas veces calificó de pelmazo.

En todo caso, el patrocinio sí debió costarle una buena cantidad de dinero, como se deduce de la cantidad de obras dedicadas: 14, entre ellas el Trío del archiduque —el archiduque era él—, los conciertos n°4 y Emperador, y la Missa Solemnis, su obra magna. A Rodolfo le fascinaban las dedicatorias que por entonces no eran de balde, sino que había que pagar por ellas y la paga era proporcional a su duración e importancia.

FRANZ LISZT

Liszt (1811 – 1886) no fue el primero en rodearse de una maquinaria publicitaria. Estaban los antecedentes de Mozart, cuyo padre, Leopoldo, organizaba las giras del niño prodigio, y Paganini, cuya leyenda aseguraba que, para conseguir dominar el violín, le vendió el alma al diablo, cosa bastante creíble porque doblegaba el instrumento a su antojo y el tono verdoso de su piel asustaba al público. Liszt fue niño prodigio, luego dominó el piano y se convirtió en la primera superestrella de la música. Él mismo se encargó de construir su leyenda y manejar sus finanzas. Se convirtió en el músico más famoso de Europa. Divulgó por todo el continente, como si fueran volantes, retratos suyos, donde lucía joven, esbelto y guapo. Las multitudes salían a las calles para ver su entrada triunfal en un carruaje tirado por caballos blancos. Del resto se encargaba en sus recitales y cuando entraba mirando a las mujeres a los ojos, muchas perdían el conocimiento. Aparecía fumando, con desdén tiraba sus guantes que sus admiradoras recogían con delirio y luego el resto de su cigarro: una mujer recogió una colilla y la conservó en su pecho hasta el día de su muerte. Su publicidad se quedaba corta, porque al piano lo hacía mil veces mejor de lo que pregonaba. Amasó una fortuna y abandonó el negocio de los conciertos.

NADEZHDA VON MECK

Probablemente, Nadezhda Filaretovna von Meck (1831 – 1834) fuera la más rica de los aquí enumerados. Y la más estrambótica. Su fortuna provenía de la herencia que le dejó su marido: media red ferroviaria de Rusia.

Cuando madame von Meck oyó la música de Piotr Ilich Tchaikovsky, creyó que se le iba la vida: le escribió una apasionada carta para decirle que a partir de ese momento ella se encargaría de su manutención para que viviera rodeado de lujos, con una condición: nunca verse personalmente. Así fue durante 13 años. Tchaikovsky escribía a su protectora cartas encendidas de pasión, le enviaba su música, Nadezhda le respondía cartas igualmente apasionadas, llamaba a sus músicos para que la interpretaran y subía al cielo.

No se sabe por qué se suspendió el mecenazgo. Algunos suponen que sus finanzas empezaron a flaquear, otros argumentan que se enteró de la homosexualidad del compositor. Lo que sí es que ella fue el pilar financiero y emocional que sostuvo al músico durante la época más compleja de su vida.

¿Será que, sin Madame von Meck, Tchaikovsky habría conseguido convertirse en el primero de los compositores de su país? Probablemente no. Porque Tchaikovsky, como muchos de sus colegas, era apenas esa pieza, fundamental, del complicado engranaje de la música.