Foto Archivo El Tiempo
16 de Agosto de 2021
Por:
Julio César Guzmán

 

Tras 14 años al aire, la familia deja su reality en televisión tradicional.

 

Las Kardashian: 20 temporadas de trivialidad

KARDASHIAN. Un apellido que hasta finales del siglo pasado solo era conocido por el abogado del exfutbolista O.J. Simpson en el célebre caso que lo inculpaba de asesinar a su esposa. Robert Kardashian ayudó al deportista a ganar el caso en 1995 y murió en 2003, cuatro años antes de que sus hijas y su exesposa convirtieran su apellido en una marca famosa en medio mundo, cuando comenzaron a protagonizar el reality show Keeping up with the Kardashians.

 

Desde ese debut han pasado 14 años y nada menos que 20 temporadas del programa que sigue la vida real (si se le puede llamar ‘vida real’ a semejante despliegue de frivolidad) de una familia numerosa, generosamente publicitada por la prensa del corazón y por las redes sociales.

 

Solo entre Kris, la madre, y sus hijas (Kim, Khloé, Kourtney, Kylie, Kendall) suman más de mil millones de seguidores en Instagram, todas con nombres que comienzan por K, como si su padre fuera el profesor Kendur, el mentalista que adivinaba el futuro y quien bautizó a su emisora Radio K.

 

Ellas no necesitan emisora: su serie y todo lo que hacen o dejan de hacer es noticia internacional y con su criticada manera de imponer tendencias comerciales y de ser “famosas por ser famosas” han propiciado la aparición de fenómenos de popularidad como los mal llamados ‘influenciadores’.

 

Pero volvamos a la serie: pocos años después de su lanzamiento se convirtió en el espacio más visto en la historia del canal por suscripción E! (Entertainment Television). En Amazon hay ocho temporadas y en Netflix, dos, una muestra suficiente para juzgarla: en uno de esos episodios, Khloé Kardashian es sentenciada a 30 días de prisión por conducir ebria y las reacciones de su familia demuestran de qué están hechos: se alegra su padrastro Bruce Jenner (ahora es la mujer trans Caitlyn Jenner y quiere ser gobernadora de California por el partido Republicano); la regaña su madre, Kris; su hermana Kim se toma fotos con ella yendo hacia la cárcel; su hermano la llama a despedirse.

 

El lío judicial se resuelve en tres horas y a continuación, vienen las celebraciones rociadas con alcohol, comida y reflexiones superficiales sobre cuán triste es la tragedia de Khloé. No fue un dilema digno de Dostoievski, pero toda esa tercera temporada promedió casi 2 millones de televidentes por capítulo (impresionantes cifras para un canal de cable) y catapultó al canal E! en medio de la feroz competencia por las audiencias en Estados Unidos.

 

La producción no deja de ser llamativa: decenas de planos íntimos en lugares insospechados, un registro minucioso que mantiene el ritmo y entroniza al espectador como testigo de unas vidas de lujos y placeres, tan distintas de las que vivimos los mortales, sin sus millones de seguidores y de dólares.

 

El tono novelesco se impone, como si su eslogan fuera ‘los ricos también lloran’. En efecto, hubo lágrimas por litros (o por kilos, con K de Kardashian) en junio pasado, cuando la serie llegó a su fin, tras la sostenida caída en la audiencia. Según Los Angeles Times, la temporada 2020 bajó a 800.000 espectadores por episodio, muy lejos del récord de 4,8 millones en 2010.

 

Al parecer, sus jóvenes seguidores se están mudando de la televisión por cable a las plataformas digitales, así que el clan Kardashian decidió imitarlos: firmó un millonario contrato con Disney y reaparecerá en la plataforma Star+.

 

Me disculparán los lectores, pero yo no las seguiré: siento que su triste legado de trivialización, de hacer lo que sea por la fama y el dinero ha pauperizado el debate público y ha fertilizado una cosecha de Liendras y Epas que inspiran a sus seguidores a buscar el ‘éxito’ lejos del esfuerzo, el estudio y el trabajo. Lamento no poder disociar las letras iniciales de estas divas de lo que veo en su entorno: mucha KK. 


*Artículo publicado en la edición impresa de agosto de 2021.