La renovación cultural de Ibagué
COMO TODAS LAS demás mesas del taller, esta también tiene sus dos brazos retráctiles de metal, agarrados a lado y lado. De uno de ellos cuelga una lámpara direccional que no deja rincón sin claridad en la superficie de trabajo. El otro ofrece una lupa que flota de aquí para allá según la voluntad del artesano: Yesid, un joven con delantal que hace un par de años viajó hasta Ibagué desde su Uvita natal —en el oriente de Boyacá— para estudiar lutería aquí, en el Conservatorio del Tolima. A través del lente magnificador se ven enormes las que, en realidad, son pequeñas herramientas. Pequeñas e indescifrables: gubias multiformes, cuchillas, alguna lija y un par de aparatos que, se intuye, son “de precisión”. Los artefactos están espolvoreados por una fina viruta blanca. Es de madera de arce importada desde Europa, pues, como explica el maestro de la sesión de clase, ubicado un par de mesas más allá: “La estacionalidad en la que el árbol crece garantiza que perdure por siglos. Además, está probado que es la mejor para el sonido”.
Yesid exhibe con orgullo el resultado de su talla, por lado y lado: una superficie plana con la silueta de un violín. Aunque, en realidad, no es totalmente plana, sino que tiene suaves diferencias de espesor: “Estoy calibrando el fondo”, dice.
El programa de Tecnología en Construcción y Reparación de Instrumentos de Cuerda Frotada —concebido con la Fundación Salvi en asocio con la Escuela de Lutería de Cremona, Italia— es un orgullo reciente del Conservatorio. Y este, a su vez, es “único” en muchas cosas. En formar lutieres de violines y violas de alto estándar en el país, por ejemplo. En ser autónomo y no pertenecer a ninguna institución educativa, y en ofrecer una oferta académica que llama la atención por robusta en una ciudad intermedia: cinco programas de orden profesional y uno de posgrado.
“61 % de nuestros estudiantes son del Tolima, 22 % de Cundinamarca, 5 % del Huila y 12 % de otros departamentos”, explica Lili Stephanie Cubillos, su directora de Extensión. Luego, anuncia: “Queremos convertirnos en la universidad de la música del territorio colombiano”. Tres de los cinco miembros de la familia nuclear de la maestra Cubillos se dedican al universo sonoro, una proporción que, en Ibagué, es casi que un patrón. Así lo corrobora Greis Cifuentes, exsecretaria de Cultura de la ciudad: “60 % de los artistas locales son músicos; somos una cantera creativa”.
Y tiene sentido que así sea: la gobernación y la ciudad, que financian los grandes motores culturales, se han asegurado de que el Conservatorio del Tolima pueda ofrecer matrículas a cero costo, dependiendo de los ingresos en los hogares de sus estudiantes. Así ocurre, también, en la Escuela de Formación Artística y Cultural (EFAC), ubicada a pocas cuadras, donde no solo estudian músicos, sino bailarines y actores en torno al folclor, todo gratis. Es el rarísimo milagro que ocurre cuando el Estado entrega lo que promete.
Hay otra cosa en la que el Conservatorio del Tolima es único: es poco probable que algún otro opere en un lugar así de bello. Conforme se sale del edificio patrimonial a la calle —y entonces se deja atrás el patio interior colonial de dos pisos; el sonido de los chelos y oboes en entrenamiento—, se llega al Parque de la Música, un homenaje urbanístico al arte. Está flanqueado por la fachada sur del edificio, tatuada con un pentagrama. Y al lado opuesto, por la montaña: unos cerros verticales en los que prima el verde oscuro de los Andes a 1.300 metros sobre el nivel del mar.
EL FRENTE PLÁSTICO
Ibagué es como una puerta de entrada a la cordillera Central. Está metida en un pliegue entre dos cerros que ascienden desde el valle del Magdalena. Esa posición garantiza que se vean montañas muy cerca en todas las direcciones, sensación acentuada por lo delgado del trazado urbano. Cuando los montes están nublados, recuerdan la forma en que el pintor Gonzalo Ariza plasmaba las faldas andinas en el lienzo. Incluso, estando en pleno centro de la ciudad, ese patrimonio natural envuelve al transeúnte, así como también a las calles y edificios institucionales.
Así les ocurre a otras entidades que están renovando la actividad cultural ibaguereña: el Museo de Arte del Tolima (MAT) y el Panóptico de Ibagué. ¿Y cómo así que “renovando”, si Ibagué es ya un bastión para el folclor, sobre todo para el patrimonio sonoro de los Andes colombianos? Lo es para el bambuco, la guabina, el pasillo, etcétera, junto con todo lo que de ello se desprende en bailes, indumentarias, colores y relatos. Esa es una bandera valiente, necesaria, en un país cuyo sello identitario más promovido y exportado está en los ritmos del Caribe, que ya casi que son globales. Lo andino encuentra ese refugio en la oferta académica descrita, así como en un grupo de festivales que son motivo de peregrinaje: a la cabeza están el Festival Nacional de la Música Colombiana y el Festival Folclórico de Ibagué, que, precisamente, este año celebra 50 años de vida.
El edificio cruciforme del Panóptico de Ibagué, totalmente recuperado por las autoridades. En el primer piso, las antiguas celdas narran, aspecto por aspecto, al departamento del Tolima. Fotos: cortesía Panóptico
Pero es que ni Ibagué ni el Tolima se han resignado a un papel exclusivamente conservador. El MAT, por ejemplo, es un museo con todo el ‘deber ser’ contemporáneo: su curadoría no es unidireccional, es decir que no se ve a sí misma como la institución erudita que le “enseña” a un visitante que “recibe”, sino que escucha a la ciudadanía y los debates que esta libra en la actualidad. Por ejemplo, el relativo a la posición de la mujer en la sociedad y en el arte. A la exposición Ellas X Ellos que allí se montó hace un par de años —una muestra de cómo fue visto lo “femenino” por hombres artistas en varios periodos del arte nacional—, se sumó, hace solo unos días, una de las charlas de su programación, titulada: Imperativo y desobediencia: 185 mujeres silenciadas en las exposiciones nacionales (1841-1910).
El 18 de mayo, Día Internacional de los Museos, una treintena de jóvenes estudiantes de artes plásticas —y es que la Universidad del Tolima ofrece esa carrera— se acercaron hasta allí, con su insaciable curiosidad creativa, a reflexionar sobre educación artística. Antes de entrar a la charla asociada, visitaron dos exposiciones: una de la escultora ibaguereña María Victoria Bonilla, fallecida el año pasado, y otra con grabados de Antonio Samudio. Ambos colombianos, porque el MAT, que en 2023 cumplió 20 años, no deja de lado otro de sus roles: el de resguardar el patrimonio artístico local, gracias al criterio riguroso de su directora, Margaret Bonilla, y de uno de sus fundadores, el artista Darío Ortiz.
UN BALCÓN CON VISTA A TODO EL DEPARTAMENTO
No es raro que los textos curatoriales de museos y galerías den la sensación de ser inaccesibles y que sean difíciles de leer. Empaquetan en un lenguaje barroco lo que en realidad son, o podrían ser, mensajes sencillos, incluso si entretejen otros más complejos. Eso no ocurre en el Panóptico de Ibagué, pese a lo ambicioso que pareciera su propósito: el de auscultar la historia e identidad del Tolima al detalle y ofrecérsela al visitante, de manera que este salga de allí habiendo entendido al departamento.
El edificio cruciforme en el que opera, construido hace casi 120 años y declarado Bien de Interés Cultural en 1998, fue una prisión hasta 2003. A ello le siguieron unos malos años de estancamiento en manos de la corrupción y enredos burocráticos: “Eso fue un ‘elefante blanco’ por años”, se oye decir en los taxis y en negocios aledaños. Luego de ‘sanear’ el proyecto, las autoridades públicas lograron restaurar el edificio y construir otro adjunto, este último de arquitectura moderna, con un auditorio. El contraste entre los dos volúmenes es curiosamente armónico, allí, al pie de las montañas. Que estén el uno al lado del otro acentúa sus respectivos estilos.
Pero quizás el mayor acierto fue haberle encargado al antropólogo Germán Ferro y al museólogo Julián Roa la conceptualización del espacio y el guion. Ya antes, Ferro había concebido y liderado el Museo del Río Magdalena en Honda (también en Tolima), una institución viva que le pertenece a la comunidad a la que honra, y que ha jalonado el desarrollo cultural de ese municipio. En ambas instituciones se percibe una suerte de sencillez, de accesibilidad. En el panóptico, más de 70 antiguas celdas en el primer piso están transformadas en pequeñas salas de exhibición. Y cada cual está asignada a un hito cultural e histórico del departamento: a las negociaciones de paz de Planadas; a la industria cafetera del sur departamental; al magistrado Alfonso Reyes Echandía, que murió en la tragedia del Palacio de Justicia; a las festividades de Chaparral; a la particular tradición cerámica de la Chamba; a los “bandoleros”, Sangre Negra entre ellos; a Melgar como balneario de los bogotanos; a Manuel Quintín Lame, el revolucionario indígena, quien estuvo allí recluido.
En especial, conmueve la celda 138, conservada intacta como testimonio del encierro. Las paredes están tapizadas con recortes de revistas y periódicos de finales de los noventa. En una mesita hay un vaso con un cepillo de dientes al pie de una virgen de cerámica. Un jabón. Un cuaderno de notas. Una ruana cuelga al lado de una oración escrita en la pared. Esta tiene la pintura totalmente descascarada. Y sobre todo, se nota la ausencia de espacio para un cubículo que, dicen, llegó a albergar hasta a 12 internos. “En el segundo piso hay 27 salas de ensayo de música insonorizadas y dotadas”, dice Cifuentes, la exsecretaria de Cultura cuya administración inauguró el panóptico y que consolidó otro logro: que Ibagué fuera incluida en la Red de Ciudades Creativas de la Unesco. Cifuentes, tolimense, describe al panóptico con las siguientes palabras: “Es lo que somos”.
Ferro había concebido y liderado el Museo del Río Magdalena en Honda, que ha jalonado el desarrollo cultural de ese municipio.
DE CARA AL FUTURO
“La actual gobernación promueve una especialización de las regiones. Por ejemplo, hay una ruta de centros históricos en la que está Ambalema, Honda, Mariquita y Lérida, junto con el territorio biocultural de Armero”, explica Willington Arias, actual director de Cultura del Tolima. Según él, la porción del departamento que colinda con el Eje Cafetero, a las faldas de dos nevados, tiene también su oferta diferenciada. Así como el sur, donde “hay varios municipios PDET: Chaparral, Ataco, Planadas y Rioblanco, y donde queremos generar una ruta cultural de la paz”. El patrimonio indígena, dice, también está en miras de ser potencializado: “En Coyaima, Natagaima y municipios aledaños”. Arias coincide con Greis Cifuentes y con Lili Cubillos en que hay, todavía, cabos por atar en la red cultural del territorio y de la capital. En la ciudad, por ejemplo, el establecimiento de las llamadas Áreas de Desarrollo Naranja (ADN) permitió que, mediante decretos y otras herramientas, se fortaleciera la oferta de cultura y servicios en algunas zonas.
El Museo de Arte del Tolima (MAT) es un agente de divulgación y debate sobre arte, sobre todo el colombiano. Estas obras de Pantaleón Mendoza y Julio Fajardo hacen parte de su colección. Foto: cortesía MAT
Esto optimizó la seguridad, infraestructura e inversión privada. “La concha acústica está ahí, el MAT, el Conservatorio, el Teatro del Tolima, las dos bibliotecas más importantes de la ciudad, y también galerías, restaurantes y cafés”, dice Cifuentes, pero hace la salvedad de que aún falta integrar todo ello en un corredor o ruta turística bien señalizada. “Además, lo de la Unesco fue un trabajo impresionante, pero quizá no se ha utilizado tanto como debería”, agrega. “Si ya lograste tener ese apellido, ¡llévalo, úsalo!. Por su parte, Cubillos lamenta desde el conservatorio que en la ‘Zona G’ —una de las ADN— no exista una dinámica de apoyo digno a los músicos ibaguereños, para los que no abundan los recursos para generar ingresos. “Creen que pagándoles con comida o trago, o dándoles para el transporte, es suficiente”, dice. “El trabajo del arquitecto vale, el del ingeniero... ¿y el del artista no?”.
El secretario de Cultura departamental finaliza con otro ‘pendiente’: “Si bien en el cuatrienio anterior comenzamos a desarrollar un observatorio cultural, lo ideal es que en este nuevo periodo eso se consolide”. Tiene razón: a las grandes iniciativas impulsadas por el erario público, la academia y la inversión privada, los datos les dan solidez; el monitoreo de impacto, la trazabilidad, la cuantificación y calificación.
Esa senda está trazada. Por ahora, también le corresponde al resto de Colombia reconocer en Ibagué el polo de desarrollo artístico en el que se está convirtiendo.