ILUSTRACIONES JUAN GAVIRIA
19 de Enero de 2023
Por:
Ricardo Silva Romero*

En el régimen de las pantallas, la lectura en papel es, de alguna manera, transgresora. Para celebrar su edición número 400 (en marzo del 2020), Revista Credencial le pidió al autor de una docena de novelas —y probablemente lector de miles— que describiera su relación personal con las ediciones impresas.


Hoja x hoja

 

*Publicado en la edición impresa de marzo de 2020.

YO NO HE SIDO nunca lo que suele llamarse, con un poco de miedo y un poco de resignación, “un fetichista de los libros”. Tengo ediciones viejísimas y bellísimas de ciertos textos que me gustaron desde el principio, y sé, por supuesto, que hay versiones mejores que otras de aquellas novelas que siguen hallando lectores tres, cuatro, cinco siglos después, pero, aun cuando este apartamento sea sobre todo una biblioteca y aun cuando me causen el asombro que me causan los objetos de un museo, no me interesan particularmente los libros firmados por sus autores, ni tiemblo ni sudo frío ni resuello cuando doy con la edición de Cien años de soledad de Editorial Suramericana de 1967 o la edición de El guardián en el centeno de Little, Brown and Company de 1951. Entre gustos no hay disgustos.

 

Yo no he sido nunca un oledor ni un acariciador de libros, como lo sigue siendo uno de mis grandes amigos, aunque siempre me hayan fascinado las imprentas, aunque me reconozca una pasión verdadera por las tipografías y las diagramaciones y las cubiertas y las contracubiertas, y aunque en este preciso escritorio tenga un par de torres de volúmenes que me gusta mirar de arriba abajo cuando acabo de terminar algún trabajo. Puedo leer libros en el computador sin sentirme un hereje. Soy capaz de ojear en el teléfono –novelas rusas o biografías de ciclistas ingleses: lo que sea– si no las encuentro en otra parte. Todavía no me he descubierto a mí mismo sermoneando a los yuppies que presumen su Kindle como un paso en el futuro o a los pensionados que escuchan el audiolibro de Madame Bovary en el carro a ver cuál es la vaina.

Es más: si alguien simplemente no quiere leer, porque esa media luz le da sueño, o porque no puede librarse de las series de televisión que hoy son ley, o porque no tiene tiempo para andar perdiendo en vidas ajenas, que entonces no lea.

 

Dicho todo lo anterior, dos párrafos y un par de líneas, ni más ni menos, debo confesar que últimamente he estado pensando que alguien tiene que ser viejo –y portarse como tal– en estos tiempos de redes sociales que rejuvenecen a diestra y siniestra. Jamás me atrevería yo, por más calvo y canoso y ciático que sea, a llamarme “viejo” en presencia de un abuelo. Pero, una vez aclarado que vivo convencido de que cada quien está en su derecho de perderse las experiencias que quiera, no tengo ningún problema en asumir el papel de defensor de los espectadores que siguen encontrándole el sentido a verse las películas en cine –es que cómo va a ser lo mismo verse 2001 odisea en el espacio en el teléfono y por partes– y el rol de abogado de los lectores que van por ahí diciendo que no hay nada como leer los libros en papel.

Va a parecer, en este párrafo, que divago, pero ténganme paciencia que voy camino a una defensa vehemente de las hojas y las tintas. Fue El irlandés, la reciente obra maestra de Martin Scorsese, el largometraje que acabó de mostrarme el problema que enfrentan los cinéfilos de hoy: todas las personas que me dijeron que les había parecido larga y demasiado parecida a las viejas películas del director terminaron confesándome que la habían visto por partes o que la habían puesto en pausa para siempre en la mitad. El irlandés es puro cine: un drama incómodo y exigente sobre la demoledora vejez que nos iguala. Y verla como se ve cualquier apurada serie de Netflix, a pedazos y entre sueños y con el control remoto en la mano por si hay que ir a orinar, es reducirla a una saga de mafiosos: es evitarse el conflicto, evitarse el dolor, evitarse el arte. 

 

Digo esto porque en tiempos de redes, de “hágalo usted mismo” y de “yo no lo haría así de ser usted”, resultan particularmente valiosos los lectores y los espectadores que asumen las reglas de las ficciones que se encuentran por el camino. Se oye con frecuencia que la gente de hoy prefiere los libros cortos a los largos, los testimonios en primera persona a las ficciones gigantescas, pero lo cierto es que en el mundo sigue habiendo hombres y mujeres con la capacidad de enfrentarse a novelas de mil páginas con el espíritu crítico y la reverencia que merecen los trabajos que no puede hacer nadie más. Leer es detenerse. Leer es articu- lar sospechas, entrenar compasiones, poner en escena un mundo por dentro de uno mismo. Quizás no voy detrás de las primeras ediciones, ni les pido a los escritores que conozco que me firmen sus libros –a no ser, claro, que sean personas cercanas a esta casa– porque es claro que cada libro de una biblioteca es a su manera una conquista, un suvenir de la vida que uno ha logrado vivir.

Tengo dos hijos, uno de nueve años y una de cinco, que se van a dormir estafados si no leen un libro antes de apagar la lámpara de la mesa de noche. Tengo esos dos hijos con una editora –debí decir desde el comienzo– que por supuesto ha sabido acercarlos a Charlie y la fábrica de chocolates, a Fray Perico y su borrico,El Paquete parlante, a Estamos en un libro, a El topo que quería saber quién se había hecho eso en su cabeza,La historia interminable. Ven videos de YouTube que me transforman a mí en un nervioso miembro del Partido Conservador: “¿Qué estás viendo?”. Dominan todas las aplicaciones de nuestros teléfonos desde Angry Birds hasta WhatsApp. Pasan horas jugando juegos que –con perdón de los viejos– lo envejecen a uno en un par de horas apenas. Pero les gusta leer y entienden que leer es abrirle paréntesis al mundo.

Cómo no voy a defender los libros de papel si todas las noches los veo a ellos dos, a Pascual e Inés, buscando qué volver a leer en sus bibliotecas. Cómo no voy a creer que hay algo particularmente reparador –algo que no dan las pantallas por más grandes y por más prodigiosas que sean– en el ejercicio de abrir un volumen para seguir una historia frase por frase hasta el final. Pierdo la cabeza cuando no logro determinar qué novela es la que está leyendo esa persona que está al otro lado del bus. Me gusta la gente que los raya. Me gusta la gente que odia rayarlos. Estoy de acuerdo con aquellos que doblan las esquinas de las páginas con la ilusión de volver dentro de poco a un párrafo que pudo decir una verdad que de otro modo se habría quedado en las puntas de las lenguas.

 

Me conmueve cuando alguien me muestra cómo ha ido arrugándose su ejemplar de cualquier manual de paso.

Sé de primera mano que los buenos lectores no son, necesariamente, mejores personas. Pero me gusta la gente que tiene libros en las manos porque, como los espectadores que prefieren ver las películas en cine, se han comprometido con una causa y se han entregado al juego de domar los libros desde las cubiertas hasta las contracubiertas. Lee en papel quien no teme cortarse los dedos, ni dejar una novela en el asiento de un taxi, ni perder para siempre la página en la que iba. Lee en papel quien reconoce el paso del tiempo y del polvo y del sol que soportan todos los volúmenes del mundo. Tal como se ha querido reducir La lista de Schindler o El puente sobre el río Kwai a una experiencia somnolienta con el control remoto en la mano, se ha querido que leer sea una tarea fácil, rápida, leve, libre de conflictos: lee en papel quien está dispuesto a que le pese.

También tengo afinidad, de coleccionista o de coterráneo, con aquellos que siguen comprando revistas a estas alturas del partido. Este apartamento es una biblioteca con hemeroteca: no he querido deponer mis cómics de la infancia, ni las revistas Premiere que fui comprando mes por mes con una disciplina que solo podrían entender los cinéfilos que lo fueron cuando todavía no había internet, ni las rarezas, de Mundo ciclístico a Copa 82, que he ido trasteando de casa en casa en los últimos veintiún años, porque me las tomo como máquinas del tiempo, me fascinan los viejos diseños de todas las ediciones, y sé lo difícil que fue, es y ha sido hacer una revista. Vaya usted a saber si también van a volverse placeres para pocos. Pero yo voy a seguirlas guardando y hojeando hoja por hoja como pequeños fenómenos.

Pensándolo bien, quizás sí pueda decirse que soy una especie de fetichista de lo impreso: un viejo. Y no, no voy a ser yo quien llame insensatos e insensibles a quienes no les ven la gracia a los libros que se van poniendo amarillos con el paso de los años, pero, ya que alguien tiene que ejercer la vejez en este mundo tan dado a las fechas de vencimiento, estoy listo a defender mi biblioteca ante cualquiera que la mire de reojo. 

 

* Autor demás de  once novelas, varios libros infantiles y miles de columnas. Estas últimas han sido publicadas por Semana, El Tiempo, SoHo El País de España