Julianna Marguiles en el papel de Alicia, la esposa ejemplar.
23 de Agosto de 2016
Por:
Carolina Sanín

En la relación matrimonial y en la de los abogados con sus clientes, ¿qué es preferible: la fidelidad a los principios o la lealtad a las personas?

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The Good Wife

El punto de partida es una escena que todos conocemos, frecuente en la política estadounidense: en medio de un escándalo de corrupción y sexo, la esposa apoya pasivamente a su marido, un político adúltero y aficionado a la prostitución. Lo toma de la mano frente a las cámaras, con un gesto entre estropeado y estoico. El marido lamenta haber perdido el rumbo y pide perdón públicamente a su familia y a la ciudadanía. La esposa guarda silencio y demuestra su incondicionalidad con su sola adyacencia vertical. Lo que pasa después con el matrimonio, en la mayoría de los casos, es desconocido –o deja de ser de interés– para el espectador.

La serie The Good Wife le da un porvenir al escándalo. Imagina el destino de la esposa comprensiva y explora las derivaciones de su supuesta sensatez. La protagonista se ve obligada a mantener a sus hijos tras el encarcelamiento de su marido. De ama de casa se transforma en empleada de una firma de abogados. La transformación, sin embargo, no para allí: la buena esposa irá escalando peldaños como profesional y emprendedora, e irá convirtiéndose, casi sin advertirlo, en política. The Good Wife trata, entre otras cosas, de la formación de una mujer que se hace adulta a partir del adulterio, se endurece, se adiestra en los entresijos de la doble moral y se rehace a imagen de su marido.

La serie sigue dos líneas argumentales continuas. Por un lado están las intrigas de la firma de abogados: los ascensos, las competencias, los despidos, las separaciones y las reagrupaciones de los socios y los empleados, que conforman una familia sin intimidad o con una intimidad truncada. Por otro lado está la historia familiar de la protagonista, que constituye una comedia sin humor y una telenovela sin melodrama ni moralismo, y se desenvuelve muy lentamente, con pocas inflexiones y muchas soluciones a medio cocinar. Esta línea se ocupa de la supervivencia del matrimonio, convertido en una unión de conveniencia, y de las inconvenientes incursiones románticas de la esposa, quien parece tener para siempre la voluntad secuestrada.

 

 

Los actores son notables, pero los personajes son demasiado parecidos unos a otros. Hay una investigadora caracterizada según el modelo en boga de las detectives de televisión: hipersexual, enigmática, exótica, y fría. Hay una jefa poderosa y parejamente fría, un abogado rival codicioso, interpretado con grandeza por Michael J. Fox, un hipócrita abogado de familia, y tantos otros abogados cuyos rasgos sobresalientes son la recursividad, la ambición y la astucia, repartidas en igual medida entre todos. Hay dos hijos adolescentes, niño y niña, de personalidades idénticas, que son tratados por su madre como en un anuncio publicitario. Entre tanta recurrencia y tanta convención hay, sin embargo, un personaje que sobresale, suscita curiosidad y tiene profundidad: el asesor político Eli Gold (interpretado por el extraordinario Alan Cumming), ladino y enternecedor, conocedor del poder, relamido, perverso y gracioso.

Junto a las dos líneas continuas están los argumentos episódicos: los pleitos que se dirimen en los juzgados. Revisten interés en cuanto permiten ver cómo los personajes se convierten en actores que a su vez representan a otros personajes. Durante las primeras temporadas, los casos son complejos y suelen tener soluciones imprevistas. En las últimas temporadas, el drama legal se desdibuja y el suspenso disminuye. En los mejores desenlaces de los casos, la inteligencia de los personajes y el ritmo de la acción recuerdan a The West Wing, aunque sin la genialidad de los diálogos de Aaron Sorkin y sin su idealismo.

Es original la exploración que se hace de la medianía, de la serenidad (¿presentada como la virtud femenina por excelencia?), del equilibrio y de las excepciones a la ética: los personajes son enemigos cordiales, son más o menos corruptos, más o menos insensibles, más o menos culpables, y están más o menos enamorados. La serie gana si se lee en ella un comentario sobre la tensión entre la fidelidad a los principios y la lealtad a las personas, tensión ilustrada en la relación matrimonial y, paralelamente, en la relación entre los abogados y sus clientes.

Hay producciones televisivas que generan una adicción como la que aficiona al consumidor a una droga o a un juego, y otras que producen una adicción como la que lleva a mascar chicle. The Good Wife es de las segundas. Para pretender que es de algún provecho el tiempo que se gasta siguiéndola, podemos asumir que la serie observa lúcidamente los procesos mediante los cuales, llevados por el interés en la defensa de nosotros mismos, adulteramos las verdades y prostituimos los esfuerzos.

 

 

*Publicado en la edición impresa de agosto de 2016.