Fotografía | Gustavo Martínez
18 de Octubre de 2016
Por:
Fernando Gómez Garzón

Piensa que la izquierda siempre se vuelve derecha cuando llega al poder, que cada presidente ha sido peor que el anterior y que el país siempre ha sido considerado un botín para las oligarquías que lo gobiernan. Y, sin embargo, el columnista más escéptico del periodismo nacional, autor de una nueva historia de Colombia, cree en el acuerdo de paz con las Farc. 

“En Colombia nada ha cambiado desde el siglo XVI”: Antonio Caballero

Quizás no haya una mayor congruencia que la que hay entre lo que Antonio Caballero escribe en sus columnas y la cara que pone cuando habla. Mírenlo y digan si es una exageración: el ceño fruncido dibuja en la frente algo similar a un árbol en otoño, cuyas ramas son la marca de antiguas elucubraciones que reflejan cierta preocupación perenne o un genio de los mil demonios. Sus ojos melancólicos, o más bien su mirada impaciente, delata un genuino fastidio con la pose, o mejor, con que lo inviten a posar. A él, que nunca ha connivido con las apariencias. Digan si ese rostro no es el de alguien que hace rato dejó de creer en algo; si el gesto no es el de un hombre desencantado. Y digan, finalmente, si ese desencantamiento no es la representación física de las opiniones que aparecen cada siete días en la revista Semana: recurrentes constataciones de que, como dicta el título de su única novela, no hay remedio. O puede que sea algo más simple todavía: pura neura.

 

Basta leer el primer capítulo de la Historia de Colombia y sus oligarquías (1498-2017), que anda escribiendo por estos días, para darse cuenta de los desacuerdos con el pasado que nos han inculcado autores como Henao y Arrubla. Escribe sobre el descubrimiento: “No fue un amable y bucólico ‘encuentro de dos mundos’ mutuamente enriquecedor, como se lo ha querido mostrar en las historias oficiales para niños y adultos ñoños de Europa y América. Fue un cataclismo sin precedentes, en nada comparable a las innumerables invasiones y guerras de conquista que registra la historia”. Puede uno imaginarse el tono que continuará hasta el siglo XX. Menos mal advierte: “La historia no es que yo la cuente bien, sino que es mi manera de contarla. Es mi punto de vista”.

 

Su propia versión de la historia patria es un antiguo proyecto, surgido en la adolescencia y aplazado durante más de 50 años, que ha visto la luz gracias al apoyo de la Biblioteca Nacional. Con él inaugura, de paso, su incursión en el mundo digital, pues la colección, por ahora, no será impresa, sino que ha empezado a publicarse por capítulos en la página web de la institución. Es, en todo caso, la reacción intelectual a un embaucamiento eterno, sobre la cual nos sentamos a conversar en su apartamento de Bogotá, una sala comedor que es en realidad un enorme estudio desde donde brotan, como los árboles en otoño de su frente, sus columnas y sus caricaturas.

 

¿En qué momento comenzó a sentirse embaucado?

Empecé a sentirme embaucado en tercero de bachillerato, cuando sentí que me habían contado lo mismo que en segundo; y después en cuarto, cuando me volvieron a contar lo que me habían contado en segundo y en tercero; es decir, una historia de Colombia que solo llegaba hasta la Patria Boba, ni siquiera hasta la Independencia. Llegué a sexto de bachillerato ya indignado –no indignado, pero sí agitado con eso– y fue cuando empecé a hacer una historia de Colombia para la revista Cromos en dibujos. Publiqué unos 15 dibujos, luego me aburrí o no sé qué pasó. Pero la idea la tengo desde entonces, hace más de 50 años. 

 

Imagino que ya en ese entonces tenía ciertas certezas, con perdón de la redundancia, sobre la historia de Colombia. ¿Durante esta nueva investigación ha encontrado nuevas revelaciones o han sido solo constataciones?

Yo no soy historiador ni especialista en la historia de Colombia, ni de ninguna parte. Pero sí toda la vida he leído mucho sobre historia, en particular sobre historia de Colombia. Así que no he encontrado revelaciones que me hayan cambiado por completo mi idea sobre los personajes. Aunque sí un poco en relación con la historia (que conocía muy mal, realmente) de los primeros tiempos de la Colonia. Yo siempre había dado por sentado que el papel de la Iglesia en Colombia había sido nefasto siempre. Y he visto que no, que en los primeros dos siglos de la Conquista realmente la Iglesia fue una influencia moderadora sobre las barbaridades de los conquistadores. Y eso me ha sorprendido.

 

Escribe usted que el temperamento leguleyo solemos atribuírselo a Santander cuando deberíamos reconocérselo, por usar un eufemismo, a Jiménez de Quesada. ¿Cómo es la cosa?

Jiménez de Quesada era un leguleyo, lo había sido en España, había practicado el Derecho en España antes de irse a Conquistar, y se la pasó pleiteando toda su vida hasta su muerte. Era un leguleyo temperamental. Y fue el primer abogado de las oligarquías.

 

¿Era algo así como el primer Néstor Humberto Martínez?

El primero de todos nuestros Néstor Humbertos Martínez, pero a la vez tenía un poder que Néstor Humberto no ha tenido todavía. Él era el jefe de un partido político. Néstor Humberto se ha puesto al servicio de diferentes jefes políticos y económicos.

 

En el capítulo de la Colonia usted ya expone los grandes vicios de la patria: la corrupción, el abuso y la violación de la ley y, sobre todo, la codicia que propició el despojo. Todo esto con ayuda de la mano siempre diligente de la Iglesia. Las cosas no han cambiado mucho.

La Iglesia empezó por bendecir la Conquista, pero a la vez fueron unos curas dominicos los primeros que pusieron en duda los derechos no solo de los conquistadores sino de la corona española de apoderarse de una tierra que no era suya. Pero la Iglesia siempre ha acompañado la historia de Colombia, sin duda. Y es una historia del despojo. Colombia siempre ha sido considerada un botín para sus clases dominantes. No solo el Estado sino el país mismo es un botín: los ríos, las montañas… Se trata como en la novela de García Márquez El otoño del patriarca: si la oligarquía colombiana pudiera, le habría vendido en paquetes el mar a los Estados Unidos.

 

En los textos de historia, como en los medios de comunicación y en el propio Estado, las cosas suelen no llamarse por su nombre sino con eufemismos: hablamos de la “Pacificación”, de la “Regeneración”; sin ir más lejos, de los “falsos positivos”, para no llamarlos asesinatos. ¿A qué cree que se deba?

Los eufemismos empezaron en tiempos de Felipe II. Una real cédula de Felipe II prohibió que se siguiera hablando de conquista y obligó a que se cambiara la palabra por “pacificación”. Eso no es una novedad, no lo inventamos. Es un vicio muy hispánico que hemos heredado en Colombia, no sé qué tanto otros países latinoamericanos: cambiar el nombre de las cosas creyendo que así se cambia la esencia, o las cosas. Por ejemplo: ¿cuántas veces ha cambiado de nombre el DAS siendo la misma institución corrupta y peligrosa?

 

Si toda nuestra historia ha sido mal contada, cuando no ha sido mentira, ¿debemos desconfiar de cuanto busto aparezca en nuestras ciudades?

Sí, claro. Muchos de esos personajes son creaciones ficticias; otros, por el contrario, hacen falta. También depende de qué entiende uno por héroe. Y ahí hay opiniones también: quienes son héroes para unos pueden ser criminales para otros. Hace tres, cuatro años, hubo una gran discusión porque en un pueblo de Venezuela le hicieron una estatua a Tirofijo. Manuel Marulanda qué es: ¿un héroe o un criminal? ¿Qué era Simón Bolívar? Según las autoridades españolas era un subversivo. Las cosas cambian con el punto de vista.

 

¿Por qué cree que un expresidente como Andrés Pastrana, del que usted dijo que era un muchachito sin nada en la cabeza pero con mucha suerte, sigue dando tanta lora? ¿Será porque nunca quieren dejar la Presidencia?

Los expresidentes en Colombia conservan un poder descomunal, fundamentalmente porque han nombrado a mucha gente cuando eran presidentes. Es decir, les deben muchos favores, muchos negocios y beneficios. Eso les hace conservar un poder enorme. En México, durante los sesenta o setenta años de dominio absoluto del PRI, los presidentes pasaban y desaparecían por completo. Eran todopoderosos durante seis años y luego desaparecían. Se hacían ricos, naturalmente, pero dejaban de tener poder político. En Colombia, al contrario, son más poderosos los expresidentes que los presidentes. Entre otras porque no tienen un montón de obligaciones protocolarias que les quitan mucho tiempo a los presidentes en ejercicio. Es tan increíble eso que hasta un expresidente tan vacío como Andrés Pastrana tiene todavía poder. Es un fenómeno muy particular de Colombia.

 

Dijo usted también, en los tiempos de Pastrana, que había logrado lo que parecía imposible: ser peor que Ernesto Samper. Expresó: “Es física y metafísicamente imposible que haya un presidente peor que Andrés Pastrana”. ¿Qué opina ahora?

Se ha logrado. Han sido peores los posteriores.

 

¿Álvaro Uribe fue peor que Pastrana?

Pues mucho más dañino, tremendamente dañino. Pastrana al fin y al cabo no hizo tanto daño. Uribe presidió el gobierno más corrupto de la historia de Colombia. Más corruptor, no solo en temas de dinero, sino moral. La invención de los falsos positivos es una cosa que no tiene precedentes de criminalidad en Colombia. Y fue una invención del gobierno de Uribe.

Quizás la única excepción a la regla que, según pienso yo, rige la historia de Colombia y es que cada presidente es peor que el anterior, tal vez solo Santos ha sido menos malo. No es que sea un buen gobernante. Con todo y lo malo que es, no consigue ser tan dañino como fue Uribe.

 

¿Dice que no ha sido tan malo por el tema del acuerdo de paz con las Farc?

Eso es lo único bueno del gobierno de Santos. Y porque de todas maneras no ha sido un gobierno tan corrupto ni tan corruptor como el de Uribe. A pesar de que lleva ya seis años.

 

A propósito de la historia de las oligarquías, cuando Santos subió al poder, en reemplazo de Uribe, recuerdo haber escuchado frecuentemente la frase: “Se fue el capataz y ahora llega el dueño de la finca”.

Tampoco es el dueño de la finca. En Colombia nunca ha habido un dueño de la finca. Como sí los hay en otros países latinoamericanos. En Colombia ha habido muchos dueños de finca. Esto ha sido gobernado por oligarquías, como lo digo en el libro, y no por dictadores. Aquí no ha habido dictadores. Ni siquiera Rojas Pinilla. Ni siquiera Bolívar fue dictador en Colombia. No pudo serlo. En cambio nuestros vecinos, en Venezuela desde Páez hasta Maduro no ha habido sino una sucesión de dictadores, con brevísimas interrupciones. O en Ecuador, o en Perú. En Colombia han sido oligarquías, y no solo una sino varias, a veces paralelas y enfrentadas.

 

Y se repiten…

Sí, se repiten, se regeneran. Y por eso en Colombia no ha habido ninguna revolución. Como sí ha sucedido en otros países latinoamericanos. En Colombia nada ha cambiado desde el siglo XVI.

 

Es muy especial eso, que no haya ni dictaduras ni intentos de revolución. Solo una eterna indefinición. La propia guerrilla ni siquiera intentó tomarse el poder sino permanecer haciendo daño. Recuerdo una frase de Raúl Reyes en una celebración en el monte: “hoy cumplo 40 años en la lucha y espero seguir otros cuarenta…” ¿Cuál cree que sea el motivo?

No se me ocurre señalar las causas pero es un hecho que la historia de Colombia es muy particular dentro de América Latina por eso, porque nunca nada ha cambiado, nunca ha habido una revolución social o económica y seguimos en eso.

 

Ni siquiera una dictadura seria…

Y tampoco ha habido dictaduras porque ha sido una dictadura colectiva, y lo que ha habido no son revoluciones sino contrarrevoluciones preventivas para que no haya revoluciones.

 

¿Es lo que ha pasado con las distintas reformas agrarias?

Exactamente, aquí lo que ha habido son contrarreformas agrarias.

 

A propósito de Uribe, que nació liberal pero siempre ha sido reaccionario, liberales y conservadores son igual de godos. ¿Por qué?

Pues había diferencia en el siglo XIX, sobre todo, con respecto en particular a la posición frente a la Iglesia católica; pero desde hace mucho tiempo, no solo desde el Frente Nacional sino desde los años cuarenta, cincuenta, no hay mucha diferencia entre liberales y conservadores, a pesar de que hayan soltado al pueblo a que se mate en nombre del liberalismo y el conservatismo; pero en la dirigencia liberal y conservadora en este siglo, desde los años 30 para acá, no existe diferencia alguna. Uribe podría ser liberal, pero es cualquier cosa. Es un payaso.

 

La gran paradoja de la política, según usted, es que la izquierda deja de ser izquierda cuando llega al poder. ¿Eso cómo se resuelve?

Es que yo creo que el poder es la derecha. En consecuencia, cualquier fuerza de izquierda que llegue al poder, se convierte automáticamente en una fuerza de derecha. La izquierda no puede existir en mi opinión en el poder. Solo puede existir como contrapeso al poder. Eso lo vemos en todas las revoluciones triunfantes. En la revolución bolchevique, en 1917, tres años después de instalada, era ya la derecha rusa, con otras personas, por supuesto; pero esas personas que habían sido de izquierda hasta el momento de llegar al poder, inevitablemente se convirtieron a la derecha, porque la derecha es el poder.

 

La guerrilla se ha vuelto una fuerza de derecha. Además de contribuir a que la derecha se vuelva más de derecha, la guerrilla misma funciona como una fuerza de derecha. Toda la organización militar vertical es necesariamente de derecha. 

 

¿Hay algún ejemplo que no sea así?

La anarquía, pero la anarquía no funciona, justamente. Los anarquistas españoles (la anarquía fue muy importante en España durante la primera mitad del siglo XX y la última del XIX), en cuanto se federaron (fundaron la Federación Anarquista Ibérica) dejaron de ser anarquistas. La anarquía es lo contrario de una federación o de una organización.

 

Es una paradoja insoluble. Por eso considero que la izquierda debe conformarse con ser exactamente eso: un contrapeso al poder, lo cual no abre posibilidades de hacer carrera.

 

¿Eso es lo que imagina para el partido que nazca de la reincorporación de las Farc a la vida política: hacer solo contrapeso?

Eso es lo que, idealmente, debería ser cualquier partido de izquierda no armada: es decir, no totalitaria (y en consecuencia de derecha).

 

¿Ni siquiera el gobierno de Mujica en Uruguay es un ejemplo ideal de la izquierda en el poder?

Tal vez sí, pero sólo porque no tenía el poder sino el gobierno, que es sólo uno de los elementos del poder. Él tenía además -por eso todos lo llaman don Pepe-, un aura de poder moral intrasmitible, como el de Mandela en Suráfrica.

 

En el libro Patadas de ahorcado afirmó que Peñalosa había sido probablemente el mejor alcalde de Bogotá en toda su historia y que lo entusiasmaba la idea de que se volviera a lanzar. ¿Qué opina ahora que está de nuevo en la Alcaldía?

Es un poco pronto para opinar sobre esta alcaldía de Peñalosa. Llevamos ocho meses, pero de todas maneras no creo haber dicho que fuera un buen alcalde sino que era el mejor que había tenido Bogotá, que son dos cosas distintas, porque Bogotá no ha tenido buenos alcaldes.

 

¿Pero ni siquiera Barco, de quien se dice que fue el gran visionario de la Bogotá moderna?

Barco fue mucho más alcalde de Bogotá cuando fue presidente que cuando fue alcalde. En tiempos de Barco la Alcaldía de Bogotá tenía muy poco poder. Y lo único que yo recuerdo que hiciera Barco en su alcaldía fue el templete eucarístico, que no me parece, ni arquitectónicamente ni desde el punto de vista de la fe católica, muy importante. De manera que no.

 

Y entonces Peñalosa…

Peñalosa hizo cosas buenas: bibliotecas, una serie de parques. Desde el punto de vista urbanístico me pareció un buen alcalde en esa primera alcaldía. Pero lo que pasa es que Peñalosa tiene una visión de la ciudad que en mi opinión es una visión oligárquica. Una ciudad para unos cuantos y no una ciudad para todos los habitantes: una ciudad para el estrato seis. Así se hacen las ciudades. Roma, por ejemplo, es una ciudad que se ha hecho en tres mil años siempre para el estrato más alto de la sociedad, para los ricos, para los papas. No creo que sea muy fácil hacer ciudades populares. Hay que ver el resultado en la Unión Soviética, la fealdad urbanística del mundo socialista real. Bastante aterrador.

 

Hay una anécdota que circula en el medio periodístico acerca de una discusión que sostuvo con Roberto Pombo, director de El Tiempo, sobre el buen y el mal periodismo, dependiendo de los minutos que usted demoraba leyendo El Tiempo y The Guardian. ¿Cómo es?

Cuando Pombo llegó a ser editor general de El Tiempo, eso hace unos 15 años, le dije: Roberto, tiene que hacer algo con ese periódico, yo me demoro cinco minutos leyendo El Tiempo, en cambio con The Guardian me demoro dos horas. Y me contestó: “Tienes que mejorar tu inglés”.

 

Y ahora que él es director, ¿se sigue demorando cinco minutos leyendo El Tiempo?

Sí, todavía, menos tal vez.

 

¿Es inevitable ese periodismo de cinco minutos en Colombia?

No, se podría hacer mejor periodismo, claro que sí. No se hace porque no se quiere. Cuesta más naturalmente. Hay que pagar más a los periodistas, hay que tener más periodistas y, sobre todo, conservar los periodistas que ya están hechos y no sustituirlos cada año por unos jovencitos que aprenden y que cuando ya saben los botan porque empiezan a costar demasiado caro.

 

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¿Cómo explica que siempre haya podido escribir lo que quiere?

Lo he logrado porque nunca he trabajado para un solo sitio. No dependo de lo que me dejen decir en ese sitio, y tengo la posibilidad de irme para otro, en caso de que no les guste.

 

¿Alguna vez ha experimentado censura?

No. Una vez, cuando escribía en El Espectador, hace mucho tiempo, en tiempos de Turbay, escribí un artículo violento contra Turbay, y Guillermo Cano me dijo que, si no me importaba (Turbay estaba en ese momento de viaje), prefería publicarlo cuando Turbay estuviera aquí. Y le dije que sí. Pospusimos el artículo ocho días. Es lo más cercano a la censura que he vivido.

 

Ustedes son primos. ¿Su relación ha sido de toda la vida?

De niños no nos conocimos. Nos conocimos de 18 o 20 años. Y hemos sido amigos desde entonces. Coincidimos en Londres un año y medio. Incluso vivimos juntos como ocho días.

 

Si usted era amigo de Enrique Santos desde que eran chiquitos, es posible que hubiera conocido a Juan Manuel desde entonces. ¿Cómo era?

Yo era amigo de Enrique. Teníamos unos 18 años, una cosa así. Y Juan Manuel debía tener 13 o algo así. Y siempre trataba de meterse en las conversaciones de los grandes, de nosotros, pues. Y yo desde entonces lo llamaba señor presidente.

 

¿Ya lo veía cómo presidente?

Pues a él se le notaba desde la primera comunión que quería ser presidente. Lo conocí a los 13 o 14 años de edad de él. Era metido a grande y todavía sigue metido a grande.

 

¿Qué opina del acuerdo de paz al que se acaba de llegar con la guerrilla de las Farc?

Llamar paz a un acuerdo de desarme de una guerrilla es excesivo. Eso no es la paz. Pero en realidad me parece superfluo haber sometido esto a un plebiscito. No se necesitaba. El problema de las Farc es marginal dentro de los problemas de Colombia, pero a la vez es una cosa que no deja pensar en otra cosa. Es como tener un dolor de muela. No es lo más grave que le pueda pasar a un organismo. A uno no lo mata un dolor de muela. Pero no lo deja pensar en otra cosa. Primero hay que sacarse la muela para luego pensar en otra cosa. Y eso es el proceso de paz con las Farc: el desarme de una guerrilla, nada más. Veinte mil hombres pueden y han hecho mucho daño, naturalmente, pero no es una guerra civil.

 

¿Está de acuerdo con que hay que desarmarla a pesar de que no haya plena justicia?

Claro que sí, nunca hay plena justicia en estos procesos de desarme. No puede haberla. Aquí nunca ha habido plena justicia a pesar de los cientos de amnistías que se han presentado en la historia republicana de Colombia, desde la independencia. Es imposible que la haya. La justicia implica el mantenimiento del estado de guerra, entonces es volver a otra guerra distinta. ¿Quién castigó a ningún culpable de la violencia de los años cincuenta? Ni del lado conservador ni del liberal, ni del lado del gobierno.

 

¿Es mejor borrar y comenzar otra vez?

Sí, claro que sí. Es inevitable.

 

Hay un estudio de la Universidad Javeriana sobre los experimentos de la paz en los Montes de María, que dice que lo que hay allí es una calma chicha y que se están cocinando todos los elementos para alimentar otro conflicto. ¿Qué opina?

Si no se hacen una serie de reformas necesarias, necesarias desde hace 50 años, que se han venido posponiendo justamente mediante la represión, volverá a pasar lo mismo. Si las circunstancias son iguales, los resultados van a ser iguales, naturalmente. Se van a volver a armar guerrillas.

 

Por último, usted habla del dominio de las oligarquías en Colombia y después de Juan Manuel Santos ya se vislumbra uno que puede ser un insigne representante de ellas: Germán Vargas Lleras. ¿Qué sospecha que puede ocurrir con él?

Que será peor que Juan Manuel.

 

 

 

 

 

*Publicada en la edición impresa de septiembre de 2016