Ilustraciones | Shutterstock y IStock
12 de Marzo de 2021
Por:
Ricardo Silva Romero

Reflexión sobre esa necesidad irresistible que tienen nuestras almas de tocarse las unas con las otras, tras un año de condicionamientos a la interacción humana. 

El virus en los tiempos del amor

SABEMOS QUÉ ES EL AMOR si nadie se atreve a preguntárnoslo. Se nos ha mostrado a diestra y siniestra: de drama en drama, de disciplina en disciplina, de gurú en gurú. Se nos ha dicho qué es y cómo se siente y cuál es la manera precisa de ponerlo en marcha, y claro que no ha sobrado y claro que nos ha hecho todavía más humanos, pero la verdad es que todos hemos podido reconocerlo sin mayores pistas –desde que tenemos uso de razón y de corazón lo hemos reconocido– adentro y afuera de nosotros. El amor ha sido un objeto: un órgano vital de cada quién y un punto de fuga que con un poco de suerte y un poco de Dios de tanto en tanto se alcanza. Pero también ha sido un criterio: un modo de ver y de portarse y de obrar como si el propósito de una vida fuera ir convirtiendo a los extraños en prójimos. Y no sobra ponerse a pensar qué sucede tanto con ese objeto como con ese criterio en tiempos de pandemias.
 
Sí, el mundo ha abusado de la parodia de la columna Es la economía, estúpido y del juego con el título El amor en los tiempos del cólera, como explotando un par de drogas, de tal modo que al cierre de esta edición seguía siendo fácil encontrarse con miles de Es el virus, estúpido y con miles de El amor en los tiempos del covid, pero me parece legítimo preguntarse qué tan capaces hemos sido de sumarnos a los otros –de darnos y de recibirnos, de necesitarnos y de desearnos– en los días de las UCI, las cuarentenas, los zooms, los tapabocas y las manos alcoholizadas. Si la medida fueran las redes sociales, y no es una mala muestra de la humanidad teniendo en cuenta que las usan 3.484 millones de personas, o sea el 45% de la población mundial, entonces habría que reconocer que allí también hemos estado viviendo a muerte el pulso entre sumarse e imponerse.
 
Se ve a las claras en las redes sociales, de Twitter en adelante, la vocación humana a convertirse en una persona “única e irrepetible” que al mismo tiempo sume, teja redes, sirva a la convivencia. Se ve en los mismos lugares, con solo asomarse, la tendencia ancestral a transformarse en un protagonista que ponga las reglas, que mande. Hay solidaridad y hay fanatismo. Hay compasión y hay ceguera a los demás. Y, por supuesto, es lo común que se den adentro de uno mismo: no es que no haya ahora mismo ejércitos librando batallas, “imperio versus rebelión”, “supremacistas blancos versus demócratas”, “negacionistas versus progresistas”, “censores versus liberales”, “déspotas versus republicanos”, sino que cada uno hace lo mejor que puede –o no– para no servirle a ninguna clase de violencia.
 
Cada día hay más y más maneras de amar, y cada vez hay más obstáculos para los amores porque hay más conexiones y más ventanas para espiar y más “mensajes directos” y más rastros de lo que se tiene por dentro, pero el amor sigue siendo lo que era: Welles lo llama “la ilusión de no estar solo”, Rimbaud lo compara con “las llaves del conocimiento”, Voltaire lo asume como “un hecho embellecido por la imaginación”, Nietzsche lo presenta como “un hábito”, Sagan lo entiende como “la única manera de encarar la vastedad”, Lennon canta que “es todo lo que necesitas”, La Rochefoucauld lo reduce a “el fantasma que pocos han visto” y el Dalai Lama lo eleva a “acto de supervivencia”, y en tiempos de pandemia ha seguido operando como el motor de todas las empresas que devuelven la humanidad a propios y extraños: la vida de la vida.
 
Según una serísima investigación publicada a finales de 2020 por la revista Psychological Science, que jamás sobrará un estudio que documente las obviedades y las sospechas, los encierros del año pasado sirvieron a las parejas felices para ser más felices y a las parejas tristes para desbaratarse. Por supuesto, se dio la intimidad en la distancia, por las mismas vías por las que se dio todo lo demás, y crecieron los seductores en línea, los practicantes de sexteo, los consumidores de telesexo y de redes sexuales con la misma disciplina con la que aumentaron los números de usuarios de las plataformas de video bajo demanda, y tal como se hizo evidente la muerte se hizo evidente el amor, que es la gracia de estar vivos y se volvió urgente decírselos a las unas y a los otros por si acaso.
 
Yo, que cuando no estoy leyendo ficciones las estoy escribiendo, que cuando no estoy viendo ficciones las estoy imaginando, puedo decir que suele entrarse a todas las historias con la sensación de que en cualquier momento pueden convertirse en una historia de amor. Hay gentes que parecen obsesionadas con el trabajo. Hay gentes que se ven dispuestas a venderle el alma al diablo con tal de conseguir la fama. Hay gentes que se están vengando del mundo por lo que unos cuantos les hicieron sentir –que no eran amadas, que no eran reconocidas– justo cuando les era fundamental sentir lo contrario. Pero debo decir, sin haber hecho encuestas e investigaciones dignas de Psychological Science, que incluso los cínicos y los dementes están tratando de dar con el amor adentro o afuera de sí mismos. 
 
Hoy más. Hoy no queda más. Hoy, golpe de realidad tras golpe de realidad tras golpe de realidad, es inevitable darse cuenta de que basta y sobra con querer y ser querido. Hacia finales del año pasado, octubre o noviembre de ese año sin meses, llegué a contar seis divorcios de parejas conocidas: ¡seis! Vi separaciones dolorosas. Vi desengaños que fueron todavía peores en plena cuarentena. Vi soledades convirtiéndose en locuras. Pero también me enteré de verdaderas tramas de amor entre vecinos que se vieron obligados a conocerse y a enamorarse después de años de vivir –como los personajes de Agu Trot, la novela de Roald Dahl– a unos pasos y unos metros nada más. Hubo quienes dieron con el amor, con un amor, en plena pandemia, como confirmando el rumor del destino. Se dieron los amantes. Se dieron los noviazgos.
 
Y tenía que ser. Solemos meternos de cabeza en los relatos de todos los géneros –en las comedias, en las crónicas de guerra y en las tramas de terror– con la sospecha de que ese par de personajes que están atándose el uno al otro van a resultar atrapados en una historia de amor a pesar de todo, pero no lo hacemos porque seamos una raza de voyeristas ni porque seamos una estirpe de chismosos, no, lo hacemos porque así también vivimos: vivimos sospechando que el mundo es el pretexto del amor. Quizás lo sea, ¿no?, quizás sea el amor, estúpido. Quizás los tiempos de la especie humana, que no siempre estuvo en este planeta y a este paso no siempre va a estar, sean los tiempos del amor. Tal vez no sea que se den las parejas y los amantazgos y las familias en medio de las guerras y de las pandemias, sino que se dan las épocas oscuras, salidas de madre, en el escenario del amor. Voy a sonar a viejo que siempre dice lo mismo cuando ya se ha tomado un par de tragos, pero por algo coinciden los testimonios de los astronautas en que es amor lo que uno siente cuando se ve desde la negrura sin pliegues del espacio la imagen de ese “pálido punto azul” que no por nada llamamos la Tierra. 
 
*Publicado en la edición impresa de febrero 2021.