Foto de Nsey Benajah en Unsplash
Foto de Nsey Benajah en Unsplash
8 de Noviembre de 2022
Por:
Melba Escobar @Melbaes

La polarización amplifica las voces de los más radicales, mientras una porción potencialmente transformadora del debate se sume en el silencio. ¿Cómo deliberar sin que se impongan los extremos?

El ruido y el silencio

 

*Artículo publicado en la edición impresa de junio de 2021.

EL "ESTADO DEL ARTE": CRISIS Y POSVERDAD

A finales de mayo los reportes de prensa hablaban de 25.000 casos nuevos de COVID-19 confirmados en un solo día en Colombia. Una noticia lo suficientemente contundente y crítica como para tener a un país postrado en la angustia. Pero como si fuera poco, esto se suma a las semanas que llevamos ya de paro nacional, un paro hecho de reclamos más que justos sobre las urgencias de un país con deudas históricas que se suman al crecimiento del desempleo, el aumento en la pobreza, el confinamiento obligatorio, el autoritarismo creciente, el drama social de millones, el recrudecimiento de la violencia y la falta de liderazgo del Gobierno.

El punto es que, si bien la protesta es más que legítima y nos sobran los motivos para salir a la calle, hemos visto una amalgama de reclamos históricos, actuales, étnicos, sociales, filosóficos, políticos, en fin, tan amplios y diversos, de naturaleza tan disímil, que resulta difícil, por no decir imposible, tramitarlos todos. Para que el paro dé frutos, necesitamos llegar a consensos. Por desgracia, estamos lejos de conseguirlo.

Por estos tiempos cada quien maneja sus propios datos, sus propias verdades. Es cierto que ha habido civiles disparando armas y también decenas de abusos policiales. También es cierto que se han cometido actos vandálicos contra instituciones e infraestructuras públicas que dejan ya un saldo superior a los dos billones de pesos en pérdidas. Ha habido decenas de muertes de civiles documentadas y miles de policías heridos. Bloqueos en 292 municipios de 26 departamentos. 2.284 vías afectadas. Y podría continuar. Pero no vale la pena, además es deprimente. El punto es que las consecuencias del paro nacional tienen paralizado a un país en los momentos en los que más necesita de la reactivación económica para darle oxígeno a las clases medias y bajas. Pero está ocurriendo lo contrario.

A mí modo de ver, estos datos no contradicen el derecho a la protesta. Pero no faltan quienes piensan distinto, y creen que criticar los bloqueos es “aliarse con el neoliberalismo fascista” y otras perlas. Por eso resulta tan difícil entablar una conversación. Porque la dinámica de “si no estás conmigo, estás contra mí” se apropia de los extremos, de su discurso beligerante y silenciador, de su incansable retórica y sus dinámicas intimidatorias.

Lo cierto es que la protesta no puede ir en contra del derecho a la movilidad, mucho menos del derecho al trabajo. Por una sencilla razón: todos son derechos, todos deben ser garantizados por el Estado. Sin embargo, el gran dilema por estos días es que parece como si no pudiéramos asegurar su garantía. Como si unos tuvieran la potestad de pisotear a otros, incluso eliminarlos por cuenta de una “jerarquía de derechos” creada a la medida de los intereses de quienes mueven el paro y defienden las protestas. ¿Y todos los demás? Sumidos más a menudo en el silenciamiento que en la apatía, la mayoría calla, algo que erróneamente suele asumirse como asentimiento a favor de uno u otro de los extremos dominantes.

¿Cómo coincidir en un escenario básico de hechos reales, al menos, en los datos verídicos que podemos comprobar? Porque hemos visto en redes, en la calle y en las crecientes discusiones familiares, con amigos y cercanos, que en “la posverdad” hasta los datos son puestos en tela de juicio. No faltan quienes justifican los crímenes policiales, y tampoco quienes consideran que la violencia vandálica es la única salida. Unos llaman guerrilleros a quienes marchan pacíficamente, otros tildan de asesinos a cualquier miembro del ESMAD, el Ejército o la Policía, solo por llevar el uniforme. Y, de acuerdo con ideologías extremas, seleccionan, como si se tratara de un examen de selección múltiple, los datos que mejor se acomodan a sus preestablecidas ideas dejando el resto por fuera. Cómo duele un país que solo se conmueve con la fracción de muertes violentas hacia quienes siente empatía.

Al negarnos a compartir siquiera los números más categóricos que arroja la crisis compartida por una nación entera, negamos también la posibilidad de dialogar. Ideologizamos los datos, negamos la evidencia con tal de sostener nuestra opinión. Esta dinámica, en tiempos de posverdad, fomenta las creencias tribales

NO SOMOS LO QUE OPINAMOS (AUNQUE CREAMOS LO CONTRARIO)

Hace algunas semanas corté con una amiga de hace años. Lo hice porque se volvió insostenible mantener una conversación. Me fui sintiendo agotada, la agresividad de su discurso, lo inamovible de sus opiniones, me hacían ver que más que conversar para escuchar o intentar entenderme, ella “conversaba” conmigo para convertirme a su fe política. A lo mejor ella diría lo mismo sobre mí, “de la misma manera y en sentido contrario”. No llegaré a saberlo.

El caso es que me di por vencida y preferí cortar por lo sano. Su radicalismo me contagiaba de intolerancia. Tenía que hacer un esfuerzo desmedido por contenerme, por no ser hiriente, por no caer en el terreno de los señalamientos personales. Entonces le propuse que dejáramos de hablar, propuesta que ella aceptó con gusto.

Esta ruptura, como tantas que habremos tenido en las últimas semanas, me ha hecho pensar que, como decía antes al reflexionar sobre la posverdad, la evidencia dejó de ser suficiente para sembrar un terreno común para el diálogo. Hay quienes argumentan que el cambio climático es una patraña, que las vacunas son un invento de los laboratorios para hacerse millonarios, que la COVID-19 no existe, que los seres humanos venimos de un planeta lejano al cual debemos regresar, etcétera. Y lo que es peor, hoy en día parece haber una tribu para cada idea. Algo que, en principio, no tendría por qué ser tan problemático, pues la pluralidad es una muestra de libertad de pensamiento. El problema es que cuando quienes creen fervientemente en una idea, sea religiosa, política, moral o científica, se juntan entre sí, actúan de forma sectaria y tienden a radicalizar sus posiciones y a negar las de los demás.

Este accionar, en términos políticos, se convierte en una afrenta contra la democracia. Porque si se es atacado por pensar distinto, si cada discurso pretende trazar una zanja entre el bien y el mal, entre correcto e incorrecto, víctima y victimario, el miedo y las teorías de la conspiración, nos vamos atrincherando en círculos cada vez más estrechos, temerosos del otro y, por tanto, incapaces de reconocer la validez de verdades distintas a la propia. El miedo al otro, la desconfianza, el desconocimiento, crecen en tiempos de tribalismos como el moho en las tuberías.

“No faltan quienes justifican los crímenes policiales, y tampoco quienes consideran que la violencia vandálica es la única salida”. 

UN SILENCIO DEMASIADO RUIDOSO

Según lo explica la doctora en ciencias biológicas Guadalupe Nogués, el comportamiento tribal lleva a que pensemos que somos lo que creemos. Es así como, al asumir nuestras opiniones como verdades absolutas, las convertimos en parte de nuestra identidad, lo que nos lleva a sentir que las opiniones contrarias a las nuestras son una afrenta personal.

Es así como el tribalismo genera un alto nivel de ruido, pues hay unas voces que se alzan en su dominación sobre la manada. A su vez, estas “tribus dominantes” se imponen desde
la generación de un conflicto permanente. En medio del ruido, muchos prefieren silenciarse antes que entrar en la dinámica de la agresión personal que reciben por exponer sus ideas. Es así como la penalización social del debate silencia a una inmensa mayoría que prefiere evitar el conflicto y por tanto calla. Esta pasividad se concibe muchas veces como consenso donde no hay tal. Cuando solo oímos una o dos opiniones, entramos en la ilusión de creer que solo existen una o dos opiniones, luego solo vale adherirse a las voces dominantes o permanecer en silencio. Este falso dilema se combate separando a las personas de las ideas y a las emociones del pensamiento.

Para Guadalupe Nogués, la forma de combatir este incendio social es aprendiendo a cuidar las conversaciones, así como aprendimos a cuidar del fuego. El fuego, dice, siempre está entre la extinción y el crecimiento descontrolado. Y así como aprendimos a cuidar del fuego para mantenerlo prendido sin que arrase con su entorno, tenemos que aprender a cuidar de la conversación con las mismas intenciones: que ni se extinga ni se nos salga de control.

Para seguir adelante como sociedades capaces de fraternizar con el otro y escuchar sus demandas sin imponer las propias, necesitamos mantener la hoguera de la conversación encendida. Necesitamos aprender a crear la fogata amigable que no amenaza con destruirnos si estamos sentados a uno u otro lado de la lumbre. Todo lo contrario, necesitamos esa brasa protectora del diálogo, ese que a todos nos cobija e ilumina por igual.