Foto de Emily Underworld en Unsplash.
Foto de Emily Underworld en Unsplash.
17 de Junio de 2022
Por:
Ricardo Silva Romero

 

Más allá de los clichés y de ciertas banalidades de nuestra era comunicativa, la literatura de autoayuda —no la de "superación personal"— merece su lugar en nuestra biblioteca.

 

 

 

Ayúdate que yo te ayudaré

1. PREFIERO LA IDEA de la autoayuda a la idea de la superación personal. Las palabras nunca tienen la culpa, no, pero cuando pienso en la autoayuda pienso en la empresa enorme —la etapa de montaña, el viacrucis, la gesta— que puede ser la jornada de cada uno de nosotros. Si se me pasa por la cabeza la superación personal, en cambio, tengo en mente una estafa, una sociedad montada como “los juegos del hambre”: una educación en el “sálvese quien pueda”, en el “éxito”, en la “ley de la selva”, en el “prevalecer”, duélale a quien le duela, pésele a quien le pese. La autoayuda me suena a la terapia que cada quien les debe a aquellos que le tocaron en suerte, Dios, líbranos de lanzarles nuestra mierda a los nuestros, líbranos de la incapacidad de sujetarnos. Quizás sea injusto, sí, pero la superación personal me suena a ganar una carrera que nadie más está corriendo: “¿Cómo van tus cositas?”, preguntaban los yuppies en las reuniones de exalumnos.

Yo es que detesto la palabra “coach”. Sudo frío apenas alguien arranca a hablar de “perseguir los sueños”. Me quedo pasmado ante las cuentas de Instagram de los gurús de estos días, mitad fascinado, mitad asqueado, como preguntándome de dónde sacan el coraje para enrostrarnos el gluten, para decirnos qué hacer. “Haz”, “sueña”, “duerme”, “ejercítate”, “quiérete”, “levántate temprano”: todo el tiempo están dándonos órdenes como parodiando la sabiduría de algún líder espiritual de aquellos que luego se está escondiendo de las autoridades. Por supuesto, allá cada quien. Nadie vive sin sostenes, sin bastones. Nadie se levanta en la mañana sin alguna clase de auxilio. Y, en medio de la experiencia tan brutal que es la vida, resulta una exquisitez de espíritus finos de la época despreciar cualquier clase de salida a la angustia, pero es que estos llamados tuteados a “alcanzar el potencial” se me parecen demasiado al individualismo que ha estado arrasando con todo en los últimos siglos. Son, a mi modo de ver, una trampa.

Hace unos años solía hablarse de contenidos “aspiracionales”: de publicar artículos sobre los relojes, los carros, los viajes que servían a la simulación del triunfo. Quién sabe si aún se diga. Quién sabe si todavía haya deprimentes reality shows en los que, luego de pasar por encima de quien esté mal parado, los participantes se dirigen “a toda Colombia” para poner en marcha la ceremonia de la victoria supuesta. El caso es que esa superación personal, tan espeluznante como una novela de Ayn Rand, tan envolvente, peligrosa y retadora como un monólogo de Jordan Peterson, sustituye la reflexión por la reacción, la terapia por la conquista. Y, en el borde del precipicio de los tiempos, en el medio de la guerra que ya habíamos aprendido a evitar, cabe pensar que se nos está haciendo tarde para cuidarnos los unos a los otros.

La autoayuda es humilde, generosa. La autoayuda es un derecho, pero es, sobre todo, un deber. Y en este país ha sido una proeza.

2. ¿POR QUÉ? Porque de España no solo se nos vino un genocidio que empezó por la naturaleza, sino un barco cargado con una multitud de espíritus épicos —machistas y racistas— que conquistaron, colonizaron, legalizaron, explotaron, subyugaron todo a su paso. ¿Y qué tiene que ver semejante retrato con esta defensa de la autoayuda? Pues que todo lo que ha sonado a terapia, de la ficción al tarot, del drama al psicoanálisis, del paisaje a la verdad, de la convivencia a la justicia, se ha tomado aquí en Colombia como “cosas de mujeres” y esperpentos esotéricos. Buena parte del país sigue convencida de que la autoayuda es inútil y es mejor pararse y seguir adelante. Acá se ha preferido cicatrizar a sanar. Acá la palabra “víctima” ha sido un estigma: una “v” escarlata. Este lugar está convencido de que es el infierno, sí, el fracaso de la especie y de la convivencia, y hay que ser fuerte mientras nos llega el cielo prometido.

Por supuesto, nuestra solución, que suena tan teórica, es equilibrar el espíritu épico con el espíritu dramático, el pensamiento masculino con el pensamiento femenino, la cultura del descubrimiento con la cultura del cuidado, la vocación al reconocimiento con la vocación a la compasión, la energía de la superación personal con la energía de la autoayuda. Falta mucho, por supuesto, para ello. Pero, como lo he dicho otras veces, a partir de otros pretextos, en estas mismas páginas, cada día me parece más y más en marcha aquella transformación que podría salvarnos de la extinción —así era en las películas de James Bond y Jacques Clouseau— en el último minuto. Esto ya no es como era. Aquí nunca habíamos sido tan iguales. Aquí nunca habíamos educado tanto en la inclusión, en el amor por la naturaleza, en la necesidad de tomarse a los extraños como prójimos y en la contención de la brutalidad. Y es porque cada día somos más conscientes de nosotros mismos.

Para un ciudadano ochentero como yo, educado en la resignación ante la dureza del mundo, resulta exasperante esta autocondescendencia que bordea seriamente el narcisismo, esta exhibición permanente de lo que cada quien ve en el espejo de su habitación y este reguero de valientes testimonios sobre la lucha para amarse a uno mismo, que se da a diario en las redes. Pero no me cabe duda de que las generaciones que vinieron después de la mía, la Y, la Z y la Alfa, son mucho más conscientes —muchísimo más— de las arbitrariedades y de las catástrofes y de las violencias que hemos estado viviendo con los hombros encogidos. Hoy en día nos lideran las mujeres. Hoy en día nos lideran “los raros”. Y, en medio del resurgir de los extremismos, de los despotismos disfrazados de ideologías, semejantes liderazgos son oportunidades que no podemos dilapidar.

¿De qué diablos estoy hablando? De que las nuevas generaciones creen más en la autoayuda que en la superación. De que quizás un día no muy lejano seamos capaces de entrar en una era de la terapia.

3. QUIEN SE DEDICA a la ficción se dedica a la terapia. Juro por Dios que yo decía este lugar común cuando aún no lo era: “Todas las novelas son de autoayuda”. Mi único maestro, Pompilio Iriarte, suele decir que el arte es una muleta, un cayado. Quien escribe, como quien lee, está revisándose a sí mismo, librándose a sí mismo de todo lo que ha ido apilándosele adentro. Vale escribir, vale leer, para confrontarse, para articularse por dentro, para lidiarse el lado oscuro, para sentirse mejor. Ya lo he dicho mil veces, pero cuando uno ha dado clase le pierde el miedo a repetirse: solía pensarse que la política y la religión eran las mejores maneras de educar las bajas pasiones —las violencias que todos llevamos por dentro—, pero a estas alturas de la historia parece claro que solo la ficción puede conducirnos a una tierra de nadie libre de agendas y de certezas, libre de perdedores y de triunfadores.

Podría uno entregarse a las ficciones en vez de investigar sus pliegues en el tarot o la astrología o las constelaciones familiares o el psicoanálisis o el yoga o el karate. Escribir es sujetarse a uno mismo, palabra por palabra, verso a verso, desde la mañana a la tarde. Leer es rezar, escucharse por dentro. Ir a cine es ir a misa. Hacer música, y oírla, y bailarla, es darle forma al aire, respirar mejor. Pintar, y ver el mundo, es como hallar formas en las nubes, pero en todos los lugares de la realidad. Y, en cualquier caso, nada tan cercano a la ficción como una lectura del tarot o una sesión de terapia porque se está poniendo en marcha el rito de narrar e interpretar en voz alta lo que se ha vivido —y darle estructura dramática y suspenso— en busca de cierta comprensión emocional, de cierta catarsis: “ficción” es sinónimo de “autoayuda”.

Decía al comienzo que las palabras nunca tienen la culpa de nada. Lo decía porque, de cierto modo, la autoayuda es el empeño de dar con modos nuevos de nombrar alguna emoción o alguna circunstancia que no se había vivido hasta el momento. Yo he acudido a libros de autoayuda como El lenguaje secreto de los cumpleaños o La sabiduría del eneagrama o El poder de la coincidencia o Vida después de la vida, como he acudido al consultorio de una terapista que cabecea mientras me escucha —porque, a Dios lo que es de Dios, cuando he ido, he ido muy temprano en la mañana—, para responderme la pregunta infinita de si será normal ser la persona que soy. Me ha servido mucho. Me ha hecho lidiar un poco mejor con la mirada vigilante y la desilusión de los demás. Pero sobre todo me ha nombrado lo que soy y lo que hago y lo que siento. Y no sobra.

Hoy tengo en mi escritorio un ejemplar del maravilloso Atlas de las emociones humanas: 156 que has sentido, que no sabes si has sentido o que nunca sentirás. Y es, precisamente, lo que estoy diciendo. Porque gracias al libro que digo, una compilación de la historiadora Tiffany Watt Smith, ya sé que esta sensación súbita de inferioridad e incomodidad se llama “malu”, esta sensación de estar incompleto porque no está Carolina se llama “viraha”, esta sensación de que todo es demasiado y además está mal se llama “umpty”. Sin embargo, mi libro favorito de autoayuda, desde hace mucho tiempo, es un ensayo de Patrick Süskind que se llama Sobre el amor y la muerte: fue en esas páginas, que invitan a vivir según el mito de Orfeo en vez de vivir según el mito de Cristo —a vivir según el mito del hombre que dedicó su vida a otra vida en vez de vivir según el mito del hombre que dedicó su vida a la humanidad—, donde entendí esta manía de dedicarse a las personas que viven en esta casa.

 

Entendí también que hay que hacer terapia. Pero que hacer terapia no es como hacer ejercicio, no, porque no es solo para superar- se, para prevalecer, sino, sobre todo, para librar al mundo de nuestra vocación a arruinarlo.