04 de octubre del 2024
Ilustración del artista alemán Rudolf Cronau, realizada en territorio colombiano a principios del siglo XX. Foto: iStock
Ilustración del artista alemán Rudolf Cronau, realizada en territorio colombiano a principios del siglo XX. Foto: iStock
10 de Septiembre de 2024
Por:
Laura Galindo M.

¿Cómo es que un instrumento de origen egipcio y apropiado hace milenios en Europa se convirtió en uno de los instrumentos insignes de nuestra música regional? Esta es la historia. 

Arpa llanera: una genealogía con ires y venires

 

 

HACE UN PAR DE AÑOS, Edmar Castañeda, el arpista que mezcla joropos con jazz, me contó cómo lo abuchearon en Agua Azul, Casanare, durante un reinado nacional del arroz. Se presentó con un repertorio propio y un arpa especial que la compañía francesa Les Harpes Camac había diseñado para él: la EC Llanera, un punto intermedio entre la academia clásica y la música llanera, que le permitía cambiar de afinación con solo levantar unas palancas en la parte superior —las tradicionales se afinan manualmente, por lo que los cambios de tonalidad no son inmediatos—. Que el arpa era un instrumento de conjunto, le dijeron los otros intérpretes, que nunca se tocaba sola, que intervenir el instrumento era atentar contra la herencia y la tradición. Que, en definitiva, lo suyo era un irrespeto. Desde entonces, la pregunta que no he logrado resolver es: ¿cuál tradición y cuál herencia? 

 

 

Ocurre que la historia del arpa está llena de contradicciones y vacíos, así que haré mi mejor esfuerzo por unir los puntos de la manera más lógica. Egberto Bermúdez, uno de los musicólogos más respetados del país, afirma en varios de sus textos que el arpa llegó a América con las misiones jesuitas durante la conquista. Dice Cook en sus crónicas que era orden de los Reyes Católicos que en los barcos que zarpaban hacia “el nuevo mundo” se embarcaran “algunos instrumentos y músicas para pasatiempo de las gentes que allá han de estar”. De ahí que en ambos lados del Orinoco se haya encontrado evidencias de la existencia de ‘Centros de colonización y transculturación’ en los que el arpa era practicada por los indígenas bajo la tutoría de los europeos, siempre dentro del culto religioso. Ahora bien, el arpa colonialista de las misiones jesuitas tiene sus orígenes en Egipto y Grecia, en el 3500 a. C. Ambas civilizaciones fueron pioneras en la armonía musical y, por ende, en el desarrollo de instrumentos cordófonos que pudieran emitir más de una nota a la vez.

Era, entonces, un marco arqueado con un número de cuerdas que variaba según el lugar. Pero su verdadero auge llegó durante la Edad Media y el Renacimiento con la música modal y la polifonía, expandiéndose por Europa y sumando variantes que van desde el arpa birmana hasta el arpa subsahariana, ambas extintas ya. Solo por nombrar algunas, existe el arpa clásica, el arpa celta, el arpa andina, el arpa llanera, el arpa paraguaya, el arpa escocesa, galesa, irlandesa, mexicana, venezolana, el arpa eléctrica y el arpa Air Strung. Volvamos entonces al arpa colonialista, recién desembarcada en territorio colombo-venezolano y usada por los jesuitas durante el servicio religioso. Los indígenas reacios al proceso de evangelización se fugaron de las reservas y los españoles resolvieron reemplazarlos con esclavos negros, traídos del África. Con ellos llegó el fandango, según los jesuitas, un ritmo impío y pecaminoso en el que, citando el diario del obispo Mariano Martí, “concurrían hombres y mujeres con tan evidente riesgo de sus conciencias que no se podía dudar, más sí llorar con amargas lágrimas el que ofendía a Dios Nuestro Señor y se escandalizaba a los timoratos, principalmente con los indecentes enlaces de los brazos o manos de los hombres con las mujeres, tan impropios del recato y modestia cristiana”.

Durante el siglo XIX, el fandango se llamaría joropo. Y aquí, cuando todo parece por fin desenredarse, se tuerce de nuevo y comienza a retrogradar. La historia del fandango es de ires y venires. Se considera una danza española, pero según las investigaciones musicológicas, fue llevada a España por los colonos que habían estado en el reino de las indias. Es decir, aquella música que escandalizó a los jesuitas llegó a Europa por los mismos colonos, que posiblemente la aprendieron de los esclavos. Un siglo después, cuando ya era popular y había sido premiada por aires andaluces, el fandango regresó a América, junto a la religión y los “pasatiempos” ordenados por los Reyes Católicos. Durante los siglos XIX y XX, el rastro del arpa llanera vuelve a hacerse borroso. En los inventarios hechos por jesuitas en iglesias de Casanare, Arauca y Meta, se menciona un ejercicio musical intenso que involucra una educación escrita del mismo —es decir, existen vestigios de partituras—, pero siempre ligado al repertorio europeo. Del uso del arpa en los fandangos afro, indo, americo y españoles, no dice nada.

De lo que sí se habla es de conjuntos ejecutantes de joropo conformados por tiples, triángulos y carrascas, como los mencionados por Ramón Guerra Azuola en 1855, y de cuatro, tiple y bandola como los mencionados por Ricardo Sabio en su libro Corridos y Coplas. Según algunos folcloristas, en 1925 llegó a Arauca Arturo Lamuño, un arpista venezolano que se convirtió en maestro de todos los intérpretes de la región; y en los llanos venezolanos, existen datos aislados de arpas tocando joropo en conjuntos de guitarras, vihuelas y maracas. Queda claro que la aparición del arpa en esta cronología está tan poco documentada como su desaparición temporal en la segunda mitad de 1900, cuando simplemente se borró de los registros organológicos. Algunos historiadores asumen que fue reemplazada por el piano en los bailes de salón y por el tiple en las zonas rurales, pero más allá de esa conclusión lógica, no existe ninguna prueba documental.

Entre 1948 y 1958, llegó la ‘Violencia bipartidista’, con mayúscula. Mataban a los conservadores por ser conservadores y a los liberales por ser liberales. Comenzaron los desplazamientos y el Meta resultó ser un destino seguro para los migrantes del interior del país, se mezclaron llaneros con andinos y se fueron desdibujando ambas identidades. En paralelo, estaba en auge el comercio ganadero entre Arauca y Casanare, y una oleada de vaqueros seguía llegando en masa. Fueron ellos los que trajeron grabaciones de música llanera venezolana y los que popularizaron en Colombia emisoras de Caracas, San Cristóbal y Barquisimeto, como La voz del llano. Siempre con un núcleo común: el conjunto de arpa, conformado por cuatro, arpa, capachos y, desde 1960, bajo. Hagamos un paréntesis cronológico para revisar lo que actualmente conocemos del joropo: es un término con el que se designa la música de los llanos del Orinoco en territorio colombiano y venezolano. Puede ser vocal o instrumental, pero siempre ligado a la tradición y la inspiración ganadera y campesina. Lo conforman distintos aires que, a grandes rasgos, pueden agruparse —y organizarse de menos a más festivo— en tres categorías: tonadas, pasajes y golpes.

El joropo, como cualquier otra manifestación cultural, ha pasado por distintas apropiaciones según su geografía. Desde la forma correcta de acentuar los tiempos en su interpretación, hasta el material de las cuerdas del arpa. En Venezuela, por ejemplo, existe el arpa tuyera, con cuerdas de metal y no nylon, como en Colombia. Fin del paréntesis. Villavicencio se convirtió en una suerte de frontera doble y, para evitar la pérdida de su identidad cultural a manos de la migración andina, se apegó a la de los vaqueros comerciantes, que, de alguna forma, estaba más cerca a esa que había sido suya en décadas anteriores. Hay quienes aseguran que la primera vez que se escuchó un arpa en vivo y en directo fue gracias a David Parales, quien para 1959 era un joven desplazado de Apure, Venezuela, y llegó a Villavicencio huyendo de la Violencia. Él y Miguel Martín, compositor de Carmentea, fundaron luego la Academia Folclórica del Meta. Otras fuentes sostienen que el primer arpista no fue Parales, sino Manuel J. Larroche, también venezolano, y que llegó en 1963. De cualquier manera, coinciden en la relación de sus respectivos candidatos a “primer arpista” con Miguel Martín y la Academia Folclórica.

El resto de la historia es predecible: aparecieron más conjuntos, se popularizaron los parrandos, llegaron los concursos y con ellos, sus declaraciones de patrimonio cultural. Pero de vuelta a mi pregunta sin resolver: ¿cuál es la tradición y cuál es la herencia? ¿La de Egipto? ¿La de Grecia? ¿La de España? ¿La de las indias? ¿La de los esclavos del África? ¿La de los llaneros venezolanos? ¿La de la academia europea? ¿La del Meta? El debate sigue abierto.