El combo del relato, de  izquierda a derecha: Ra, Sere,  Nano, Winny y Culebro.
El combo del relato, de izquierda a derecha: Ra, Sere, Nano, Winny y Culebro
24 de Enero de 2023
Por:
Diego Montoya Chica

Acaba de llegar a Netflix Los Reyes Del Mundo, la película que se llevó la Concha de Oro en el más reciente festival de San Sebastián. Una narración sobre los nietos de la guerra y acerca de por qué, en Colombia, duele retornar al origen. Charla exclusiva con su directora. Fotos: Juan Cristóbal Cobo / Cortesía Laura Mora.

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Laura Mora: "El cine tiene el poder de revivir a los muertos”

Ra, el joven protagonista de su narración, vive las consecuencias del desplazamiento forzado de su abuela. ¿Las repercusiones del conflicto a través de las generaciones era un tema central para usted?

 En los últimos dos o tres años, el cine colombiano ha evidenciado una preocupación por la juventud. No sé si es por ese paso del conflicto entre generaciones o si tenga que ver con que seguimos siendo una sociedad anquilosada en el presente. Quizá con la dificultad que tenemos de saber cómo vamos a ser de adultos, porque pareciera que nunca llegamos a serlo.

 

En mi corta filmografía, yo comparto esa fascinación por la juventud. Es una época que me parece bella porque, entre otras cosas, evidencia la tragedia que implica experimentarla en ciertos contextos. Y yo quería hacer una película con jóvenes afectados por el conflicto de manera directa, pero también por el desamparo y el abandono de un Estado que les ha fallado desde antes de nacer.

La película aborda una paradoja muy colombiana de centro y periferia: la ciudad —en este caso, Medellín— es caótica y dura, pero es el lugar seguro para estos muchachos. Mientras que el campo, en apariencia apacible, resulta más peligroso. ¿Cómo abordó esa relación?

Cabe preguntarse acerca de cuáles son las violencias que uno conoce y cuáles las que uno desconoce, y cómo tienen maneras tan distintas de manifestarse. En la película, la violencia es más explícita en la ciudad en términos de lenguaje, de cómo se expresa. Pero cuando los personajes llegan al campo, empieza a sentirse una tensión inmersa en los paisajes, evidenciada en silencios, en susurros, en esa incomodidad que sienten porque desconocen el lugar y tienen que interpretarlo.

En las ciudades, todos tenemos una herencia campesina que, a la vez, es muy trágica. Y muchos no somos conscientes de ella. Pero estos chicos tienen, todos, pasados cercanos ligados al campo y son herederos de una guerra rural 

¿Por qué le resulta tan importante abordar el tema de las tierras en Colombia? Pareciera que su narración buscara darle al país un chance de retornar al origen…

Es un tema que me preocupa como ser humano. Yo no tengo una experiencia directa con tierras, si bien he sido tocada directamente por la violencia con el asesinato de mi papá. Pero he estudiado mucho el conflicto y creo que la tenencia de la tierra y el despojo son neurálgicos en él. Además, son temas a los que no se les ha querido poner mucha palabra, han sido vetados.

 

Por otro lado, el cine ha contado muchas veces el camino de lo rural a lo urbano y a mí me interesaba el contrario como un viaje al origen. Pocas cosas nos definen tanto como eso. Y para los personajes de la película, que en apariencia están desconectados de ese comienzo, la posibilidad de retornar —ojo: en colectivo— es también la de originarse a partir de ese lugar: de reinventarse. De existir.

“No creo que las artes tengan una obligación social. Ellas hacen visible la complejidad de la condición humana, y en ella hay mucho de oscuridad”.

 


En su camino hacia una 'tierra prometida', un grupo de muchachos dan con varios refugios donde recargan energías. Entre ellos está el de un hombre —a quien Mora dirige en la foto— que es como un mentor para el personaje principal.

Pareciera que esos chicos suplieran algunas ausencias familiares bajo el manto maternal de las prostitutas de un burdel rural. Ocurre también en la casa de un viejo que los acoge en el campo. ¿Cómo entiende esos refugios?

Es que hay muchas formas de ser familia. Por ejemplo, para mí, los amigos lo son. Y han constituido lo que yo describo como una isla: por eso, esos lugares por donde los personajes van pasando —el burdel, la casa del viejo, y también la de otra pareja que es como de fantasmas— son pequeñas islas. Yo he encontrado en la vida que allí donde falta todo, a veces también se tiene todo; donde se ha tenido que enfrentar al dolor o al abandono, a las circunstancias del azar o a duras condiciones sociales o políticas, allí aparecen los gestos de humanidad que a mí me interesan. Sobre todo, en un mundo como en el que vivimos, que insiste tanto en la competencia y en la exclusión. Para mí, entonces, era importante que a donde llegaran los personajes encontraran algo de esa belleza, pese a la dureza.

En uno de los castings, uno de ellos decía que, cuando viajaba, todo el día se debatía entre “pan y cuchillo”. Por un lado, tienen que defenderse en condiciones duras, y por el otro, luego llegan a donde los acogen y donde aprenden sobre la vida y los afectos. El cine es muy de fantasmas; de hecho, una de las cosas que más me gusta de él es la posibilidad de la fantasmagoría, incluso en situaciones aparentemente reales. No se nos puede olvidar que el cine tiene el poder de revivir a los muertos. Y yo siento que esta película está todo el tiempo en ese limbo entre los vivos y los muertos. 

Ra dice una frase demoledora: “En mi mundo perfecto, el que no quiera, no existe”. ¿Visibilizar esa oscuridad interna tiene una función social?

 

No creo que las artes tengan que tener una función u obligación social. Más bien, lo hermoso en ellas es la posibilidad de hacer visible la complejidad de la condición humana, que tiene mucho de oscuridad. Y a mí me atrae la contradicción de que somos capaces de todo lo peor y al mismo tiempo de todo lo mejor. En esa frase de Ra —que, de hecho, dijo uno de los chicos— está la vida como voluntad: se vale vivir, pero también se vale elegir no vivir. Y yo creo que esa es la libertad pura.

“Se ha contado muchas veces el camino de lo rural a lo urbano; a mí me interesaba el contrario”.

Pese a ser ficción, esta narración está hecha, a manos llenas, de realidad: no solo está enraizada en lo que vivimos como país, sino que, además, trabaja con actores naturales. Pero la parte ficcional se va para el extremo contrario a lo documental: es metafórica, poetizada. ¿Cómo manejó ese balance?

Esta película aborda la imaginación como un territorio, quizás el más íntimo y libre de todos. Uno que tiene la belleza de ser inexpropiable: nadie nos puede sacar de ahí y en él habita a quien le permitamos estar con nosotros.

A mí no me interesaba hacer la película con un registro enteramente realista, pese a estar anclada en un relato de realismo social y con actores naturales. Al contrario, sabía que iba a transitar entre esos dos territorios, y que el de la imaginación sería donde los personajes podrían existir libremente. Yo escribo un guion estructurado, con sus diálogos, pero nunca lo comparto con los actores, que no tienen que leer nada ni aprenderse nada. Gracias a la manera en la que hacemos el casting y como ensayamos luego, conocemos muy bien el paisaje emocional de cada personaje y el itinerario emotivo de cada escena.

Y sabemos disponer a los chicos para que, con ello, puedan existir libremente. Hacemos, así, que la dirección la sientan libre, pese a que nosotros tengamos muy bien anclado todo en términos visuales.

 

Por otro lado, después de hacer una película tan realista como Matar a Jesús, que sí obedece a unos códigos narrativos mucho más clásicos —en ella, yo estaba obedeciendo a mi propia historia, es un relato mucho más autobiográfico—, con Los reyes del mundo me interesaba explorar más el lenguaje, aprovechando que yo no le debía nada en mi memoria. Podía ser más libre.


La película, en alguna medida, explica un sentimiento popular de indignación. 

¿Cómo vive un actor natural el ejercicio de interpretar a alguien tan parecido a sí mismo? ¿Se separan del yo o lo utilizan?

Lo usan todo el tiempo y por eso trabaja uno con ellos: porque hay una verdad que ya existe, no que se construye —que es lo que normalmente hace uno con un actor formado—. Sí hacemos ejercicios con mi preparadora de actores: por ejemplo, unos de concentración, porque mantenerla es difícil para chicos tan jóvenes que, además, son dispersos y, digamos, necios y desobedientes [se ríe]. Pero con ellos fue muy fácil, la verdad: estaban absolutamente entregados a la película, se la gozaron toda. Eso sí, en escenas en las que tienen que ir a lugares emocionales difíciles, fuimos cogidos de las manos: hubo una construcción de confianza muy grande. Una vez cortaba y teníamos la escena, les ayudábamos a regresar a este presente y les decíamos: “Ya no estás ahí: todo está bien”. Esa responsabilidad se tiene con todos los actores, lo que pasa es que uno formado tiene más herramientas y voluntad para saber hasta dónde va y hasta dónde no. Pero todo el trabajo de esta película fue absolutamente amoroso en todo nivel.

Decía usted en una entrevista que reordenó el relato en su cabeza durante la pausa obligada de la pandemia, previo a rodaje. ¿Qué capa del relato recibió esos cambios?

Yo no quería que fuera una narración demasiado clásica, pese a que es un road movie y que, como tal, tiene un principio y un fin muy claros. Insistí en que no quería que el espectador lo tuviera todo en torno a qué, cómo y por qué por qué pasan las cosas; más bien, quería uno más activo que imaginara y se hiciera preguntas. En ese momento, entonces, limpié el guion ciertas obviedades, sin temerle al riesgo de decir sin decir.

También, como directora soy muy obsesiva con la construcción de la imagen, porque vengo del mundo del arte, entonces también trabajé el detalle —por ejemplo— en cada uno de los ‘oasis’, de las islas. Es el caso del burdel, que está concebido como una ‘matria’, entonces está lleno de símbolos patrios alterados. Y por otro lado, hay una fuerte presencia en la película del concepto de las ruinas: está la ciudad al principio, sin gente, pero luego también una construcción a medio hacer en el paisaje donde Ra charla con el viejo, y ahí está la posibilidad de un progreso que nunca llega. También esto se ve cuando navegan por un río donde encuentran la ruina de un puente: una promesa incumplida.

Y hablando de metáforas, hábleme del caballo blanco que aparece en varias escenas.

La película tiene gestos del cine per se, y el animal del cine por excelencia es el caballo. Por otro lado, a mí me gusta mucho la poesía árabe. Una amiga palestinoargentina me mostró el trabajo del poeta Mahmud Darwish, que habla del caballo como la guía a casa. Eso hizo eco para mí. Por otra parte, el animal es como una extensión del corazón de Ra. Y finalmente, es el animal de los reyes, y como este combo de despojados son ‘los reyes del mundo’, debían tener su caballo, así fuera en la imaginación.


Laura Mora.