Incendio del Palacio de Justicia
Septiembre de 2016
Por :
Ramón Jimeno

TOMA DEL PALACIO DE JUSTICIA: NOVIEMBRE 6 DE 1985

Hasta el 6 de noviembre de 1985, cuando los guerrilleros del M-19 asaltaron el Palacio de Justicia a sangre y fuego y el ejército irrumpió tras ellos a cañonazos, provocando entre los dos la muerte de 11 magistrados de la Corte Suprema y 65 funcionarios y visitantes (así como el incendio del edificio y la destrucción de todos sus archivos), el episodio más grave del siglo había ocurrido el 9 de abril de 1948.

La asociación de los dos episodios es inevitable, a pesar de las grandes diferencias que existen entre el asesinato de un líder y el asalto armado contra una institución. Entre 1948 y 1985, la sociedad colombiana se transformó, al convertirse en una sociedad eminentemente urbana. Los ciudadanos de los ochenta pasaron a depender de los medios de comunicación para formar sus opiniones, en vez de nutrirse en los sermones dominicales que emitía la Iglesia desde los púlpitos, o de las arengas de sus jefes políticos. En la noche del 9 de abril, millares de ciudadanos en las calles hacían arder la ciudad, mientras las tropas, inmovilizadas, resguardaban lo poco que podían. A las 8 de la noche del 6 de noviembre, las calles de Bogotá estaban desiertas, mientras el Palacio de Justicia ardía. Al amanecer del 7 de noviembre, el Palacio humeante registraba la tragedia, aún con 60 rehenes y 8 guerrilleros sobrevivientes al combate y el incendio, pero atrapados en un baño de 20 metros cuadrados. Al descubrirse este último escondite, el ejército lanzó el ataque final, en el que murieron 30 rehenes y los 8 guerrilleros. Entonces empezó a descubrirse la dimensión de la tragedia, no sólo la humana sino la del poder.

Se supo, por ejemplo, que el presidente Betancur nunca quiso dar la orden del cese al fuego, a pesar de que la dimensión del ataque militar hacía evidente que semejante capacidad de fuego --tanques, rockets, explosivos de alto poder y disparos indiscriminados-- ponían en alto riesgo la vida de los rehenes. Así, el Poder Civil asumió el principio que rigió durante la violencia que siguió al 9 de abril, según el cual para restablecer el orden público y el control de la autoridad estatal se puede pasar por encima de la vida de los civiles no combatientes.

Con esa señal desde el Estado, la guerrilla irregular de fin de siglo en Colombia cobró plena vigencia. Surgieron diversos grupos de autodefensa y paramilitares que, auspiciados por los dineros de los narcos y de los empresarios afectados por las actividades guerrilleras, empezaron a realizar masacres y asesinatos contra las personas acusadas de ser el oxígeno de los rebeldes. El Estado se convirtió entonces en observador del conflicto, que colocó al país como el de mayor violencia en el mundo, con 30.000 homicidios anuales.

No deja de ser irónico que mientras la toma del Palacio de Justicia desató la nueva era de violencia en Colombia, los guerrilleros que la protagonizaron se convirtieron en actores políticos legales a los pocos años del asalto. La ironía radica en que su reincorporación a la vida civil, tras ser amnistiados e indultados, demuestra que el conflicto que encarnaban tenía soluciones por vías diferentes a la violencia. Si bien el M-19 se desmovilizó, la violencia continuó con mayor dinámica, puesto que el Estado no asumió su rol de mediador, dejando que los sectores armados privados continuaran resolviendo sus conflictos por las vías violentas.

Pero si por el flanco guerrillero el hecho fue perdonado, en el lado estatal la conducta no fue muy diferente. La mayoría de los militares investigados, acusados y condenados por sus excesos durante la retoma del edificio fueron absueltos. Salvo el general que comandó el operativo --Jesús Armando Arias Cabrales-- quien fue destituido por decisión de la Procuraduría General de la Nación, ninguno de los demás protagonistas oficiales recibió sanción alguna. Y frente a la responsabilidad que le cabía al presidente de la República, la conducta fue la del Estado-avestruz: eludir el problema y tapar las consecuencias.

Como ocurrió el 9 de abril del 48, la debilidad del Estado y su inconsistencia para enfrentar a las minorías armadas dio pie a un largo período de inestabilidad y a un gran baño de sangre. De esta dinámica de guerra irregular que también se generó con los episodios de noviembre del 85, sólo saldrá Colombia cuando las fuerzas políticas y sociales acepten la autoridad del Estado y éste asuma reglas de juego claras y fijas para todos. Mientras tanto, el país seguirá convertido en un gran Palacio de Justicia.