1940. Vista general de la Ciudad Universitaria
Septiembre de 2016
Por :
Eduardo Zuleta Ángel

LA REFORMA UNIVERSITARIA

Cuando [López] llegó al poder había en Bogotá una llamada Escuela de Medicina, otra denominada Escuela de Derecho y una tercera con el nombre de Escuela de Ingeniería, sin vínculos de ninguna clase entre sí. 

Cada una de esas Escuelas tenía su Rector propio.

Es muy probable que en una sociedad tan reducida como era la de Bogotá entonces, esos tres caballeros se encontraran con más o menos frecuencia en reuniones sociales. De lo que sí estoy cierto es de que jamás cambiaron ideas sobre la tarea que les estaba encomendada. Cada cual estaba establecido por su cuenta.

El concepto de Universidad no existía sino de manera puramente nominal. La única cosa para la cual servían las palabras “Universidad Nacional” era para adornar los diplomas de grado que cada una de las Escuelas repartía a su tamaño.

López, que nunca fue universitario, se dio cuenta, sin embargo, de que eso no podía continuar así y de que era menester crear la Universidad Colombiana.

Asesorado por personas muy bien seleccionadas se dio primero a la tarea de hacerle comprender al país que se necesitaba una verdadera Universidad Nacional, realmente orgánica, y que para ello era menester coordinar, ampliar y mejorar las actividades docentes en ese ramo.

Animando aquí, acosando allá, indagando, discutiendo, llevándole muchas veces la contraria al interlocutor para poner a prueba los puntos de vista de éste, logró López que se expidiera la ley 68 de Diciembre 7 de 1935.

Sepultado el sistema de las tres Escuelas independientes, comenzó a integrarse la Universidad Nacional con un Consejo Directivo al cual llegaban todos los problemas administrativos, un Consejo Académico que se ocupaba de los problemas docentes y los Consejos particulares de cada facultad.

A la cabeza de la Universidad un Rector y a la de cada facultad un Decano.

Por primera vez los estudiantes tuvieron injerencia en el manejo de la Universidad, pero una injerencia limitada, discreta, bien balanceada, que no dejaba al arbitrio y capricho de ellos la suerte de la Institución.

Pero para que la Universidad correspondiera a la idea que López se formó de ella no bastaban la ley y el decreto. Era menester algo más: La Ciudad Universitaria.

Contra viento y marea; venciendo toda clase de resistencias, desafiando ataques, sobreponiéndose a la incomprensión de muchos de los profesores y de los alumnos, adquirió una extensa zona de terreno situada exactamente en el centro de la herradura que configuraba la Bogotá de entonces.

--Bogotá –explicaba él—ha ido adquiriendo esta absurda configuración de herradura porque los terrenos que quedan en el centro pertenecen a ricos propietarios que no los han querido vender ni urbanizar y que están esperando que se valoricen con el esfuerzo de los demás. Hay que adquirirlos a toda costa, agregaba.

Cuando alguien le decía que era un absurdo emplazar los edificios de la Ciudad Universitaria en unos potreros que quedaban lejos de todo, sacaba el mapa de Bogotá y mostraba cómo esos terrenos iban a ser el centro de la ciudad.

A los que no se convencían con el mapa los llevaba en avión a volar sobre Bogotá para que se dieran cuenta de que no había mejor ubicación que esa.

Quizás en ninguna otra empresa encontró López mayores resistencias que en su plan de la Ciudad Universitaria.

Fue agredido, calumniado, vejado por el hecho de haber pensado en prestarle al país ese inmenso servicio.

Sólo viendo un plano de Bogotá de hace treinta años [el autor escribe en 1965] resulta posible darse cuenta de la cantidad de prejuicios que López tuvo que vencer para imponer su idea de la Ciudad Universitaria. Quienes no lo atacaban agresivamente por esa que parecía una audacia incalificable, le hacían, en una u otra forma, consideraciones de diverso orden para que desistiera de su propósito.

En una de las innumerables reuniones que hubo en Palacio con ese motivo, un afamado educador, naturalmente deseoso de que el Presidente lo dejara hablar con todo detenimiento, creyó que el mejor modo de aplacar el espíritu de contradicción de López era el de comenzar diciéndole

--Partiendo de la base de que en muchas cosas estoy en completo acuerdo con su Excelencia…
--¿Está de acuerdo conmigo?—replicó López—Entonces es que no me ha entendido.

(Del libro López, una biografía sobre el Presidente Alfonso López Pumarejo, el caudillo de “La Revolución en Marcha”, que modificó las estructuras de Colombia en los años 30, por Eduardo Zuleta Ángel. Segunda Edición, Ediciones Gamma, Bogotá, 1986. Coordinación de Consuelo Mendoza de Riaño y Pilar Lozano)