Foto. Sady González. El saqueo de una ilusión (fragmento).
Septiembre de 2016
Por :
Jorge Padilla

HISTORIA DE UN DISPARO

El escritor Jorge Padilla era una de las personas que acompañaban a Jorge Eliécer Gaitán en el momento del asesinato. Como testigo de esos hechos luctuoso, Padilla plantea, en este relato, las primeras dudas acerca de que Roa Sierra hubiese sido el asesino de Gaitán o, al menos, el único asesino. 

El disparo aleve que puso fin a la batalladora existencia de Jorge Eliécer Gaitán, partió en dos la vida colombiana. Aquella negra fecha marcó una era de violencia y desajuste cuyo principio conocemos, pero cuyo término no podríamos adivinar.

El 9 de abril de 1948 la patria bañada en lágrimas sintió abrirse a sus pies el abismo de las desgracias nacionales. Los viejos partidos, las instituciones, el respeto a la vida, el equilibrio de clases quedaron atrás. Buscamos desde entonces un camino y hemos ensayado toda clase de gobiernos, ideologías y sistemas. Ningún hecho posterior puede entenderse sin aquel día, que como el diamante del capitolio de La Habana, sirve de universal punto de referencia.

Abril 10, al medio día. Fidel Castro, en primer plano, y Rafael del Pino, tercero a la derecha, supuestos estudiantes cubanos que venían a entrevistarse con Jorge Eliécer Gaitán, posan en la mañana del 10 de abril frente a las ruinas de los edificios incendiados sobre la carrera séptima entre calles 10 y 12. El personaje no identificado, en la mitad de Castro y del Pino, tiene un parecido notable con el que, en la foto anterior, aparece atrás, blandiendo un machete el 9 de abril por la noche. Foto. Lunga - Luis Alberto Gaitán. Un periódico, septiembre 2005.

 

El paisaje del crimen ha desaparecido. Piquetas, grúas y palas echaron al suelo el edificio Agustín Nieto. Sólo queda entre ruinas, bajo la luz de plomo del invierno, la modesta columna que conmemora el hecho. ¿Cómo quienes mudos y horrorizados asistimos al drama dejaríamos ahora de evocarlo? Entre la bruma del cerebro vuelven a dibujarse los recuerdos. Orientábamos editorialmente por entonces, con Darío Samper, a Jornada, la pequeña hoja beligerante del movimiento popular y ello nos imponía cotidiano contacto con el jefe liberal. Aquel día, semejante a otros muchos, me dirigí después de las doce a su oficina para conversar, como solíamos hacerlo, de política. Estaba eufórico por su triunfo de la noche anterior en el juicio del teniente Cortés. En su despacho lleno de obras jurídicas y de estampas renacentistas departían con él Plinio Mendoza, Pedro Eliseo Cruz y Alejandro Vallejo. Cuando Plinio nos invitó a almorzar al Hotel Continental, Gaitán, bromeando a la manera de sus horas alegres, le respondió que era un gesto temerario dada mi agresividad con el tenedor que él, como anfitrión, conocía. “Quisiera, comentó cordialmente, hacer un libro con todas mis teorías penales entre las que hay algunas más importantes que la de la premeditación”. Quedó un momento silencioso y añadió: “Pero no hay tiempo”. Fueron las postreras palabras que pude oírle. Juntos tomamos el ascensor. Al salir Mendoza tomó del brazo a Gaitán y ambos se adelantaron hablando en voz baja. Cruz, Vallejo y yo avanzamos por el angosto zaguán. Íbamos a unos tres metros de la puerta cuando sonó, inofensivo como un triquitraque, el primer disparo. Gaitán y Mendoza no estaban ya en el campo visual. Demoré varios segundos en entender lo que pasaba, hasta que vi al agresor. Era una frágil y desgarbada figura. Tenía una mano contra el marco del portón y con la otra disparaba un revólver. Su edad frisaría en los veinticinco años y era de extracción popular. El cabello oscuro, los ojos dilatados, la nariz palpitante en la cera del rostro, temblaba todo, sacudido por la terrible emoción del asesinato. No pude menos de recordar que alguna vez, respondiendo a mis temores de atentado –después de cine cenábamos en el Palacé de la Avenida de la República cerca de la calle 25 y Gaitán se obstinaba en llevar a la una de la mañana a sus amigos en su propio automóvil—me observó que era imposible, porque no habría oligarca que asumiera el riesgo ni se hallaría hombre del pueblo capaz de matarlo. La sorpresa me paralizó. Si hubiera llevado una metralleta nada habría alcanzado a hacer. Cuando segundos más tarde volamos a la calle, el crimen estaba consumado. Gaitán yacía de espaldas, los ojos inmóviles y un leve hilo de sangre en la comisura de los labios. El sombrero era un despojo trágico sobre el andén. El líder de los pobres cayó como el personaje de una novela de Arthur Koestler, El cero y el infinito, último libro, prestado por mí, que alcanzó a leer. Un viento de locura soplaba ya en la calle y en la ciudad. “¡Mataron a Gaitán!” gritaban las gentes iracundas y llorosas brotadas de debajo de las piedras. No se hundió solo Gaitán, como nos pasa a todos, ante la indiferencia general. Hubo un cataclismo semejante al que, según Plutarco, vivió Roma tras la muerte de César. No sabría, honestamente, decir si el hombre linchado era o no el mismo que disparó. Nuestra atención se polarizaba en Gaitán. Cuando lo tomamos en brazos giró los ojos y comenzó a quejarse entre broncos estertores. El taxi en que metimos al moribundo dio un viraje y se lanzó hacia la calle 12 donde quedaba la Clínica Central. Ese desafío al tránsito fue el primer acto rebelde del Nueve de Abril. Nuestra historia marcha desde entonces en contravía, como el aturdido vehículo.

Izquierda: 10 de abri a las 8 de la mañana. Las calles de Bogotá quedaron sembradas de cadáveres. Foto. Lunga - Luis Alberto Gaitán. Centro: 10 de abril, 11 de la mañana. Ruinas del diario conservador El Siglo, asaltado e incendiado el día anterior. Sector de La Capuchina. Derecha: 9 de abril a las cinco de la tarde. Frente a las Gobernación de Cundinamarca, en la Avenida Jiménez, arden los primeros tranvías. Ese día, además de Jorge Eliécer Gaitán, fue asesinada la empresa de tranvías de Bogotá por la multitud enloquecida y por la acción astuta de agentes al servicio de los transportadores privados de Bogotá que aprovecharon la ocasión para liberarse de su rival más incómodo. Foto. Lunga - Luis Alberto Gaitán

 

Muchos interrogantes se plantearon sobre el asesinato y no pocas consejas se han tejido. El expediente fue creciendo en una montaña de folios y se cerró hace poco en medio de la misma perplejidad. Los testigos no pudimos ver la horrible masa sanguinolenta del desarticulado muñeco que arrastrara la furia colectiva hasta el palacio de Nariño. No estaban las autoridades en situación de ordenar reconocimientos cuando entre machetes y francotiradores, incendios y saqueos, rugía la revuelta. Las fotografías de Roa Sierra publicadas en la prensa no se asemejaban mucho al hombre de los disparos. Cuando el investigador me llamó, días después, a su despacho para iniciar el proceso, no pude decirle si el marchito traje y el revólver que me mostraba eran los del asesino. Atención y memoria tienen límites. El impacto emocional –los criminalistas lo saben—altera sensaciones y percepciones. Un día Enrico Ferri fue asaltado en su cátedra de la Universidad de Roma. Algo brilló en el aire. El profesor cayó y el atacante emprendió la huida. Los alumnos, llenos de espanto, no acababan de comprender. La escena era montada por el maestro que les pidió luego relato escrito. No hubo dos testigos que coincidieran ni sobre el agresor, ni sobre el ataque, ni sobre el arma. Unos habían visto un puñal. Otros, una pistola. Tal es la grandeza y servidumbre del testimonio. Con el crimen de Gaitán ocurre algo semejante. Mientras Cruz, Vallejo y yo vimos que el asesino disparaba por detrás, Mendoza asegura que venía del Norte y atacó de frente y que los orificios de la nuca se explican porque Gaitán trató de apartarlo con las manos y volvió hacia atrás la cabeza. La reconstrucción hecha hace pocos años no arrojó nuevas luces y confirmó las divergencias testimoniales. ¿Qué pasaría realmente? ¿Si era Roa Sierra el asesino? ¿Fueron dos los criminales, el que vio Plinio Mendoza de frente y el que los demás vimos disparar por la espalda? Es este uno de aquellos impenetrables misterios cuyo velo acaso nunca sea descorrido.