Agustín Nieto Caballero en la época de su viaje aéreo
Septiembre de 2016
Por :
Agustín Nieto Caballero

EN EL AIRE POR PRIMERA VEZ

Uno de los primeros pasajeros de la Scadta fue el educador colombiano Agustín Nieto Caballero. Los siguientes son apartes de una carta íntima que escribió sobre su emocionante experiencia en un viaje aéreo a Barranquilla en julio de 1921. 

Voy a copiarte textualmente las notas ingenuas que escribí mientras volaba. Así tendrás alguna idea del itinerario de mis emociones. Comienza a 300 metros sobre el nivel de Girardot y dicen así:

¡No! ¡No era posible imaginar lo que sería este vuelo! Una nueva y sublime emotividad se ha adueñado de mi alma toda. Un ser nuevo se ha sobrepuesto a mi ser. Ante mis ojos atónitos han ido desfilando lentamente maravillosos tapetes de verde, rojo y oro. Las colinas se han confundido con los valles; las más altas montañas se han ido hundiendo a nuestro paso, como atemorizadas. Ahora es enorme, es gigante la nave que me lleva. Extiende soberbiamente sus alas protectoras por sobre la inmensidad que domina.

Una niebla densa ha cubierto ahora la tierra. Vamos por sobre un mar de nubes. Se diría que hemos dejado la atmósfera celeste y que viajamos como un cometa, sin rumbo determinado, camino del infinito. La nave y mi espíritu son ahora una misma y única cosa. ¡Vuela, vuela espíritu mío, hacia la suprema serenidad!

Ya hace un momento que el lápiz ha caído de mi mano. Esto que ahora sopla en mi alma es una sensación de dioses. Los mortales no parecemos hechos para definirla.
 

1921. Barranquilla a vuelo de pájaro

 

El avión describe en este instante un inmenso círculo. Adivino que desciende en busca de la línea del río, que por un momento hemos perdido. ¿Pero qué es esa enorme campana que flota sobre el mar de nubes que nos envuelve? Es la cresta de una monte. Parece una nueva arca de Noé, y el ave nuestra es ahora un pez enorme que se consume al pie de ella.

Por entre gasas que se rasgan a nuestro paso, diviso nuevamente en la profundidad la ancha faja argentada, que es a un mismo tiempo nuestra guía y nuestra seguridad. La tierra aparece como una carta geográfica de greda. Los afluentes del río son reptiles de escama centelleante que vienen a beber. Los plantíos son manchas de decoración futurista. Las casas son insectos que duermen sobre el mapa.

¡Ambalema! Que lindo juguete para uno de mis hijos. Hemos descendido más, y ya los ranchos son diminutas construcciones de cartón. ¡Y Beltrán! Las bodegas son vagoncitos de un tren. ¡Un buque llega! La cara de dicha que haría mi hijo menor si se lo dieran de cuelga.

Vamos a ciento cincuenta kilómetros por hora, pero a no haber sido por ocurrírseme sacar un brazo, no lo creería. Contra el brazo, el empuje del viento es potente y rabioso. Se diría que una mano invisible estrecha la nuestra y la rechaza con violencia. Me distraigo en hacer ejercicios de pulso y logro vencer a mi contendor desconocido.

Otro bello juguete. Más grande, más variado, más completo que los anteriores. Este tiene puentecitos pintados de rojo y un inmenso surtido de construcciones en greda y en cartón. Al punto he reconocido a Honda. Hace precisamente una hora que salimos de Girardot.

Ahora el viento sopla con violencia. Las nubes cercanas se esponjan, se alargan, se hacen fibras, y pasan veloces como millares de dardos amenazantes. El cielo se ha ensombrecido y el avión vacila ahora como un barco en un mar alborotado. Trepidan las alas y ruge el motor con un acento de misterio. Se diría que el ave ha sido herida y que hace un supremo esfuerzo por seguir. Ha perdido la majestad de su vuelo. Ahora parece que lucha, impotente, contra los elementos ciegos que impiden su marcha. Ahora es una frágil pluma que gira en la inmensidad del espacio.

Una ráfaga de incertidumbre y de temor ha penetrado en mi espíritu. Una oleada fría ha recorrido mi cuerpo. Si en este momento… ¡Oh, qué puerilidad la mía! Ya el momento de vacilación ha pasado. El aviador ha esquivado el huracán y se ha burlado de él. Ya estamos en otro plano de la atmósfera, y la serenidad es de nuevo con nosotros.

¡Puerto Berrío está a la vista! Dos horas quince minutos de viaje. ¿Ha sido un sueño fantástico este vuelo? El motor se ha apagado y el avión, como un águila gigante que cae, certera, sobre una presa, se lanza al río. Todo se ha hecho grande, como por encanto, y ya nuestra águila fantástica no es sino un pequeño vehículo que avanza suavemente sobre el agua.

Escucha esta aventura. El motor se ha apagado, y el avión planea lúgubremente en la oscuridad de la noche. Cae al fin al agua, dando bruscos saltos sobre los flotadores. El aviador entonces me grita sobre la ventanilla: “¡Salte usted al ala!” Yo intento abrir la puerta pero el viento me la cierra dos veces con violencia. Por fin logro salir. “Tome este cable” me dice el aviador “y corra hasta la punta del ala. Si la hélice pega contra la ribera estamos en peligro. Corra, salte donde pueda y amarre el avión”. El viento era horrible, y por un instante vacilé sobre el ala, que en aquel momento era para nosotros el puente de la salvación. Salté en la oscuridad. Nuestra Señora la Suerte estaba con nosotros. Si me falta un palmo, caigo al río, y allí era profundo.

Amarro rápidamente el cable a un tronco, y me vuelvo hacia el aviador, que me da voces. ¿Qué más ocurre? Algo tan original que no puedo dejar de contártelo. El aviador me busca en la oscuridad para estrecharme la mano. “Venga, venga, que quiero felicitarlo. Ha hecho usted una cosa peligrosa y la ha hecho bien” Y me explica brevemente lo que ha ocurrido. El ya no veía nada desde su lugar de dirección. El motor se había parado minutos después de haber salido del Banco. Ya no era fácil seguir.

De pronto sentimos un ruido en la hierba. “Subamos”, le dije a mi compañero de aventura, “debe haber culebras aquí”. Subimos y… lo que sigue parece como un cuento. Una sombra enorme avanza sobre la hierba y cae pesadamente al agua. “¡Un caimán!” exclama el aviador. Y ambos quedamos estupefactos. Hemos estado al pie del reptil espantoso, estrechándonos la mano como dos insensatos.