Calle en Cantón, china. grabado tomado de "Promenade autour du monde", Barón de Hübner, Librairie Hachette, París, 1871.
Agosto de 2016
Por :
Luis Henrique Gómez Casabianca

EL PRIMER COLOMBIANO EN LA CHINA

Acodado sobre la barandilla de un barco de pasajeros, el bogotano Nicolás Tanco Armero atisbaba a través de la niebla tratando de descubrir la difuminada silueta del puerto de Hong Kong.

Corría el año de 1855 y en su pecho se agolpaban emociones contradictorias; por una parte se sentía más solo y más lejos que nunca de su hogar, y por otra experimentaba gran emoción al hallarse a punto de desembarcar en la tierra más remota, en el reino más legendario. Llegaba a las puertas del Celeste Imperio o de la fabulosa Catay, como se la llamaba antiguamente.

De pronto la niebla se abrió y Nicolás pudo ver una escena que para él fue similar a una acuarela: Así lo registrará en su diario: “El puerto de Hong Kong es hermoso y se halla cubierto de buques de todas partes del mundo, que vienen cargados de artículos extranjeros y regresan llevando el rico té, o las magníficas sederías, o las preciosas curiosidades del Imperio Chino”.

¿Qué lo condujo tan lejos de su patria en una época tan remota en que China apenas empezaba a tener contacto con el extranjero? Por una parte fueron los avatares de la política y por otro su gran curiosidad y su afán de aventuras.

Nicolás, nacido en 1830 en el seno de una familia acomodada, era hijo de don Diego Nicolás Tanco, quien se desempeñara en 1827 como ministro de hacienda del Libertador. El niño recibió una esmerada educación, en parte costeada por su hermano Mariano: hizo sus primeros estudios en Nueva York y los continuó en el Colegio de Santa Bárbara, en París, ciudad donde luego sería discípulo del economista Blanqui, quien lo trató más como amigo que como alumno.

De regreso a Colombia fue uno de los primeros en afiliarse al Partido Conservador y participó en los encendidos debates de la época. En el curso de uno de éstos, lanzó duras críticas al gobierno de José Hilario López, lo cual le valió una orden de arresto. Estuvo preso por espacio de tres meses, tras los cuales decidió expatriarse voluntariamente ¿hacia dónde? ¡Hacia donde saliera el primer barco!

Su viaje se inició en noviembre de 1851. El buque partió de Cartagena hacia La Habana, y ésta fue la primera escala de un viaje que habría de prolongarse por varios años. Una vez en Cuba, donde no conocía a nadie, Nicolás de 21 años, encontró empleo como maestro en una escuela donde enseñó matemáticas e incluso publicó un tratado de aritmética. Pasados algunos meses fue contratado para administrar un ingenio azucarero.

A la izquierda: Fumaderos de opio y Pagoda de Sü-Kia-wei, Shangai. Grabados tomados de "Promenade autour du monde", Barón de Hübner, Librarie Hachette, París, 1871. Al centro: Cargadores con silla de mans, Hong Kong. Grabado tomado de "Promenade autour du monde", Barón de Hübner, Librarie Hachette, París, 1871. 

 

Se discutía en Cuba por aquel entonces, el reemplazar la mano de obra de origen africano que laboraba en las plantaciones de caña, por otra de origen asiático. En esa época coolies o peones chinos estaban siendo contratados para trabajar en los ferrocarriles de California, Panamá y Perú. Los inversionistas cubanos optaron por fomentar esa inmigración y como Nicolás era soltero, culto y dinámico, entre copas de brandy y aromas de tabaco, le propusieron encargarse de la agencia en China. El joven bogotano, quien siempre había disfrutado con los viajes, aceptó de inmediato.

En febrero de 1855 partió de La Habana. En su periplo hará escalas en los Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Malta, Egipto y Ceilán, antes de llegar a Hong Kong, la puerta de China, a donde finalmente hizo su arribo el 25 de junio de 1855.

La isla era administrada por Inglaterra desde 1842, a consecuencia de la Primera Guerra del Opio. Esta se libró entre 1839 y 1842, con motivo de haber intentado el gobierno chino impedir a los comerciantes ingleses la introducción y venta de esa droga, a lo cual el gobierno británico haciendo causa común con los suyos, envió una fuerza naval que tras varios combates obligó a los chinos a abrir 5 de sus puertos al comercio extranjero, además de entregarles la isla de Hong Kong.

Nicolás, quien ha de revelarse como un viajero valeroso además de culto e inquieto, será un testigo de excepción de lo que ocurra en aquellas tierras a partir de 1855. Lleva un diario en que va anotando sus experiencias y observaciones, el cual más tarde ha de publicar en Europa.

Sus primeras descripciones de China se refieren al puerto de Hong Kong, donde muy pocos extranjeros vivían aún; ingleses en su mayoría, unos cuantos españoles, el cónsul de Chile –que era el único latinoamericano– y un grupo de hermanas de la caridad, cuya labor nuestro viajero describe en forma muy elogiosa.

El comercio del opio estaba en su apogeo. Así lo registra Nicolás: “fuente de riqueza para la India y los especuladores ingleses; varias líneas de magníficos vapores conducen constantemente de Calcuta todo el opio a Hong Kong, donde residen las dos casas fuertes que tienen casi monopolizado este horrible negocio. Allí lo reciben los comerciantes que lo embarcan en ‘buques anfioneros’ y lo distribuyen luego por toda la costa”.

“Las leyes del Imperio Chino prohiben este infame comercio; su introducción, por consiguiente es ilegal o lo que llaman contrabando; y los especuladores de profesión no pueden merecer otro nombre sino el de contrabandistas, por no darles el de envenenadores. El lento y sistemático atosigamiento, el embrutecimiento de 400 millones de habitantes del imperio mayor del mundo, sólo por engrosar las arcas de viles especuladores, es un hecho que no ha llamado suficientemente la atención de los amantes de la humanidad en occidente”.

Amoy

Luego de Hong Kong, Nicolás pasó al puerto de Amoy, situado unas 200 millas al norte. Esta ciudad, a pesar de su comercio muy activo, no lo impresionó favorablemente. En cuanto a sus construcciones, escribe, “la monotonía es la que prevalece por todas partes”. Sus barriadas le parecieron espantosas, sus calles sucias, estrechas y descuidadas. Su presencia, por otra parte, causó gran impacto entre los habitantes, muchos de los cuales jamás habían visto de cerca un extranjero.

En Amoy, una concepción eurocéntrica de la arquitectura le lleva a escribir: “Los chinos no tienen la menor idea de aquellos majestuosos edificios levantados por los cristianos para adorar al Altísimo, y sus pagodas nada de imponente ofrecen. Construidas generalmente en el corazón de alguna montaña, en los sitios más pintorescos, por su aspecto exterior más parecen quintas de recreo, lugares donde puede extasiarse el poeta, que templos para entregarse el religioso a la meditación y a sus plegarias”.

Pero se va sintiendo atraído por ellas. “Durante mi permanencia en Amoy, nunca dejé de visitar las pagodas un solo día y de convertirlas en mi paseo favorito”. En ellas se sentaba a reflexionar e incluso escribió buena parte de su libro.

Estando en Amoy fue invitado a cenar a la casa de un rico mandarín. El menú fue para él extraordinario: sopa de tortuga, plato de nido (que cree es el excremento de un pájaro y que describe como “sustancia muy alimenticia y fuerte”), sopa de aletas de tiburón, otro guiso de tortuga, después otro de patitas “especie de gelatina, y así sucesivamente uno tras otro, todos alimentos fuertísimos y preparados con el mismo estilo”.

Luego el mandarín le mostró sus obras de arte, “un museo bellísimo de un valor portentoso, y que ningún rey en Europa puede ostentar en sus alcázares o palacios”. Allí había antiguas porcelanas, figuras trabajadas en piedra de jabón, cuadros labrados en madera de alcanfor, preciosos objetos de concha nácar e inimitables obras de marfil. Tras despedirlo, el mandarín lo hizo conducir a su casa en una magnífica silla de manos.

Nicolás también describe el sistema político y administrativo del país, señalando al respecto: “Lo más notable en la legislación china es ese vasto sistema de solidaridad que hace que cada súbdito del Imperio salga garante por la conducta de su vecino, pariente, superior o inferior, y particularmente los funcionarios públicos. Así, los parientes de quienes hayan cometido un crimen, serán castigados también. Especialmente el delito de alta traición”. Ello constituye una forma de control social “que repugna a todo cristiano y liberal; y sin embargo, nada más lógico, nada más natural en China. ¿Por qué otros medios podría sostenerse la unidad política de tantos millones de hombres y de este decrépito Imperio?”.

Por otra parte, anota: “el vigor de la pena contra un funcionario está en razón indirecta de la categoría que ocupe”. Así, un empleado puede ser condenado a muerte “por el inocente descuido de haber sellado mal un oficio”. Los castigos van desde los golpes de caña a las ejecuciones. “Es increíble –comenta– el inmenso número de ejecuciones que tiene lugar en China (...) en Cantón solamente en el año de 1856, le cortaron la cabeza a más de 180.000 infelices!”

Respecto al incipiente proceso de evangelización del país, describe en Hong Kong la abnegada labor de las hermanas de la caridad, y en Amoy la de los misioneros dominicos españoles. Vivían pobremente, administrando los sacramentos, educando a los niños en escuelas fundadas por ellos mismos y auxiliando a los moribundos. En referencia a su valor, anota: “es España una nación intrépida”.

El viajero colombiano se interesa por los más diversos temas y podría decirse tiene mirada de sociólogo. Comenta: “La mujer china finca su orgullo en el pie, y desde niña lo lleva en tortura para hacerlo cuanto más chico puede”. En contraste, “la mujer nuestra hace consistir su orgullo en la cintura, en el talle delgado, que se estrecha con corsés desde la infancia (...) Nuestras mujeres usan brazaletes en las muñecas, las chinas en los tobillos”.

Y refiere que, al menos en esa zona, eran las mujeres quienes se encargaban de los más pesados oficios. “Si es en las calles ¿qué es lo que vemos? Las mujeres ocupadas en todas las faenas y labores más pesadas, lo mismo que en los ríos remando en los botes con los chiquillos atados a las espaldas, mientras que la parte masculina de la población se halla holgando, con su abanico en la mano, o bien deleitándose en fumar su pipa de opio”.

Para los chinos, “la piedad filial es la virtud fundamental. Ser patriota o buen ciudadano, es para ellos simplemente ser buen hijo. El Emperador es la encarnación viva de este gran principio. Es el padre de una inmensa familia compuesta por más de 400 millones de hijos”.

De Amoy a Hong Kong y a Macao

En la primavera de 1856 salió de Amoy para Hong Kong a donde llegó el 15 de mayo. Allí -anota- en todo sentido la vida era mejor. Los ingleses tenían una fuerte presencia y las costumbres occidentales permeaban la isla. La población de ésta ascendía a 72.607 habitantes, de los cuales tan solo 840 eran europeos. Le llamó la atención “la población china flotante que vive en la bahía de Hong Kong en sus botecillos y embarcaciones y que se calcula asciende a 5.000 almas”.

De Honk Kong nuestro curioso viajero pasó, en junio de 1856, al cercano puerto de Macao, controlado por los portugueses. Describe la bella entrada de esa bahía enmarcada por dos castillos sobre una hermosa vegetación y sobre cuyos muros se veía tremolar la bandera portuguesa. Ciudad con cúpulas al estilo occidental y torres de iglesias, Macao fue cedida a los portugueses en 1580 en retribución de haber librado las costas de un pirata que las asolaba. Era una pacífica ciudad pero ya muy decadente, “el comercio ha desaparecido y todo revela una miseria muy grande en la ciudad (...) la yerba crece en las plazas y calles; todo en fin, indica una ciudad sin industria, sin vida: la parte de la población portuguesa es sumamente perezosa, no piensa más que en frivolidades” mientras que “el macaense no hace más que vegetar”.

Allí tuvo la oportunidad de visitar el bosque y la gruta donde vivió el famoso poeta Luis de Camoens, y escribió su célebre poema ‘Las Luisiadas’.

Una aventura en el interior del país

Tras permanecer 3 meses en Macao, regresó a Hong Kong donde sólo estuvo un día, pues siguió hacia el puerto de Fu-Tchéu, en donde debía despachar un grupo de coolies hacia La Habana. El sinólogo Juvenal Infante acota “A los inmigrantes chinos se les llamaba burlonamente ‘macacos’, porque buena parte de ellos provenía del puerto de Macao, y ‘coolí’, sin advertir que el vocablo proviene de la lengua hindú y que significa trabajador golondrino”. Luego de enviar un grupo de estos hacia América en la fragata Challenge, Tanco Armero quiso realizar una excursión al interior del país, para conocer las bellezas del campo chino.

Pero como había peligro para los extranjeros, optó por seguir el consejo de un misionero protestante, M. Burns, quien le propuso acompañarlo y que fueran disfrazados de chinos. Así los dos amigos, tomaron un junco que los condujo varios kilómetros río arriba y luego saltaron a tierra.

Al internarse en el campo, se admira de la laboriosidad de sus gentes: “no vimos un palmo de tierra que no estuviese cultivado. A cada paso no se encuentran más que sementeras, praderas, huertas y jardines: por todas partes se ve al labrador y a sus niños ya arando el terreno valiéndose del búfalo, ya llevando sobre sus hombros el abono, ya con el azadón en la mano: jamás se ve un hombre ocioso, siempre están entregados a la faena agrícola (...) No creo que haya país del mundo donde los canales y sistemas de cultivo de toda especie se hayan puesto en planta tan generalmente. Si el suelo o terreno fuera estéril, estoy seguro que el trabajo tan asiduo del hombre lo haría producir”.

La excursión prosigue atravesando distintos pueblos. En una escuela anotó: “La difusión de los rudimentos que constituyen la educación primaria es admirable y acaso no haya otro país, si se exceptúan los Estados Unidos de Norteamérica, en que se halle tan generalizada”.

Cuando los amigos emprenden el regreso a Fu-Tchéu, a su paso encuentran a las gentes muy alborotadas y amenazadoras; siendo de anotar que sus disfraces no les sirvieron para engañar a nadie. Al pasar por un pueblo fueron atacados por una turba. Nicolás disparó entonces su pistola, hiriendo a dos y haciendo escapar a los otros, pero una muchedumbre les cayó encima y aprisionados fueron conducidos ante el mandarín del pueblo. Éste los envió al virrey de Fu-Tcheu, quien por suerte los entregó al cónsul inglés que a su vez los puso en libertad.

“Esto pasó a fines de octubre de 1856 y al poco tiempo supimos que en Cantón habían comenzado las hostilidades entre ingleses y chinos”.

La segunda guerra del opio

Tanco partió de Fu-Tchéu hacia Amoy en una goleta anfionera de las que hacían el tráfico de opio; y una vez en Amoy despachó dos nuevos buques de colonos asiáticos hacia Cuba. Luego regreso a Hong Kong, donde todo lo encontró cambiado. Muchos comerciantes de Cantón habían llegado huyendo del conflicto. De día se escuchaba el redoble de tambor y de noche el ruido de patrullas recorriendo la isla. Eran patentes el miedo y la incertidumbre.

¿Qué había ocurrido? Explica Juvenal Infante: “el 8 de octubre de 1856, oficiales de la guardia imperial de los Qing (la dinastía reinante) abordaron un barco de propietarios chinos que había sido matriculado en Hong Kong, el cual se presumía de piratería y contrabando. Doce sujetos chinos fueron arrestados y aprisionados. Este hecho fue conocido como el Incidente del Arrow”. Los oficiales británicos en Guangzhou, argumentando que el barco tenía insignia británica, exigieron la liberación de los navegantes, pero ante la negativa de las autoridades chinas, tomaron las vías de hecho.

Tanco Armero refiere: “El jefe de la escuadra inglesa bombardeó sin pérdida de tiempo la ciudad de Cantón. La que en un tiempo era una de las primeras ciudades del globo quedó en su mayor parte destruida, y los barrios enteros donde ostentaba poco ha todas las curiosidades del arte y de la habilidad humana, fueron en pocas horas reducidas a cenizas (...)”. Fue un acto inconsulto del Almirante Seymour.

Para vengarse, el 1º de diciembre, los chinos incendiaron todas las factorías europeas que habían sido respetadas durante el bombardeo de Cantón. Los chinos de Hong Kong también se envalentonaron y el gobernador declaró la ciudad en estado de sitio. Se conformó una milicia de europeos y una atmósfera ominosa se cernió sobre la ciudad. Miles de chinos abandonaron la isla, y el mandarín de Kowlung (pueblo situado al frente) ordenó suspender el envío de víveres a la isla que, árida e inculta, no producía alimentos. El Almirante Seymour entonces amenazó con bombardear Kowlung, ante lo cual el mandarín revocó su decreto.

Los chinos atacaron varios vapores ingleses, en uno de los cuales fue asesinado el joven vice-cónsul español Francisco Días, quien dejó “una joven y preciosa viuda para llorarlo y numerosos amigos para sentirlo”.

De igual modo, los chinos destruyeron los almacenes europeos de Whampoa y se alistaron a atacar Hong Kong, lo que harían de la forma más rara: por medio de envenenadores. El 15 de enero de 1857, mientras Nicolás se aprestaba a tomar su desayuno en un céntrico hotel, y esparcía la mantequilla sobre el pan, de pronto vio que los otros comensales caían a su alrededor, intoxicados, en medio de espasmos y arcadas. Nicolás bruscamente se puso en pie y arrojó la tajada que tenía en la mano, junto con el mantel y todos los alimentos. Escribirá: “El terror se veía pintado en todos los semblantes. El pánico se había apoderado de nosotros”.

Esa mañana en unos pocos momentos toda la población inglesa de Hong Kong fue envenenada por medio de arsénico introducido en el pan, mas por suerte para los europeos, el tósigo no había sido suficiente.

Nicolás opta entonces por trasladarse a Macao, donde existían buenas relaciones entre chinos y portugueses. Los ingleses despachan refuerzos hacia Hong Kong y se presentan varios combates navales, en uno es hundido el vapor Queen, en otro “más de 200 juncos piratas fueron reducidos a cenizas”.

Dueños de una superior tecnología bélica, poco a poco los ingleses irán controlando la situación. Al imponerse han de exigir al gobierno chino la apertura a su comercio de 9 puertos, en lugar de los 5 que ya tenían.

Un poco más calmada la situación, Nicolás Tanco Armero visita otros dos puertos abiertos a los extranjeros: Ning-po y Shang-haï. El primero poco se diferencia de los ya conocidos, pero el segundo le causa una grata impresión. Habla de su belleza, sus soberbios palacios habitados por los príncipes del comercio oriental, describe su buen clima, su vegetación, el inmenso tráfico del puerto y el carácter apacible de sus habitantes. Allí se detiene a estudiar el comercio del te.

A principios de diciembre, tras una ausencia de dos meses, regresa a Hong Hong, donde “los asuntos comerciales casi se habían paralizado con motivo de la guerra que de nuevo amenazaba a Cantón. Francia se unió entonces a Inglaterra para exigir satisfacciones por medio de las armas. Sumadas las tropas inglesas y francesas invaden Cantón el 28 de diciembre de 1857, tras someterla a un intenso bombardeo.

El regreso

Sin esperar el desenlace final de ese conflicto, nuestro viajero optó por salir del país y regresar a Colombia. Ya había dado punto final a los negocios que lo llevaran allí. Tras comprar algunas obras de arte y otros curiosos objetos, tomó un vapor hacia Alejandría. Su estadía en China se había prolongado por tres años. “Ya pasó la época de los trabajos –escribe– y espero empezar una vida amena y tranquila al lado de los míos”. Regresará por Europa, donde ha de publicar su libro titulado “Viaje de la Nueva Granada a China y de China a Francia” (París. Imprenta de Simón Racon y Compañía. 1861).

 

Vuelve a Bogotá en 1860. José María Cordovez Moure refiere que a su llegada, Mariano Tanco organizó en honor a su hermano un espléndido baile, que se escenificó en su casa de habitación situada en la Tercera Calle Real o del Comercio, al cual acudió lo más granado de la sociedad bogotana.

Poco después Nicolás contrajo matrimonio con la distinguida señorita doña Dolores Argáez, y aunque vuelve a incursionar brevemente en la política, no estaba hecho para una vida sedentaria y como lo señala el historiador Horacio Rodríguez Plata, parte de viaje con su esposa, otra vez en dirección al oriente. Como legado de sus viajes quedarán varios preciosos libros. Además del ya referido, publica en 1871 otro sobre un viaje a la India Oriental, China, Japón, Java, Islas Filipinas y California. Y en 1888 otro sobre un nuevo viaje al Japón. Más tarde se desplazará también a Ecuador, Perú y los Estados Unidos.

Por todo ello, bien puede considerarse al bogotano Nicolás Tanco Armero como el príncipe de los viajeros colombianos, pero además como el pionero de los estudios asiáticos, e incluso como el primer sinólogo latinoamericano.

Bibliografía:

Cordovez Moure, José María. Reminiscencias de Santafé y Bogotá. Biblioteca Popular de Cultura Colombiana. Bogotá. 1946.

Meyer, Charles. China. Sgel-Hachette. Madrid. 1981.

Rodríguez Plata, Horacio. Temas históricos. Fondo Cultural Cafetero. Ed. Bedout. Medellín. 1978.

Tanco Armero, Nicolás. Viaje de la Nueva Granada a China y de China a Francia. Imprenta de Simón Racon y Compañía. París. 1861.

Tanco Armero, Nicolás. Recuerdos de mis últimos viajes Japón. Tip. Sucesores de Rivadeneira. Madrid.1888.