Guerrilla de Eliseo Velásquez. Óleo de Fernando Botero, 1988. 154 x 201 cm. Colección Banco de la República. Museo Botero, Bogotá.
Octubre de 2016
Por :
Gustavo Rosales Ariza

EL EJÉRCITO Y LOS GRUPOS REBELDES

El imperio del orden y el instrumento militar del Estado 

A comienzos de noviembre de 1916 y sin antecedente inmediato, un grupo de indígenas, liderado por Quintín Lame, irrumpió en la localidad caucana de Inzá reivindicando la posesión de sus tierras y negando a los blancos cualquier título de propiedad distinto al que les hubiese otorgado a éstos últimos la Corona española. Observado retrospectivamente este hecho de insurgencia, un analista podría concluir que para los indígenas no había existido Declaración de Independencia y mucho menos sus supuestos beneficios: les era preferible la vigencia del antiguo ordenamiento real.

Al año siguiente, coincidente con la Revolución Rusa, pero sin relación alguna con ésta, campesinos araucanos y huilenses expresaron violentamente sus inconformidades frente a la injusticia social; se trataba en ambos casos de protestas en contra de esa "civilización dominante" a que se refirió Lievano Aguirre para señalar a quienes, ajenos a las necesidades sentidas del sector indígena y rural, ejercían un continuismo colonial. Para 1918, trabajadores de las plantaciones de banano en el Magdalena, organizados en sindicatos calificados como anarquistas, y caficultores de Cundinamarca ubicados en Viotá, exigieron mejores salarios y condiciones de vida más dignas. Estos hechos constituyeron embriones de las situaciones críticas que acontecerían en los años subsiguientes.

El siglo XX, que apenas iniciaba su agitada vida, mostraba desde entonces que el inacabable conflicto colombiano tendría entre sus motivaciones, quizás la principal, la injusticia social. A la postre, el comunismo se apropiaría del inconformismo que crecía en la medida que aumentaba los problemas socioeconómicos. Paralela con esta situación corrió desbocada la violencia política estimulada por el sectarismo; todo ello con la complicidad de las autoridades policiales de entonces, que en los niveles departamental y municipal ejercípan la más violenta represión. El resultado no podía ser distinto al de oponer a la violencia oficial, la violencia de los particulares, asociados éstos en grupos de resistencia que optaron por prácticas delincuenciales de igual o superior calibre a la de sus agresores. La violencia, pues, ha sido consustancial a las costumbres políticas, como lo indicara el historiador Arturo Alape.

Masacre de Mejor Esquina. Óleo de Fernando Botero, 1997. 35.56 x 45.72 cm. Colección Banco de la República. Museo Botero, Bogotá.

 

Apareció entonces, y sin el menor asomo de objetividad política ni razonamiento estratégico, la socorrida solución de los gobernantes de turno: el empleo de la fuerza pública para restaurar el orden alterado; un orden que, soportado en la legalidad vigente, no consultaba las aspiraciones de algunos sectores de la población. Y ¿a cuál fuerza pública se recurrió para restablecer el orden público convulsionado por la violencia surgida de la insatisfacción rural de una parte, y de la represión política de otra? En primer lugar, a una policía municipal o departamental, arbitraria y parcializada políticamente. Cuando esta supuesta autoridad fue desbordada por la rebelión, se acudió al Ejército Nacional. He ahí el origen y las causas de la participación en el conflicto de una institución como el Ejército Nacional que, inspirado en los más altos ideales patrios, inició su tarea a modo de "apaga incendios" y la cual, a estas alturas de nuestra tragedia, algunos señalan de manera absurda como un "actor" de ella, pretendiendo trasladarle una responsabilidad histórica que le corresponde a la dirigencia política, ausente de las realidades sociales y económicas del país.

Para la época en que afloraron tan graves problemas, el Ejército Nacional se hallaba asimilando su reciente reestructuración, producto de la reforma militar dispuesta en 1907. En realidad, más que de un reajuste a la pobre organización existente, de lo que se trató fue de crear un nuevo Ejército. El anterior, el depositario de las glorias militares de la Guerra Magna, había prácticamente desaparecido dentro del aluvión de las guerras civiles del siglo XIX y las consiguientes reformas constitucionales. Así, por ejemplo, una de las consecuencias de los embrollos federalistas de 1858 y 1863 fue la reducción del Ejército a su mínima expresión: 583 efectivos.

En tan solo pocos años el naciente Ejército, inadecuadamente dotado, debió atender --y lo hizo con éxito-- graves problemas en los campos interno y externo; en este último, su actuación en el conflicto amazónico en 1932 recogería los laureles de la victoria. Los nefastos acontecimientos acaecidos el 9 de abril de 1948 tras el repudiable asesinato del líder popular, controlados por el Ejército Nacional, gracias al cual se impidió la consumación del caos, fueron la resultante de un proceso de violencia que venía gestándose de tiempo atrás. Y que, desafortunadamente, no terminó allí; por el contrario, se incrementó, adquiriendo proporciones dantescas. El Ejercito hubo de multiplicarse para intentar apagar ese incendio nacional que había provocado al unísono la intolerancia política y la represión oficial, como si los problemas sociales, ellos sí de vital importancia y siempre latentes, no merecieran la atención prioritaria de todos los colombianos, sin excepción alguna. La guerra de los Llanos (1951-1953) fue una expresión de ese clímax de violencia. Harto de sufrimientos, el país recibió con alborozo el llamado "golpe de opinión", y con éste, un breve paréntesis en la guerra.

Tirofijo. Óleo de Fernando Botero, 1999. 45.72 x 33.02 cm. Colección Banco de la República, Museo Botero. Bogotá.

 

Con el acceso al poder del general Gustavo Rojas Pinilla termina la primera fase del conflicto partidista. El receso en la guerra escasamente duraría un año. Desde 1949, el partido comunista había lanzado la consigna de las "autodefensas de masas". En una de sus conclusiones, la Segunda Conferencia Regional del Sur (octubre de 1953) patrocinada por los asentamientos comunistas del Sur de Tolima, anota: "…El gobierno militar se ha propuesto, de un lado, ganarse la simpatía de las masas, aislar el movimiento guerrillero de su base social, mientras de otro lado, se ha dirigido a utilizar a algunos caudillos y jefes guerrilleros liberales ilusionados por el gobierno militar en su lucha contra el Partido Comunista…" El pretexto había sido hallado; de ahí en adelante, incluida la fase del bandolerismo, extirpado por el Ejército, las siguientes etapas del conflicto tendrían un denominador común: la insurgencia revolucionaria comunista, en particular las futuras FARC, que con el aval de ese partido o en veces sin éste por receso estratégico de su aparato directivo, mantendría al país en permanente estado de agitación. Otros grupos como el ELN (1964-1965), el EPL (1965), disidentes de la orientación ortodoxa comunista, y el M-19 (1974) se sumarían al esfuerzo insurgente.

Al desatarse formalmente la guerra contra los reductos guerrilleros en Yacopí, Sumapaz y el Tolima en 1954 y siguientes, el Ejército Nacional carecía de la estructura y el entrenamiento necesarios para acometer un tipo de guerra como el que se planteaba. Si bien poseía una apropiada capacidad para la guerra convencional, como lo había demostrado durante la guerra de Corea, su fortaleza para la guerra irregular era limitada. Esta falencia, aunque aminorada por efectos de la experiencia, habría de perdurar algún tiempo con el agravante de que, si bien podían obtenerse éxitos parciales en el campo militar, éstos se consiguieron a un costo político muy alto, pues las causas del conflicto y sus efectos no se podían eliminar con el empleo exclusivo del elemento militar.

Para superar ese y otros factores, que eran más del resorte político, la institución entró en un proceso de renovación doctrinaria y ajuste organizacional. Se desarrolló la inventiva, se produjeron nuevas doctrinas y con ellas organizaciones más funcionales; "Marquetalia, Huila" (1964) fue una operación militar que en sus fases de planteamiento y ejecución para la toma del objetivo cumplió con estrictos parámetros del arte militar. No tuvo la continuidad que se imponía, pues la falta de visión política, al igual que ocurriría con "Anorí, Antioquia" años más tarde (1973) y "Colombia, Meta" (1990), dejó incompleto el proceso de consolidación. Los éxitos militares no tuvieron correspondencia en el campo político. Las FARC y ELN, no derrotados en el campo táctico, se oxigenaron en lo político y lo estratégico; fue la consecuencia de la ausencia de una política del Estado.

Así las cosas, la insurgencia, supuesta reinvindicadora que decía ser de viejas insatisfacciones y que, como en el caso de las FARC, logró reestructurar en 1993 un proyecto político con la denominada "Plataforma para un gobierno de reestructuración nacional", reciclando las teorías marxistas, se envalentonó gracias a la falta de una política de Estado y a su fortalecimiento económico, producto de prácticas delincuenciales. En contradicción con los objetivos expuestos, la subversión se criminalizó convirtiéndose en el primer enemigo de la sociedad. No obstante, la insurgencia quiere acceder al poder por cualquier medio, incluyendo el terrorismo, para gobernar o en último caso para cogobernar. Así no lo alcanzará. Mientras existan y se cumplan los principios constitucionales que nos rigen, el imperio del orden deberá imponerse y el medio para lograrlo es el instrumento militar del Estado, que en esta etapa del conflicto se presenta fuerte y victorioso, dotado de una alta moral y adecuado entrenamiento, excepcionalmente liderado y plenamente consciente de su misión histórica.